Capítulo LII

Última noche del judío


Inmenso gentío llenaba la espaciosa sala de justicia, en la que no quedaba ni una pulgada de terreno que no estuviera ocupada por un rostro humano. Desde la barra hasta el rincón último de las galerías más apartadas, las miradas de todos se encontraban en un solo punto, buscaban a un mismo hombre, se clavaban en un mismo ser humano: en el judío. De frente y a sus espaldas, por su derecha y por su izquierda, el infame viejo parecía ocupar el centro de un firmamento cuajado de ojos brillantes, de ojos que centelleaban como estrellas, cuyas veces hacían.

Bañado en raudales de viva luz aparecía el miserable, puesta una mano sobre la balaustrada y la otra junto a la oreja, estirando el cuello y ansiosa la mirada, a fin de no perder una sola de las palabras que con abrumadora claridad pronunciaba el presidente del tribunal al hacer el resumen de la causa. Las contadas veces que de los labios del orador brotaban palabras que suavizasen algún tanto la luz siniestra bajo la cual se le presentaba, el reo fijaba miradas medrosas en los individuos del jurado, con el fin de apreciar el efecto que en su ánimo pudieran hacer, mientras que, cuando con claridad y precisión aplastantes, se puntualizaban cargos y circunstancias agravantes, volvía hacia su defensor sus ojos con expresión de suprema angustia, como conjurándole a intentar un esfuerzo desesperado para salvar su mísera existencia. El reo había permanecido inmóvil desde que dieron comienzo la vista, y cuando el presidente de la Sala puso fin a su discurso, todavía perseveró aquél en la misma actitud de atención intensa, cual si en sus oídos siguieran resonando las palabras de su acusador.

Murmullos apenas perceptibles del público parecieron volverle al sentimiento de la realidad. El criminal alzó los ojos, y vio que el jurado se retiraba a deliberar. Sus miradas se desparramaron entonces por la galería, y vio que las gentes se levantaban para verle la cara, que muchos recurrían a sus anteojos y que otros cuchicheaban con sus vecinos, clavando en él miradas de aborrecimiento. Eran muy pocos los que sin acordarse al parecer de él, esperaban con impaciencia la reaparición del jurado, admirándose de que tardase tanto en ponerse de acuerdo sobre el veredicto. En ninguna cara, ni aun entre las de las mujeres, que había muchas, pudo encontrar la más ligera muestra de simpatía hacia su persona, ni otra expresión que la del deseo de que fuera condenado.

Cuando con mirada extraviada se hacía cargo de todo, restablecióse el silencio, y volviendo la cabeza, tropezaron sus ojos con el calabocero, quien le tocó en un hombro sin decir palabra. El reo le siguió como un autómata hasta el banquillo.

Desde allí, volvió de nuevo sus miradas a la galería. Algunas personas estaban comiendo, otras se hacían aire con los pañuelos, pues la aglomeración de gente había caldeado la atmósfera. Un joven dibujaba al lápiz su cara.

La imaginación del reo volaba suelta, mariposeando de un pensamiento a otro con rapidez pasmosa. Si aquél veía a sus jueces, preguntábase por qué vestirían aquellas togas, cómo se las pondrían y cuál sería su precio. Reparó en un caballero gordo que había salido sobre media hora antes y acababa de volver, y esa circunstancia le sugirió la idea de que habría ido a comer y fue motivo suficiente para que hiciera mil cábalas acerca, de la comida que le habrían servido, y dónde se la habrían servido.

Y no quiere esto decir que ni por un instante se viera libre su imaginación del espectáculo pavoroso y opresor de la fosa abierta a sus pies, no: era una imagen que le acosaba insistente, pero en forma vaga, sin concentrar, sin absorber toda su potencia imaginativa. Así, por ejemplo, mientras temblaba y se estremecía ante la idea de su muerte próxima, contaba los clavos que adornaban una puerta monumental que tenía enfrente, y se preguntaba quién y cuándo habría roto la cabeza de uno de ellos, y deseaba saber si la arreglarían o la dejarían como estaba.

Alzábase ante sus espantados ojos la silueta siniestra del cadalso, y cuando se estremecía al pensar en los horrores de la horca, puso fin a sus reflexiones para seguir los movimientos de un hombre que comenzó a regar el suelo para refrescarlo un poco.

