Capítulo V

Contrae Oliver nuevas relaciones. La primera vez que asiste a un entierro, forma opinión favorable del oficio de su amo


Solo Oliver en la tienda de su amo, dejó el farol sobre un banco de trabajo y tendió en torno suyo miradas de terror, que comprenderán sin esfuerzo muchas personas de bastante más edad que el infeliz huérfano. Una caja mortuoria sin, concluir, colocada en el centro de la tienda sobre unos banquillos negros, ofrecía aspecto tan lúgubre, que el pobre niño temblaba de miedo cada vez que su mirada dilatada por el espanto se dirigía hacia el pavoroso objeto, pues esperaba en todo momento ver que algún espectro horrible alzaba lentamente la cabeza para enloquecerle de terror. Larga fila de tablas de olmo, todas de la misma medida, flanqueaban la pared, semejando, a la luz incierta del farol, otros tantos fantasmas de anchas espaldas con las manos metidas en los bolsillos de sus calzones. Planchas brillantes de metal, astillas del olmo, clavos de cabeza dorada y pedazos de paño negro cubrían el suelo en horrible confusión. Si Oliver separaba sus miradas de los fantasmas de anchas espaldas y las dirigía al testero de la tienda, se encontraba con un cuadro que presentaba en primer término dos esqueletos envueltos en rígidos sudarios estacionados a uno y otro lado de la puerta de una casa, y en el fondo, una carroza fúnebre tirada por cuatro caballos, negros como la noche, que se iban acercando a aquélla. La atmósfera de la tienda, cálida y enrarecida, parecía saturada de olor a féretros y el sitio en que Oliver estaba tendido debajo del mostrador tenía todas las apariencias de una fosa.

Y no era sólo este espectáculo, con ser tan lúgubre, lo que impresionaba y deprimía a Oliver. Encontrábase solo en lugar extraño, y es natural que su terror llegase a lo inconcebible, pues a cualquiera de nosotros, aun a los que por más valientes nos tengamos, nos sucedería otro tanto si en situación análoga nos encontráramos. Carecía de amigos que se interesaran por él, o por quienes él pudiera interesarse; no tenía que llorar la ausencia de una persona amada, la muerte de un ser querido ni en su corazón pesaba como losa de plomo el recuerdo de un rostro adorado; pero esto no obstante, gemía su corazón; su tristeza era infinita. Al revolverse en su estrecha cama, hubiera deseado que ésta fuera un ataúd, y que le dejaran dormir tranquilo el sueño eterno de la muerte en el cementerio, a la sombra de la lozana hierba que creciera sobre su cuerpo, arrullado por el doblar grave y fúnebre de las campanas.

A la mañana siguiente le despertó el ruido de una patada descargada con furia contra la puerta de la tienda, patada veinte veces repetida con cólera durante el breve tiempo que invirtió en vestirse, y cuenta que lo hizo más que deprisa. Mientras corría los cerrojos, cesaron las patadas y gritó el propietario sin duda, de las extremidades que acocearon la puerta:

—¿Abrirás de una vez?

—¡Corriendo, señor! —respondió Oliver, dando una vuelta a la llave.

—Supongo que serás el nuevo aprendiz, ¿no? —preguntó la misma voz por el ojo de la llave.

—Sí, señor —contestó Oliver.

—¿Cuántos años tienes?

—Diez, señor.

—Entonces, prepárate a recibir una tanda de palos en cuanto entre. Yo te enseñaré, miserable galopín, a tenerme siglos enteros esperando a la puerta.

Anunciados unos propósitos tan halagüeños, el de la voz comenzó a silbar.

Había experimentado Oliver demasiadas veces los efectos del cumplimiento de promesas análogas a la que acababan de hacerle; para que se le ocurriera dudar, ni por un momento, que el propietario de la voz, quienquiera que fuese, haría honor a la palabra empeñada. Acabó, pues, de descorrer los cerrojos con mano trémula, y abrió la puerta.

A nadie vio. Dirigió temerosas miradas a derecha e izquierda, creyendo que el desconocido que le dirigiera la palabra por el ojo de la llave estaría paseando para entrar calor, y como no viera a nadie que a un muchachote de la Casa de Caridad, que sentado sobre un guardacantón frente a la casa comía con avidez una rebanada de pan con manteca, que dividía en trozos tamaño de su boca con una navaja a él se dirigió diciendo:

—Perdone usted, señor; ¿es usted el que llamaba?

—Yo soy el que daba patadas —respondió el interrogado.

