9-El profesor de inglés:

Pasó sólo un día más hasta que ocurrió lo inevitable, lo que iba a pasar tarde o temprano: Melina me vio con su "querido" Daniel. Y desde entonces comencé a entender el acoso que había sufrido Valerina. ¡Y yo que me quejaba porque me decían bruja! No había sido nada... que te llamaran adoradora del diablo era insignificante comparado a que te persiguieran por todos los rincones del colegio para empujarte, escupirte, insultarte... no obstante lo peor estaba por venir. Su odio contra mí comenzó a acumularse, gracias a un estúpido abrazo...

Dos días después de que me enfrentara a mi madre, me encontré con Daniel en el mismo sitio que antes (esta vez avisé en casa que iba a volver tarde). Estaba contenta y me reía de sus chistes.

— ¿Cómo andan las cosas en tu casa? —me preguntó, poniéndose de pronto muy serio.

— Han mejorado... al menos un poco.

Era cierto, mi mamá ya no discutía conmigo, ni siquiera hablábamos. Parecía enojada todo el tiempo, sin embargo como por lo general estaba fuera de casa no teníamos muchas situaciones en las que no estar de acuerdo.

— Tenías razón, enfrentarme a ella me ayudó mucho.

— ¿Y qué hace ella?

— Apenas me habla —repliqué, encogiéndome de hombros.

A Dani no le pareció algo bueno pero al menos, me dijo, era una mejora. Mientras ya no me golpeara, estaría todo bien. No sé por qué pero en ese momento me dieron ganas de llorar. Era la única persona en mi vida que se interesaba por lo que me estaba pasando, así que lo abracé impulsivamente. Él se puso colorado y creo que yo también, sin embargo ¡qué importaba!

Al irme a casa, a media cuadra de donde estábamos, me topé de frente con Pamela.

— No tendrías que haberte metido con el chico de Meli... ¿Sos idiota o te hacés?

— Dejame en paz —repliqué, tratando de pasar por su lado. Sin embargo, me cortó el paso.

— Es en serio.

— No salgo con él.

— Pues parece otra cosa... Si le digo a Meli...

— ¡Y decile! —le grité, empujándola hacia un costado. Pamela estaba furiosa.

Al otro día me iba a arrepentir de haberle dicho aquello. No obstate, ¡qué más da! Igual se lo iba a decir, no soy ninguna tonta.

En el colegio Melina se me acercó apenas entré en el curso. Me amenazó y todo, igual que hacía con Vale. Traté de explicarle ¡que recién conocía a Daniel! No me iba a meter con él, sin embargo fue como hablarle a la pared. No escuchaba, estaba furiosa porque Pamela le había dicho que nos abrazamos y eso parecía que era lo único que importaba para ella. No obstante, no por eso iba a dejar de hablar con mi nuevo amigo... con mi único amigo. Así que tomé las mismas precauciones que tomaba Valerina. Si el profesor de turno estaba en el aula, me quedaba allí sentada, sino me refugiaba en el jardín trasero frente a la capilla.

Pasó una semana y las cosas seguían igual, a veces el bullying que sufría en el colegio lograba deprimirme. Estaba harta de Melina, de Pamela, de Roxi... Me defendía como podía pero no siempre funcionaba y ya no sabía qué hacer para escaparme de ellas. En casa con mamá apenas intercambiábamos monosílabos, últimamente salía mucho por las tardes. A veces volvía muy tarde en la noche con el rostro marcado, un moretón o con los ojos rojos por las lágrimas. Nunca hablaba, ni daba explicaciones. Yo ya ni preguntaba... si ella quería vivir así su vida, ¡qué podía hacer yo!

En esos días sentía como que había perdido irremediablemente a mi mamá. Casi no la veíamos. En la mañana temprano me levantaba un par de horas antes para poder preparar a mi hermanito, hacerle el desayuno y acompañarlo al colectivo para que fuera a su colegio; mientras yo también me preparaba para afrontar el mío. Cuando volvía del colegio casi siempre tenía que hacer el almuerzo, ella ya no cocinaba, nos decía que ya éramos grandes para comer solos. Apenas llegaba del trabajo se iba a la casa de su novio (lugar que por cierto, no conocíamos). A la tarde obligaba a Manu a despegarse del televisor para hacer los deberes, mientras intentaba estudiar algo. Poco podía hacer, a mi hermanito siempre le agarraba un berrinche. Y en las noches calentaba las sobras del almuerzo y comíamos solos. Mamá aparecía mucho después, por lo general cuando ya estábamos acostados.

El estrés y la falta de sueño me estaba consumiendo, sin embargo no podía hacer más nada. Tenía pesadillas, en especial cuando mamá no volvía de noche. Tenía mucho miedo de que un día no volviera más... Que José la convenciera de irse lejos. Me preguntaba siempre qué haríamos si mamá nos abandonaba. ¿Papá vendría a buscarnos? ¿Se desentendería del asunto? No había vuelto llamar, ni siquiera para preguntar cómo estábamos y si mamá había hablado conmigo.

