La Noche Anterior

Era una noche no demasiado calurosa de verano. El cielo se veía como un lienzo negro salpicado de diamantes, que centelleaban reflejando la invisible luz del astro rey. La luna llena se veía como una perla gigante que colgaba del firmamento. Una brisa suave y refrescante sacudía suavemente, como con cierta ternura, las hojas de los árboles. La atmósfera era una sinfonía de silencios, solo interrumpida por el canto de los grillos.

En la pasividad de un humilde pero acogedor vecindario, casi al final de una extensa calle, se dibujaba a lo lejos una casa de dos pisos, con la justa iluminación como para distinguir apenas su silueta en medio de la oscuridad de la noche.

La casa se encontraba un poco apartada de las demás, erigida sobre una pequeña colina. Daba la impresión de que vigilara desde la distancia al resto de las viviendas.

Al acercarse, se podía apreciar una pequeña valla de madera, la cual delimitaba el perímetro de la propiedad. En cada una de sus esquinas, se erguía un poste que iluminaba ligeramente el área a su alrededor.

Una amplia vereda de asfalto conducía la entrada desde la acera hasta el portal. A ambos lados del camino, resaltaba un hermoso jardín, muy bien cuidado, que parecía sacado de un libro de cuentos. En este se descubrían varias plantas y arbustos de diferentes especies, que aportaba a quien se acercara un popurrí de diferentes aromas a flores y césped recién cortado.

La fachada de ladrillos rojos contrastaba mágicamente con el verde del recién cortado césped. En el frente, se observaban cuatro ventanas, dos en el piso inferior y dos en el superior, cubiertas con unas encantadoras cortinas blancas. Sus cristales, limpios y relucientes, dejaban escapar las luces provenientes de su interior. Desde lo lejos, parecían imitar dos pares de ojos curiosos que observaban el mundo exterior con asombro, rodeados de la oscuridad de la noche.

Dentro de la morada, específicamente en el piso superior, se lograba advertir cierto ajetreo, un constante ir y venir de pasos, a cada rato opacados por las voces de sus moradores.

Como otras tantas veces, Laura y Carlos habían pasado la tarde haciendo las maletas, para pasar un fin de semana romántico en yate. Sus rostros, muy de vez en cuando, dejaban escapar destellos de felicidad.

Pero esta vez no era como las anteriores. Un aura especial parecía rodear a ambos enamorados.

Laura, de 25 años, tenía una piel suave como el terciopelo, de un color bronceado, casi moreno. Tenía unos ojos grandes, muy expresivos, de color miel, y una amplia sonrisa contagiosa. Su cuerpo era esbelto y delgado, destacando en él unas hermosas curvas que podrían tener mayor poder de persuasión que los encantos de la mismísima Afrodita. Se vestía con sencillez, sin ostentosidad, lo cual resaltaba su elegancia natural.

Sus padres, de ascendencia muy humilde, habían fallecido en un accidente cuando ella era apenas una niña, por lo que quedó al cuidado de su abuela materna. Una señora muy bondadosa, que se encargó de transmitirle a su nieta todos sus valores.

Lamentablemente la abuela también sucumbió ante la parca, cuando Laura tenía 20 años. La muerte de aquella que cuidó de ella hasta ese momento, la dejó devastada. Sentía que se había quedado completamente sola en un mundo cruel y despiadado. A pesar de estos momentos tan terribles de su vida, Laura logró sacar fuerzas y seguir adelante. Sentía que luchar con todas fuerzas contra las vicisitudes, era la mejor manera de honrar la memoria de sus padres y su abuela, llevando consigo por siempre todas las enseñanzas que heredó de ellos.

Era una persona humilde y generosa, que se dedicaba a enseñar en una escuela pública. Le encantaba su trabajo, y se esforzaba por formar a sus alumnos como personas de bien. Tenía un gran corazón y se preocupaba por los demás, a veces demasiado.

Carlos era un hombre de 28 años, de piel muy clara y cabello castaño. Tenía unos ojos muy azules, con una mirada penetrante, que demostraba seguridad en todo momento. Su cuerpo era muy musculado, fruto de su afición a practicar diferentes deportes.

Proveniente de una de las familias más adineradas y reconocidas de su ciudad, y siendo el menor de dos hermanos, su vida solía girar en torno a los lujos y las comodidades.

Desde muy pequeño, Carlos se destacó por su inteligencia, así como por una capacidad de liderazgo casi fuera de lo común. Siempre sacaba las mejores notas en el colegio, participaba en concursos académicos y conquistaba no pocos premios y reconocimientos.

Sus padres se sentían muy orgullosos de él y le brindaban todo su apoyo y su cariño, haciéndolo sentir el centro de atención, el ombligo del mundo. No escatimaban en comprarle los mejores libros, los mejores juguetes, las mejores ropas; Lo inscribían en los mejores cursos, era instruido por los mejores maestros; Le elogiaban por cada logro, y le consentían todos sus caprichos, todas sus exigencias, todas sus ambiciones.

Aquella noche, Laura se encontraba emocionada por pasar un fin de semana romántico en mar abierto junto a su pareja. Se veía especialmente radiante y tenía para su amado una sorpresa. Casi no podía aguantar los deseos de contarle a Carlos el secreto que tan celosamente guardaba desde hacía unos días. Se imaginaba constantemente la expresión de felicidad de su rostro cuando este se enterase de la noticia. Incluso había comprado un deslumbrante vestido rojo especialmente para la ocasión, el cual hacía resaltar su hermoso color de piel, y lo había guardado cuidadosamente en el fondo de su maleta, para evitar que Carlos lo viera y sospechara algo. A Carlos, en cambio, se le notaba en su rostro, muy de vez en cuando, un nerviosismo bastante fuera de lo común. Miraba su reloj constantemente, como si quisiera obligarlo a acelerar el paso del tiempo.