—¿Necesita algún ataúd? —preguntó con ingenuidad Oliver.

El muchachote de la Casa de Caridad se puso hecho una furia.

—¡Tú vas a necesitarlo muy pronto —contestó— si tienes el atrevimiento de gastar bromas semejante con tus superiores! ¿No sabes quién soy, miserable expósito? —gritó el energúmeno, descendiendo del guardacantón con edificante gravedad.

—No, señor —contestó Oliver—. Soy el señor Noé Claypole, tú eres mi subordinado. ¡Abre las puertas, sinvergüenza!

El señor Claypole apoyó su orden con una patada administrada a Oliver, y entró en la tienda con aire de dignidad poco en armonía con su grosera catadura, pues, en realidad la prosopopeya y aire de dignidad ha de contrastar por necesidad con un individuo de cabeza inmensa, ojos pequeños, nariz aplastada, boca semejante y extenso desgarrón y fisonomía brutal y grosera, y con doble motivo, si a tantos atractivos físicos se une una nariz colorada y una tez amarilla.

Oliver, después de abrir las puertas, y de romper un cristal al intentar trasladar la primera al pequeño patio en que se guardaban durante el día, fue cariñosamente ayudado por Noé, quien condescendió hasta el extremo de auxiliarlo, no sin consolarle con la seguridad de que lo pagaría. Poco después bajó el funerario y algunos segundos más tarde la mujer de éste. Oliver, luego que pagó su torpeza, sin duda para que no quedara incumplida la predicción de Noé, bajó, siguiendo a este último, a la cocina, donde les esperaba el almuerzo.

—Acércate a la lumbre, Noé —dijo Carlota—. Del almuerzo de tu amo, he separado para ti un pedazo de tocino. Tú, Oliver, cierra esa puerta y engúllete esos mendrugos que he dejado encima de la panera. Ahí tienes el té: vete al rincón y despacha cuanto antes, pues tienes que ir pronto a la tienda. ¿Entiendes?

—¿Has oído, zopenco? —dijo Noé.

—¡No te ensañes con él, Noé! —dijo Carlota—. ¡Qué mal corazón tienes, muchacho! ¿Por qué no le dejas en paz?

—¡Dejarle! —repitió Noé—. ¡Dejado y bien dejado le tiene todo el mundo! No tiene padre ni madre, y en cuanto a sus parientes, bien seguro es que no han de importunarle; ¿no es verdad, Carlota? ¡ja, ja, ja!

—¡Burlón! —exclamó Carlota, riendo también a carcajada.

Ama y dependiente dirigieron miradas desdeñosas al desventurado Oliver Twist, que, sentado en un rincón, devoraba los mendrugos expresamente reservados para él.

Noé, aunque procedente de la Casa de Caridad, no se tenía por expósito ni por hijo de la casualidad, Pues podía hacer remontar su genealogía hasta su padre y madre que habitaban cerca de la funeraria. Lavandera era su madre, y su padre fue en sus buenos tiempos soldado demasiado aficionado al vino, y en la actualidad estaba retirado del servicio, paseando de taberna en taberna la pierna de palo, y emborrachándose a diario gracias a la pensión de dos peniques y una fracción infinitesimal de la misma moneda que cobraba todos los días.

Tenían los muchachos del barrio la buena costumbre de apostrofar constantemente a Noé con los epítetos de «hospiciano», «asilado» y otros semejantes, todos a cuál más injurioso, que el mozalbete sobrellevaba sin replicar palabra; pero ahora que la fortuna le deparaba a un huérfano sin nombre, a un desventurado a quien hasta los más viles tenían derecho a despreciar, vengábase con usura. ¡Curioso ejemplo que sugiere graves reflexiones! Nos demuestra cuán hermosas cualidades atesora la naturaleza humana, y la equidad imparcial, con que ésta las distribuye lo mismo entre los caballeros más encumbrados que entre los seres más humildes y hasta entre los más degradados de la escala social.

Tres semanas, quizá un mes, llevaba Oliver en la casa del empresario de pompas fúnebres. Cenaban una noche los esposos Sowerberry en la trastienda, después de cerrado el establecimiento, cuando el marido, previas frecuentes y sostenidas miradas de respeto dirigidas a su mujer, dijo:

—Querida mía...

Una mirada furibunda de su cara mitad cerró el paso a las palabras que debían seguir a las pronunciadas.

—¿Qué hay? —preguntó con frialdad ella.

—Nada, amiga mía, nada absolutamente.