Una noche, cuando menos lo esperábamos, apareció José con mamá. Estaba preparando la cena en ese momento.

— ¿Salchichas, Ana? No puedo darle eso a José —me dijo, frunciendo la nariz, mientras entraba a la cocina. Parecía tener buen humor.

— Era lo que había en la heladera. No sabía que iban a venir —repliqué, tratando de que el disgusto que sentía no se notara en mi cara.

Anduvo dando vueltas por ahí, abriendo puertas, revisando cajones y mirando en la despensa. Supongo que trataba de encontrar algo comestible.

— Hay que ir al supermercado urgente —comentó y añadió—: ¡Pero si ni siquiera hay leche! ¿Qué le estás dando a Manu en las mañanas?

— Té.

— ¡Té! ¿Y por qué no me dijiste, Ana? Tienes que ser más responsable con las cosas de la casa. Si falta algo, me lo dices. Yo trabajo mucho, no tengo tiempo para estas cosas.

— Te dije hace dos semanas —repliqué molesta. ¡Qué injusta que era!

No me respondió, nunca lo hacía cuando estaba equivocada. Volvió a mater la nariz en la despensa y sacó un paquete de fideos (el último que teníamos y que pensaba ocupar al día siguiente). Me dijo:

— Ve a comprar una salsa... queso y también una cerveza. Hoy es un día para festejar —me ordenó.

No pregunté qué era lo que había que festejar. Yo no tenía nada que festejar... Fui al almacén a comprar lo indicado con Manu, no pensaba ni por un momento dejarlo solo con José, mientras mamá cocinaba. Este último parecía más amable, extrañamente amable.

Durante la cena, ambos charlaron animadamente... ¡Incluso José hacía chistes! Fue tan extraño que por unos momentos pensé que el José que habíamos conocido al principio volvía a aparecer. La gran noticia que venían a festejar era el hecho de que José acababa de comprarse un nuevo auto. A mí me daba igual, no iba a cambiar mi vida por ese detalle, no obstante intenté poner una sonrisa para felicitarlo. Supongo que no me salió muy natural, porque mamá dejó de sonreír. Sin embargo, no me pareció que su novio se diera cuenta.

En un momento, cuando ya habíamos terminado de cenar, les pedí permiso para retirarme de la mesa e ir a acostar a Manu. Era ya muy tarde y ambos teníamos que ir al colegio al día siguiente. Mi hermanito, que raramente había comido callado, ya se estaba durmiendo sobre el mantel floreado de la mesa.

— ¡Oh! Está bien, Ana, ve. No me había dado cuenta lo tarde que era. ¿No te molesta, cariño? —le preguntó mi mamá. Noté que había temor en su tono de voz.

— No, no. Está bien. Podemos tomarnos solos otra cerveza —dijo, animado.

— Sí, claro. Ana, cuando acuestes a Manu, ¿podrías ir a comprar una?

— Pero... ¡Es muy tarde! Seguramente está cerrado —me quejé. ¡Eran las dos de la mañana!

De pronto, me percaté de que José me agarraba de la muñeca tan fuerte que sentí un intenso dolor.

— Ve a comprar una cerveza como te dijo tu madre, Ana —me ordenó, su tono de voz era tan suave y amenazante que el corazón comenzó a latirme con rapidez.

Asentí con la cabeza, tratando de que las lágrimas no escaparan de mis ojos, ¡el dolor era tan fuerte!... Entonces me soltó. Tomé del brazo a Manu, que nos miraba aterrorizado, y fuimos a su habitación. Luego de acostarlo, salí a comprar. Me dolía tanto la muñeca que casi no podía moverla. Temía que estuviera quebrada, sin embargo al parecer no era así. Tenía que caminar cuatro cuadras en plena oscuridad, nunca había salido tan tarde de casa, no obstante no sentía miedo por lo que pudiera pasarme... tenía más miedo de que José se las agarrara con mi hermanito o con mi mamá culpa mía. Casi corrí por la calle para no tardarme y cuando volví a casa intenté encerrarme en mi habitación... sin embargo la llave de mi puerta había desaparecido. Sentía como en el comedor mi mamá y José charlaban animadamente, como si nada hubiese pasado.

Esa noche trabé la puerta de mi cuarto con una silla y estuve atenta a que mi hermanito no se despertara. No obstante no pude dormir... tenía miedo que José entrara a mi habitación mientras dormía. Oí cómo se emborrachaban... y ya eran casi las cinco cuando los escuché ir a la habitación principal. José no bajaba la voz, parecía importarle muy poco despertarnos. Luego... silencio. Poco después me levanté, en realidad ni siquiera me había acostado, así que digamos que me puse el uniforme escolar.

Estábamos con mi hermanito levantando la mesa del desayuno para irnos al colegio, cuando sentí a José lanzar un insulto.