Sonó al fin un grito imponiendo silencio. El reo volvió la cabeza, y vio que salían los individuos del jurado junto a él pasaron, más nada pudo leer en sus rostros,, impasibles como el mármol.

Reinó un silencio profundo, aterrador, un silencio de muerte. Nadie se movía, nadie respiraba... hubiérase dicho que no había nadie en la sala.

Luego se oyó una voz que dijo:

—¡Culpable!

Gritos frenéticos estallaron en el auditorio, gritos que repitieron mil gargantas, gritos a los que hicieron eco la infinidad de personas que, no hallando asiento ni hueco en la sala, esperaban en la puerta y en la calle. Aquellos gritos, semejantes al horrísono bramar del trueno, eran de alegría. Aquellas buenas gentes se regocijaban y saboreaban por anticipado el placer de ver ahorcar a un hombre el lunes próximo. Calmóse el tumulto, y preguntaron al reo si quería oponerse a la sentencia de muerte que pesaba sobre él. Fajín había vuelto a su actitud de antes y miraba con fijeza al que acababa de interrogarle; pero éste hubo de repetir dos veces más la pregunta antes que el judío diera pruebas de haberla oído, y cuando se dio por entendido, de su garganta no salieron más que palabras entrecortadas, siempre las mismas: que era un viejo... un viejo... un viejo y nada más.

Leyeron la sentencia de muerte en medio de un silencio terrible; y el sentenciado la escuchó con la impasibilidad de una estatua de mármol, sin que se contrajera uno solo de los músculos de su cara. Todavía continuaba escuchando con el cuello estirado, la cara de espectro, abiertos y sin expresión sus ojos y torcida la boca, cuando el carcelero le puso una mano sobre el hombro y le indicó que le siguiera. El reo le miró con expresión de imbecilidad perfecta, y siguió sin replicar.

Obligáronle a cruzar una sala baja donde esperaban varios presos turno para comparecer ante sus jueces. Muchos hablaban con sus parientes o amigos a través de una reja que separaba la sala del patio donde aquéllos se encontraban. Nadie dirigió la palabra al condenado. En cambio, a su paso, los presos se separaron para que pudieran verlo bien los que se apiñaban en la reja, le silbaron y dirigieron mil denuestos. El judío enarboló el puño y a buen seguro que lo hubiera dejado caer sobre alguno; pero los que le conducían se interpusieron, y le obligaron a penetrar por un corredor tétrico que apenas si medio iluminaban algunos faroles.

Una vez en el calabozo, registráronle a fin de privarle de los medios de anticiparse al fallo de la Ley, y llenado este requisito, le condujeron a una de las celdas reservadas para los condenados a muerte, donde le dejaron solo.

Sentóse sobre un banco de piedra que había frente a la puerta, y que debía servirle de silla y de cama, y bajando al suelo sus ojos, intentó poner algún orden en sus pensamientos. A poco comenzó a recordar fragmentos sin ilación de lo que el juez había dicho, aunque cuando fueron pronunciados no se dio cuenta de haber oído una palabra. Poco a poco fue ordenando las frases y uniendo los conceptos, y al cabo de algunos esfuerzos mentales la verdad de su situación se desplegó con toda claridad ante sus ojos. ¡Morir ahorcado... morir ahorcado!

Cuando las tinieblas se enseñorearon del calabozo, por la imaginación del desdichado reo comenzaron a desfilar todos los hombres que había conocido y que habían muerto sobre el patíbulo, algunos de ellos por causa suya. Levantábase en sucesión tan rápida, que a duras penas podía contarlos. A muchos los había visto morir, y de no pocos se habían reído porque subieron al patíbulo con la oración en los labios.

Muchos de los condenados que veía debieron pasar sus horas postreras en la misma celda en que él se encontraba. Las tinieblas eran tan densas que se podían palpar.

¿Por qué no encenderían luz? ¡Cuántos siglos haría que habían construido aquel calabozo!... ¡Y cuántos criminales habrían pasado desde allí al otro mundo! ¡Parecía lúgubre cripta atestada de cadáveres!... ¡La hopa, el nudo corredizo... brazos agarrotados... rostros lívidos que él conocía perfectamente... cabezas envueltas en el fatídico velo!... ¡Luz!... ¡Luz!