—¡Estúpido!

—¡No lo creas, amiga mía! —exclamó con humildad el funerario—. Me pareció que no deseabas escucharme... Iba a decir...

—¿Y a mí qué me importa lo que ibas a decir? —interrumpió la cariñosa esposa—. Aquí no soy nadie, así que, hazme el favor de no consultarme, de guardarte tus secretos.

La señora Sowerberry lanzó una carcajada histérica, presagio seguro de escenas violentas.

—Pero, mi querida amiga... Es que necesito tu opinión... —murmuró con dulzura el marido.

—¡No, no! ¿Qué te importa mi opinión? Pide la de cualquier otro.

Soltó la buena esposa otra carcajada histérica que llenó de espanto al marido.

Merced a este sistema, muy usado por las mujeres y de eficacia reconocida en los matrimonios, el señor Sowerberry se vio obligado a solicitar como favor especial el permiso de decir a su mujer lo que ésta rabiaba por saber, permiso que fue concedido al cabo de un altercado que no duraría menos de tres cuartos de hora.

—Deseaba hablarte de Oliver Twist, amiguita —dijo el funerario—. ¿Has reparado en el hermoso aspecto del muchacho?

—Bien puede estar guapo y lucido quien come tanto como él. ¡Estaría gracioso que así no fuera!

—Tiene su cara cierta expresión de tristeza que resulta interesante en extremo —observó el empresario de pompas fúnebres—. En verdad que podría hacer un papel delicioso en los entierros.

Alzó la cara mitad del dicente su cabeza en señal de asombro; el marido, al observarlo, sin darle tiempo para hacer ninguna reflexión, añadió:

—No me refiero a los entierros de lujo de los adultos, amiga mía, sino a los de los niños. Sería una novedad que seguramente daría resultados soberbios añadir al cortejo corriente un niño cuyos pocos años estuviesen en relación con la edad del difunto.

Admiró la novedad de la idea a la señora Sowerberry, quien siempre demostró tener un gusto exquisito en cuanto a todo lo que con los asuntos fúnebres tuviera relación; pero, como quiera que confesarlo en aquellas circunstancias hubiera sido comprometer su dignidad, se limitó a preguntar, por cierto con mucha acritud, cómo no se le había ocurrido antes a su marido una idea tan sencilla y natural. De la pregunta infirió Sowerberry, con razón sobrada, que su idea merecía la aprobación de su mujer, y en el acto mismo quedó decidido que Oliver sería iniciado en los misterios de la profesión, a cuyo fin acompañaría a su amo en la primera ocasión que se presentase.

No se hizo esperar ésta. A la mañana siguiente, media hora después del almuerzo, entró en el establecimiento el señor Bumble, el cual apoyando su bastón contra el mostrador, sacó su enorme cartera de cuero, y de ésta un pedacito de papel que alargó a Sowerberry.

—¡Ah! —exclamó el funerario recorriéndolo con la vista con expresión placentera—. Encargo de un féretro, ¿eh?

—De un féretro, lo primero; y lo segundo, de un entierro costeado por la parroquia —contestó Bumble, atando la cartera, poco más o menos tan voluminosa como él.

—¡Baytón!... —murmuró Sowerberry, mirando ora al papel ora al orondo Bumble—. Es la primera vez que oigo semejante apellido.

—Debe pertenecer a una familia de testarudos, amigo Sowerberry, pero muy testarudos —observó Bumble, moviendo la cabeza—. Una familia de testarudos, y lo que es peor, de orgullosos.

—¿Orgullosos también? —preguntó el funerario con sonrisa burlona—. ¡Vaya por Dios! Eso es peor que lo otro.

—Es cosa que irrita, que apena se comprende.

—Convenidos.

—Nada supimos de esa familia hasta anoche, y es bien seguro que nada sabríamos aún si una buen mujer, que vive en la misma casa no se hubiera dirigido a la junta Parroquial suplicando que fuera enviado un médico para visitar a una mujer gravemente enferma. El médico se había ido a cenar y no pudo ir, pero su practicante, muchacho que se pierde de listo, les envió sin pérdida de momento la medicina que le hacía falta en una botella de tinta.

—¡Eso se llama prontitud! —observó el funerario.