Habiendo terminado de empacar, Laura bajó las escaleras de madera, dirigiéndose hacia la pequeña cocina-comedor, para terminar la cena que había preparado. Minutos después, se dispuso a poner cuidadosamente la mesa como de costumbre y acto seguido, llamó a Carlos para sentarse a cenar. Este bajó las escaleras, mientras cargaba con un poco de dificultad ambas maletas, las cuales dejó en el piso, cerca de la puerta de entrada.

La mesa estaba puesta con un pulcrísimo mantel blanco. Hacía juego con las cortinas de las ventanas que rodeaban la habitación donde se encontraban. El delicioso aroma de la comida recién hecha inundaba el lugar. Laura era, además, como si todas sus virtudes no fueran suficientes, una excelente cocinera. Mostrando una amplia sonrisa, saca del horno una bandeja con una deliciosa lasaña casera, y la coloca sobre la mesa.

Una vez ambos estuvieron sentados a la mesa, se sirvió cada uno en su plato una porción generosa de aquella lasaña, acompañada de una copa de vino, proveniente de uno de los viñedos de la familia de Carlos.

Durante la cena, ambos mantenían un silencio casi incómodo. Pareciera que tenían muchas cosas que decir, pero ninguno se atrevía a dar el primer paso, a decir la primera palabra, a romper el abrumador silencio. Carlos seguía mirando su reloj cada cierto tiempo, miraba luego el rostro de Laura y dejaba escapar una fugaz sonrisa, como si le dijera a su novia que todo estaba bien.

Justo habían terminado de cenar, cuando dieron las 10 de la noche, Carlos se levantó rápidamente de su asiento, diciendo que tenía que hacer una llamada muy importante. Laura, fingió no preocuparse por eso y asintió con una sonrisa esbozada en su rostro, levantándose un instante después para recoger la mesa.

Carlos se dirigió, con paso apresurado y teléfono en mano, hacia la puerta de la cocina, la cual daba acceso al patio trasero. Cerró la puerta tras de sí, como si quisiera impedir que lo siguieran. Mientras Laura fregaba los platos, observó por la ventana como su pareja, entre las muchas sombras que se proyectaban por el juego de las luces y la oscuridad del patio, se trasladaba nerviosamente de un lado a otro, con el móvil pegado a la oreja.

Laura trató de prestar atención a la conversación, como tratando de descifrar lo que decía entre susurros. Solo logró escuchar a Carlos decir a quien se encontraba al otro lado de la línea, con una voz ligeramente más relajada y un tono más elevado, que todo saldría perfecto, que no tenía de qué preocuparse.

Colgó el teléfono y se dirigió nuevamente hacia el interior del apartamento. Allí lo esperaba Laura, con una sonrisa ligeramente fingida, tratando de aparentar normalidad.

– ¿Todo bien con tu llamada?

– Sí, todo está bien. Eran unos asuntos familiares. – Respondió Carlos, mientras mostraba una muy poco convincente sonrisa, algo forzada.

– Bueno, ya es tarde, voy a ducharme, y después a dormir. Recuerda que mañana debemos levantarnos temprano. – Repuso Laura, tratando de sonar convencida por las palabras de su pareja.

Instantes después, mientras Laura se dirigía nuevamente hacia el piso superior, Carlos se dirigió hacia el equipaje que descasaba en el suelo, cargó ambas maletas y salió hacia el portal. No muy lejos de la entrada se encontraba su auto, un lujoso todoterreno de último modelo, con un diseño robusto y elegante de color negro, con detalles cromados. El vehículo parecía ser el reflejo de la personalidad de Carlos: sofisticado, seguro y aventurero.

Mientras él acomodaba las pertenencias de ambos en el maletero, Laura lo observaba desde la ventana de la habitación. En el rostro de ella ya no se apreciaba la misma felicidad de unas horas antes, si no que mostraba preocupación e incluso se podría decir que ciertas pinceladas de ira.

Habiendo terminado, Carlos se dirigió hacia la casa, y Laura entró al baño contiguo a la habitación. Mientras se desnudaba, pensaba. Mientras se duchaba, pensaba. No podía evitarlo. Pensaba en el comportamiento tan extraño de él. Esa sensación de que algo no iba bien no la había tenido hasta ahora. Era totalmente nueva en ella. Quizás incluso dejó escapar alguna lágrima, totalmente imperceptible, mimetizada con el agua caliente que salía de la ducha y recorría todo su cuerpo.

Al salir del baño, se encontraron los dos juntos otra vez en la habitación. Sin cruzar palabra, se dispusieron a acostarse en la cama. Carlos se volteó hacia su novia, que lo observaba en silencio. Al verse reflejado en sus pupilas vidriosas, le preguntó:

– ¿Te encuentras bien?

– Sí, no te preocupes.

– Sabes que te amo con mi vida. – Afirmó Carlos, mirándola fijamente a los ojos con ternura, mientras acariciaba los rizos que conformaban el cabello de su amada.

– También te amo. – Respondió Laura, con un tono de voz indiferente, como si lo dijera por obligación.

Dicho esto, Carlos apagó la lámpara de la mesita y ambos cerraron sus ojos, aunque esa noche ninguno de los dos logró conciliar el sueño.

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