Cuando sus manos, a fuerza de golpear las paredes y las puertas del calabozo, estaban magulladas, aparecieron dos hombres, uno de ellos llevando una vela que introdujo en un candelero de hierro empotrado en el muro, y el otro arrastrando un jergón donde debía pasar la noche en compañía del condenado, que no estaría solo ni un momento más.

Llegó la noche... tétrica, siniestra, silenciosa. Hay quien cuando pasa la noche en vela se alegra de oír sonar las horas de la iglesia, porque las campanadas le anuncian la continuación de la vida y la proximidad del nuevo día: para el judío, las horas eran mensajeras de desesperación. Cada sonido era para él la señal de agonía, cada campanada llevaba a su calabozo, envuelta en sus vibraciones graves, profundas, monótonas, una sola palabra: ¡Muerte! ¿De qué le serviría el ruido, el movimiento, la alegre algazara del despertar de la mañana? No sería otra cosa que repetición del mismo fúnebre rumor que le recordaría su próximo e inminente fin.

Pasó el día. ¿Día dije? No hubo día... fue un rayo de sol que murió apenas nacido, una ráfaga de luz que se extinguió casi sin que los ojos del condenado pudieran apreciarla. Vino la noche... noche interminable, y al propio tiempo brevísima. El reo se la pasó, ora blasfemando, ora mesándose los cabellos, ora haciendo entrambas cosas. Varones respetables de su misma religión entraron en el calabozo para rezar con él, y el condenado los rechazó, barbotando imprecaciones. Insistieron en sus laudables deseos, y el reo los golpeó brutalmente.

Llegó la noche del sábado; era la única que le quedaba de vida, y no bien formuló el criminal este pensamiento, alboreaba ya el domingo.

Hasta la noche de este día postrero y terrible no se dio cuenta de su situación desesperada, del desenlace espantoso que por momentos iba acercándose. Y no quiere esto decir que el desgraciado hubiese abrigado esperanzas positivas de perdón, no; sino que sólo muy confusamente había entrevisto la posibilidad de morir tan pronto. No había dirigido la palabra a los dos guardianes encargados de vigilarle, los cuales tampoco hicieron nada por llamar su atención. Hasta la noche postrera había permanecido inmóvil, sentado en su banco, soñando, pero despierto; más próximo a su fin, levantábase a cada instante, y con facciones espantosamente contraídas, la frente ardiendo y la espuma en los labios, corría de aquí para allí como fiera enjaulada, presa de un terror y de una rabia llevadas hasta el paroxismo, y con ademanes tan fieros, que hasta sus guardianes, acostumbrados a semejantes escenas, se apartaron de él horrorizados.

Recostóse en su banco de piedra y pensó en su pasado. Habíanle alcanzado algunas de las piedras lanzadas por la muchedumbre el día de su prisión, y su cabeza estaba cubierta de vendajes. Mechones de cabellos rojos caían en desorden sobre su cara, blanca como la de un fantasma; su espesa barba causaba horror, y de sus ojos brotaban destellos de fuego, no tan ardientes como el que corría por sus venas y que encendía la fiebre... ¡Las ocho... las nueve... las diez!... Si no era un sueño, si no se trataba de una burla preparada para aterrorizarle, si aquellas eran horas reales y positivas que se perseguían unas a otras con rapidez vertiginosa... ¿dónde estaría él cuando las agujas de los relojes hubieran dado una vuelta al cuadrante y las horas volvieran a sonar? ¡Las once!... ¡Cómo! ¿No han cesado aún las vibraciones de las once campanadas, y suenan ya las doce? ¡A las ocho de la mañana sería él el único que formaría el duelo en su propio funeral!

Jamás los espantosos muros de Newgate, testigos de tantos sufrimientos, de tantas agonías, velo tenebroso que les ha ocultado, no ya sólo a la vista, sino también al pensamiento de los hombres, presenciaron espectáculo semejante. Si las contadas personas que aquella noche pesaron frente a la sombría prisión, preguntándose qué habría en aquellos momentos el desgraciado a quien ejecutarían al día siguiente, le hubieran visto tal como estaba, a buen seguro que no habrían podido pegar los ojos.