—¡Y tanto! ¿Pero qué sucedió? ¿Quiere usted saber hasta qué punto llegó la ingratitud de esos necios? El marido envió a decir que no era aquella medicina la que convenía a la dolencia de su mujer, y como consecuencia, que no la tomaría. ¿Qué le parece a usted? ¡Que no la tomaría!... ¡Una medicina excelente, enérgica, saludable, que con tanto éxito se administró, no hace más que ocho días, a dos jornaleros irlandeses y a un cargador de carbón... que por añadidura se le da gratis... y la devuelve diciendo que no la tomará la enferma!

Con tal fuerza hirió la imaginación de Bumble la enormidad de conducta tan desatentada, que, rojo de cólera, descargó un bastonazo terrible sobre el mostrador.

—¡Oh! exclamó el funerario. —La verdad es que... nunca en mi vida...

—¡No, nunca! —barbotó el bedel—. ¡No usted; nadie ha visto en su vida ejemplo tan monstruoso de ingratitud; pero, en fin, muerta está esa mujer, y no hay más remedio que enterrarla. Aquí tiene usted las señas de la casa; cuanto antes despachemos, mejor.

Ciego de ira el señor Bumble, se caló el tricornio del revés y salió del establecimiento como un torbellino.

—¡Demonio! —exclamó el funerario—. Tan furioso está, Oliver, que ni se acordó de preguntar por ti.

—Es cierto, señor —contestó el huérfano, quien había tenido buen cuidado de hacerse todo lo menos visible durante la conferencia, y que temblaba de miedo sólo con recordar la voz del bedel.

En realidad, pudo el muchacho dispensarse de la molestia de esquivar la presencia de Bumble, pues éste, en quien la predicción del caballero del chaleco blanco había producido intensa impresión, pensó que, toda vez que el empresario de pompas fúnebres había tomado a Oliver a prueba, lo mejor era no mencionar siquiera el asunto del muchacho hasta que éste quedase escriturado por tiempo de siete años, en cuyo caso desaparecía el peligro de que nunca más volviera a la parroquia, de cuya dependencia quedaba por siempre separado.

—¡Vaya! —exclamó el funerario tomando el sombrero—. Cuanto antes terminemos, mejor. Noé, cuida de la tienda; y tú, Oliver, ponte la gorra y sígueme.

El muchacho obedeció sin despegar los labios la orden de su amo.

Anduvieron durante algún tiempo por el barrio más populoso de la ciudad y bajando luego por una callejuela más sucia y miserable que ninguna de las que hasta entonces tuvieron ocasión de recorrer, hicieron alto para buscar la casa objeto de sus pesquisas. A uno y otro lado de la calle eran las casas altas y de grandes proporciones, pero viejísimas y destartaladas, habitadas por gente de la clase más pobre, hecho que desde luego saltaba a la vista aun cuando no hubiera venido a confirmarlo la presencia de las personas escuálidas que por allí cruzaban doblados los cuerpos y con paso vacilante. La mayor parte de los edificios tenían huecos para tiendas en las plantas bajas; pero casi todas estaban cerradas y en estado ruinoso, no presentando señales de estar habitadas más que las habitaciones de los pisos altos. Gruesas vigas sólidamente sujetas al suelo y apuntalando los muros intentaban oponerse a la acción de los años en muchas casas que amenazaban venirse abajo, siendo de notar que hasta aquellas que no presentaban más que paredes cuarteadas habían sido escogidas por los vagabundos para asilo nocturno, como lo demostraba el hecho de que muchas de las tablas toscas que hacían en ellas el oficio de puertas o ventanas, ofrecían portillos para dar paso a un cuerpo humano. Corría por el arroyo un agua sucia y corrompida, y hasta las ratas, que se alimentaban de las basuras y podredumbres, tenían aspecto de nauseabundos esqueletos.

La puerta, abierta de par en par, frente a la cual se detuvieron el funerario y Oliver, no tenía aldabón ni campanilla, en vista de lo cual, Sowerbery, deslizándose a tientas por un corredor obscuro, e indicando a Oliver que le siguiese sin miedo, subió la escalera hasta llegar al primer piso, en una de cuyas puertas llamó con los nudillos.

Una jovencita de trece a catorce años abrió sin tardanza. El funerario, comprendiendo por el aspecto de la habitación que era allí donde hacían falta sus servicios, entró resueltamente, acompañado de Oliver.

No había lumbre en la estancia, no obstante lo cual, un hombre aparecía recostado automáticamente contra la chimenea apagada. A su lado había una anciana sentada en un banquillo tosco, y en un rincón, unos niños macilentos y cubiertos de harapos. En otro rincón, frente a la puerta, yacía sobre el frío suelo un bulto tapado con una manta raída. Oliver se estremeció al mirar hacia aquel sitio y se estrechó contra su amo, adivinando que bajo la manta había un cadáver.

Densa palidez cubría la chupada cara del hombre; grises eran sus cabellos y barba y sus ojos estaban inyectados en sangre. Profundas arrugas surcaban en todos sentidos la cara de la mujer, por bajo de cuyo labio superior asomaban los dos dientes únicos que le quedaban. Sus ojos eran pequeños y de mirada penetrante. No osaba Oliver volver los ojos hacia ninguno de aquellos dos seres, que le recordaban las ratas repugnantes que fuera había visto.

—¡Que nadie la toque! —aulló el hombre, al ver que Sowerberry se acercaba al cadáver—. ¡Atrás!

—¡Atrás, digo, si en algo estiman sus vida!

—¡Déjese de tonterías, buen hombre! —dijo Sowerberry, muy acostumbrado a ver la miseria bajo todas sus formas—. La vida es así amigo mío.

—Repito —gritó el hombre, agitando los puños y pateando con furia, que no se la enterrará, que no la llevarán a la fosa, donde no podría dormir y los gusanos la martirizarían... sin provecho, pues sólo huesos habrían de encontrar.

No contestó el funerario a aquel hombre delirante. Sacó una cinta del bolsillo, y se arrodilló un momento, junto al cadáver.

—¡Ah! —exclamó el que más loco que cuerdo parecía, prorrumpiendo en sollozos y cayendo de rodillas a los pies de la difunta—. ¡De rodillas todo el mundo, de rodillas, y escuchadme! Digo que esta infeliz ha muerto de hambre. No sabía yo que estuviera tan enferma hasta que de ella se apoderó la fiebre, pero entonces, ya sus huesos horadaban su piel. Carecíamos de lumbre, carecíamos de luz y ha muerto en las tinieblas... ¡Sí! ¡En las tinieblas! ¡No le fue dado ver los rostros de, sus hijos, aunque todos oíamos cómo los llamaba en sus momentos postreros! ¡Pedí para ella en las calles, y por toda limosna, me enviaron a la cárcel! Cuando volví, la encontré moribunda, y mi corazón gime bajo el peso de una opresión horrible porque me consta que la han dejado perecer de hambre. ¡Ante Dios vivo, testigo irrecusable, juro que ha muerto de hambre!

Acabadas de pronunciar las palabras anteriores, el hombre se mesó los cabellos y, lanzando un grito terrible, se revolcó por el suelo, extraviada la mirada y con los labios cubiertos de espuma.

Asustados los niños rompieron a llorar amargamente, pero la anciana, muda hasta entonces, sorda a cuanto sucedía en torno suyo, les amenazó para que callaran. Desató a continuación la corbata del que continuaba revolcándose por el suelo y avanzó con paso incierto hacia Sowerberry.

—¡Era mi hija! —dijo, volviendo sus ojos de loca al cadáver y con sonrisa más espantosa aún que el espectáculo de la misma muerte—. ¡Dios mío... Dios mío! ¡Es singular que yo que la di el ser, yo, que era ya mujer cuando ella vino al mundo, esté sana y buena mientras ella yace fría y rígida en ese rincón! ¡Dios mío!... ¡Parece un sueño!... ¡Sí! ¡Verdaderamente parece sueño!

Mientras aquella desventurada murmuraba palabras incoherentes y sonreía lúgubremente. Sowerberry dio media vuelta y se dispuso a salir.

—¡No se vaya usted... espere! —exclamó la mujer con voz que sonaba a hueco—. ¿Van a enterrarla mañana, pasado mañana o esta misma noche? Es mi hija, la he amortajado yo, y debo acompañarla, ¿no es cierto? Envíeme un abrigo muy largo... de mucho abrigo, porque hace un frío horrible. También deberíamos tomar un pastel y vino antes de marchar, pero nos conformaremos con algún alimento... envíe un buen pan y un vaso de agua. ¿Nos enviará usted pan, amigo mío? —preguntó con ansiedad asiendo al funerario por la levita cuando éste se dirigía a la puerta.

—¡Sí, sí! —contestó Sowerberry—. ¡No faltaba más! ¡Todo lo que haga falta!

Escapó de las manos de la vieja y, seguido de Oliver, se precipitó hacia la puerta.