Desde las primeras horas de la noche hasta próximamente las doce, penetraban de tanto en tanto in la cárcel grupos formados por dos o tres personas, para preguntar, con la ansiedad pintada en sus semblantes, si habían llegado nuevas de que el reo fuera indultado. Recibida la alegre contestación negativa, apresurábanse a transmitirla a los grupos que impacientes la esperaban en la calle, examinando la puerta por la cual saldría el condenado y mostrándose unos a otros el sitio en que se alzaría el patíbulo, después de lo cual se alejaban, bien que con el firme propósito de asistir al espectáculo. A medianoche la calle quedaba completamente desierta.

Acababan de despejar los alrededores de la cárcel y de colocar una valla pintada de negro que sirviera de dique de contención a las muchedumbres que a no dudar acudirían a presenciar la ejecución, cuando se presentaron el señor Brownlow y Oliver, provistos de una orden de ser admitidos en el calabozo del reo, firmado por el juez. No bien la presentaron al alcaide, se les permitió pasar.

—¿Ha de entrar también este joven? —preguntó el encargado de guiarles—. Lo pregunto porque no es espectáculo para niños.

—Ciertamente que no lo es, amigo mío —contestó Brownlow; pero el asunto que aquí me trae tiene relación muy íntima con este mancebo. Además, mi joven compañero ha visto al reo en pleno éxito de maldades y villanías, y aun cuando el espectáculo forzosamente ha de ocasionarle terrible impresión, bueno será que le vea cuando la muerte afrentosa se cierne sobre su cabeza.

No había oído Oliver estas palabras, cambiadas aparte y en voz baja. El empleado de la cárcel llevó la mano al sombrero y, dirigiendo a Oliver una mirada de curiosidad, abrió otra puerta que daba frente a la que los visitantes acababan de franquear, y los condujo por corredores obscuros y tortuosos a las celdas de los condenados.

—Por aquí ha de pasar —dijo el guía, deteniéndose en un sitio tenebroso donde dos operarios hacían algunos preparativos—. Aquélla es la puerta por donde saldrá.

Hízoles pasar por una cocina, atestada de vasijas y calderas de cobre, y les señaló con el dedo la puerta, provista de una reja, por la cual penetraban el rumor de voces humanas juntamente con el golpear insistente de martillos y el ruido de tablas. Estaban levantado el patíbulo.

Hubieron de atravesar muchas otras puertas de hierro, que a su paso eran abiertas desde el interior de las mismas, y salieron al fin a un patio, que cruzaron, entrando a continuación en otro corredor. El guía llamó a una puerta de hierro con su manojo de llaves. Los dos guardianes del reo salieron al corredor, y no bien supieron cuál era el deseo de los visitantes, se apresuraron a cederles el puesto junto al condenado.

Este estaba sentado en su banco, balanceándose acompasadamente y con aspecto y expresión más bien de animal feroz que de hombre. Sin duda evocaba recuerdos de su vida pasada, pues sus labios murmuraban sin cesar y no pareció darse cuenta de la presencia de los recién venidos, como no fuera para tomarlos por los personajes imaginarios que desempeñaban algún papel en sus visiones y ensueños.

—¡Soberbio... Carlos! —murmuraba—. ¡Buen golpe... magnífico! ¡También Oliver!... ¡Ja, ja, ja, ja! ¡Oliver también!... ¡Está hecho casi un caballero!... ¡Mira! ¡Lleva a la cama a ese muchacho!

El carcelero tomó a Oliver por la mano y le dijo al oído que no tuviera miedo.

—He dicho —que le llevéis a la cama... ¿Pero no me oye nadie? —gritó el judío—. Ha sido... sí, él... ha sido la causa de todo esto... Me valdrá mucho dinero hacerle ladrón... ¡Mira, Guillermo! ¡Córtale el pescuezo a Bolter! ¡La muchacha no te importe... degüéllala! ... ¡La cabeza... la cabeza... rebánasela... sin miramiento!

—¡Fajín! —llamó el carcelero.

—Yo soy —contestó el condenado volviendo en sí—. ¡Un pobre viejo, caballero... un pobre viejo... un pobre viejo!...

—Me acompañan dos personas que creo desean hacer a usted algunas preguntas —repuso el calabocero—. ¡Fajín... Fajín!... ¿Es usted hombre?

—¡No lo seré muchas horas! —replicó el judío, alzando la cabeza con expresión de rabia insana—. ¡Malditos sean todos!... ¿Quién les ha dado derecho para arrancarme la vida?

Acertó a ver a Brownlow y a Oliver mientras decía las palabras que quedan copiadas, e inmediatamente les preguntó qué hacían allí.

—¡Quieto, Fajín! —exclamó el carcelero, obligando al reo a permanecer sentado—. Diga usted lo que desee decir, caballero, pero cuanto antes, pues el furor de ese hombre aumenta por momentos.

—Usted guarda unos documentos que, para mayor seguridad, fueron puestos en sus manos por un hombre llamado Monks —dijo Brownlow adelantando unos pasos.

—¡Mentira! —gritó el judío—. ¡No tengo nada!... ¡No guardo ningún documento!

—¡En nombre de Dios, ante cuyo severo tribunal va usted a comparecer, dígame la verdad! —replicó con acento solemne Brownlow—. ¡No mienta en el momento que se encuentra al borde de la tumba! ¿Ignora usted que Sikes ha muerto, que Monks ha confesado, que usted va a morir, y que debe renunciar ya a la esperanza de obtener de los papeles ganancia alguna? ¿Dónde están los documentos en cuestión?

—Oliver —dijo el judío, haciendo al muchacho una seña para que se acercase—; Ven aquí... Necesito decirte algo.

—No tengo miedo —dijo Oliver en voz baja, desasiéndose de la mano del señor Brownlow.

—Los documentos —repuso el judío al oído de Oliver— están en un saco de lona escondido en un agujero que hay cerca de la chimenea de la habitación del piso más alto de la casa. Tengo que hablarte, amigo mío; quiero decirte una cosa.

—¡Sí... sí! —contestó Oliver—. ¡Déjeme que rece una oración... una sola... arrodíllese a mi lado... rece conmigo, y luego hablaremos hasta mañana!

—¡Fuera... fuera de aquí! —gritó de pronto el condenado, empujando a Oliver en dirección a la puerta y mirándole con ojos de loco—. ¡Di que me he retirado a dormir... a ti te creerán!... ¡Sácame de aquí, pero pronto... pronto!

—¡Oh! ¡Que Dios perdone a este desventurado! —exclamó Oliver, derramando torrentes de lágrimas.

—¡Así... eso es!.. —murmuró el judío—. ¡Muy bien... saldremos por esa puerta!... ¡Si cuando pasemos junto al patíbulo ves que tiemblo, no hagas caso!... ¡Adelante... siempre adelante!

—¿Desean preguntarle algo más? —preguntó el calabocero.

—No —contestó Brownlow—, ¡Si hubiera esperanzas de hacerle comprender la posición en que se encuentra!...

—Es inútil, caballero —respondió el calabocero moviendo la cabeza—. Sería trabajo perdido. Creo que lo mejor es dejarle.

Volvieron a entrar los guardianes del condenado.

—¡Deprisa... deprisa! —repuso el viejo—. ¡Sin ruido, pero deprisa!... ¡Así... así!

Los guardianes obligaron al judío a retroceder hasta el banco. Con tan furiosa desesperación se resistió el reo, tales gritos dio, que atravesaron los macizos paredones y llegaron hasta el patio.

Brownlow y Oliver salieron de la cárcel. Faltó poco para que la espantosa escena que acababan de presenciar rindiera desmayado al muchacho, quien en más de una hora apenas si, ayudado por su acompañante, pudo dar muy contados pasos.

Cuando salían de la cárcel alboreaba el día. Inmensas muchedumbres llenaban las calles; las ventanas estaban atestadas de curiosos, que entretenían el tiempo fumando y riendo. Era un cuadro lleno de vida y de animación, un cuadro alegre y de brillante colorido... si en el centro no se hubieran alzado algunos objetos siniestros... Un tablado negro... un madero, una cuerda... con todos los demás accesorios terribles de las ejecuciones.

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