Al día siguiente, no sin que antes recibiera la familia de la muerta un pan de dos libras y un pedazo de queso, que les llevó Bumble en persona, volvieron al mísero tugurio Oliver y su amo. Antes que ellos había llegado el bedel, acompañado de cuatro asilados, los cuales debían conducir el cadáver. La anciana y el viudo habían recibido unos abrigos raídos con los que cubrían sus harapos. Clavada la tapa del desnudo féretro, lo alzaron los asilados y lo bajaron a la calle.

—Haga usted todo lo posible por avivar el paso, mi buena señora —dijo el funerario a la anciana en voz baja—. Hemos perdido mucho tiempo y sería grave desatención obligar a esperar al sacerdote. ¡En marcha, muchachos! —prosiguió, dirigiéndose a los portadores del ataúd. ¡Rápido, rápido!

Así aguijoneados, los que sobre sus hombros llevaban el ligero ataúd salieron trotando, seguidos penosamente por las dos personas, vieja y viudo, que formaban el duelo. Bumble y Sowerberry caminaban delante del cortejo fúnebre, y Oliver, menos largo de piernas, quedaba un poquito rezagado.

Los hechos demostraron que no urgía apresurar la marcha tanto como el funerario había dicho, pues cuando llegaron al solitario rincón del cementerio donde crecían lozanas las ortigas al borde de las zanjas en que recibían sepultura los pobres de la parroquia, no había llegado todavía el sacerdote, y el sacristán, a quien encontraron sentado tranquilamente al amor de la lumbre de la sacristía, manifestó que sería muy probable que el cura tardase una hora en llegar. En consecuencia depositaron el ataúd al borde de la zanja que debía recibirlo, los que formaban el duelo esperaron con paciencia a la intemperie, azotados por una llovizna fría, mientras algunos muchachos desarrapados, a quienes había atraído la curiosidad, jugaban al escondite saltando sobre las tumbas y corriendo por entre los grupos de nichos. Bumble y Sowerberry, amigos antiguos del sacristán, sentáronse junto a la lumbre y mataban el tiempo leyendo el periódico.

Al cabo de una hora larga de espera, Bumble, el funerario y el sacristán corrieron presurosos en dirección a la zanja, a tiempo que hacía su aparición el cura que se ponía la sobrepelliz por el camino. Bumble dio unos pescozones a los muchachos más desvergonzados a fin de salvar las apariencias, y el respetable reverendo, leído el oficio de difuntos en menos de cuatro minutos, se despojó de su sobrepelliz, que entregó al sacristán y se fue.

—¡A tu tarea, Guillermo! —dijo Sowerberry al sepulturero—. Rellena la fosa.

A decir verdad, no resultó penosa la tarea, pues tan llena estaba la zanja, que el último ataúd quedaba muy pocos pies por bajo del nivel del suelo. El sepulturero echó sobre el féretro cuatro paletadas de tierra, que aprisionó con sus pies; echóse al hombro la pala y se alejó, seguido por los muchachos, que murmuraban y lamentaban que la diversión hubiera sido tan breve.

—¡Vamos, buen hombre, vamos! —dijo Bumble al viudo, tocándole ligeramente en un hombro—. Vámonos, que es hora de cerrar el cementerio.

El interpelado, que no había hecho el menor movimiento desde que se estacionó al borde de la zanja, se estremeció, alzó la cabeza, clavó sus ojos en el hombre que acababa de hablarle, caminó algunos pasos, y cayó desvanecido. No reparó en él la vieja, atenta únicamente a llorar la pérdida del abrigo que el funerario arrebató una vez terminado el oficio de sepultura, por cuyo motivo, hubieron de socorrerle los demás. Un cubo de agua fría vertido sobre su cabeza bastó para que el desgraciado recobrara el uso de los sentidos. A continuación le sacaron del cementerio, cerraron la puerta con llave, y cada cual se fue por su lado.

—¡Vamos a ver, Oliver! —dijo el funerario a su flamante aprendiz, mientras se dirigían a casa—. ¿Qué te ha parecido?

—Bien... bastante bien, muchas gracias —contestó el muchacho con vacilación manifiesta—. Como gustarme... pues... no me ha gustado mucho, señor.

—Ya te irás haciendo, muchacho —replicó Sowerberry—: Todo es empezar. Cuando tengas alguna costumbre, verás cómo le tomas gusto.

De buena gana hubiera preguntado Oliver a su amo si se necesitaba mucho tiempo para acostumbrarse; pero creyó prudente no aventurar la pregunta y volvió a la tienda, sin que de su imaginación se apartara el recuerdo de lo que acababa de ver y de oír.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top