— ¡Mocosos de mierda! ¡No tiene ni un poco de respeto! ¡No dejan dormir en paz! —gritó colérico. Luego sentimos claramente el ruido de una cachetada—. ¡Levántate, idiota! ¡Levántate!... ¡Diles que se callen!... ¡No servís ni para madre! Pedazo de inútil...

Mi mamá sollozaba. Entré en pánico, dejé de lado lo que estaba haciendo, aun sabiendo que mi mamá se molestaría con nosotros por dejar todo tirado, tomé mi mochila y la de Manu, y ambos salimos corriendo de la casa. Recién pude dejar de correr cuando llegamos a la parada del colectivo. Allí me sentí a salvo.

En el colegio la falta de estudio comenzaba a notarse. Poca importancia le estaba dando a mis notas, tenía muchas otras cosas en la cabeza, no obstante el asunto empezaba a alarmarme.

— Ana, ¿puedes quedarte unos minutos después de clase, por favor? Tengo que hablarte —me dijo un día el profesor de inglés.

Sentí con la cabeza y largué un suspiro. Acababa de entregar el segundo examen que nos había tomado y había sacado una calificación mucho peor que en el anterior. Ya sabía de qué quería hablar... de lo mismo había hablado con la profesora de lengua. Tenía que ponerle más empeño, me dijo... pero ¿qué más podía hacer? Lidiar con mi hermanito y con todas las demás obligaciones que tenía en casa, además de los problemas... ¡No podía hacer más nada! Sentía el peso del mundo a mi espalda.

— Siéntate unos segundos —me dijo el hombre. De todos mis profesores, él era el más bueno.

— ¿Se va a demorar mucho? Hoy tengo que buscar a mi hermanito —le pregunté, en realidad siempre tenía que ir a buscarlo a la parada del colectivo, no obstante me daba vergüenza decir la verdad.

— ¡Ah! No te preocupes, no demoraremos mucho.

Asentí con la cabeza, mientras me sentaba frente al escritorio. Estábamos solos, las demás alumnas ya se habían retirado.

— Me han dicho que vienes de otra provincia. ¿Alguna vez tuviste inglés?

— No... sólo lo básico. No lo daban como aquí —respondí, suspirando. Era una de las materias que más me costaba.

— Bien, ya me parecía. Te veo muy atrasada... ¿Te cuestan mucho las clases?

Me daba vergüenza decirle la verdad y más cuando él era tan amable, sin embargo tuve que hacerlo.

— Sí... a veces me siento un poco perdida.

Tenía un cuaderno abierto, con diferentes anotaciones y notas. Vi mi nombre de reojo y me puse nerviosa.

— ¿Y en casa, puedes estudiar?

Alcé mi mano derecha para retirarme un cabello de la cara, fue un gesto de nerviosismo.

— Más o menos—titubeé sin querer dar más explicaciones.

En ese momento vi con horror cómo observó mi muñeca, que había quedado al descubierto. Bajé el brazo para que no viera los moretones, sin embargo ya era tarde. Me miró con lástima. ¡Me sentí tan avergonzada!

— ¿Ya terminamos? —Me quería ir. Pensé que lo único que faltaba es que mis compañeras se enteraran de que en casa tenía problemas.

Ignoró mi comentario.

— En las tardes algunos profesores dan clases de apoyo, aquí en el colegio. Me gustaría que vinieras. Pueden ayudarte mucho.

— ¡Oh! Yo... no sé... Podría preguntar...

— Puedo hablar con tus padres, si quieres —propuso.

— ¡No! —Creo que casi grité, porque lo vi sobresaltarse. Sería el colmo de que mamá se enterara de mis bajas calificaciones... por el momento ni preguntaba cómo me iba en el colegio y esperaba que las cosas siguieran así.

Estaba indecisa, no de que mi mamá se enojara por mis notas o de que no me dejara asistir, sino que tendría que dejar a mi hermanito solo.

— Está bien... creo... creo que puedo —dije al final.

— Bien, son a las 17 hs, en el aula de los actos.

Asentí con la cabeza y tomé mi mochila, que había dejado en el suelo. Me levanté y me fui. El hombre parecía pensativo y estaba muy serio.

— Ana... —me llamó. Me di la vuelta, ya en el umbral de la puerta.

— ¿Si? —pregunté, temerosa de que me hablara de los moretones en mi muñeca.

— Nada... no importa.

Al parecer, al menos me dio esa impresión, se arrepintió a último momento de decirme algo.

Cuando llegué a casa, por suerte José se había ido. Mamá estaba ojerosa y parecía como si no hubiera ido al trabajo. No obstante, había usado esas horas libres para comprar mercadería. Al ver una caja de leche, no sé por qué, pero me cambió el humor. Fui al comedor y vi a mi mamá sentada, haciendo unas cuentas. Me pareció tan vulnerable que fui y la abracé. De inmediato se echó a llorar desconsoladamente.

— Perdóname, Ana.

— Está bien...

Estuvimos abrazadas un largo rato, hablando de varias cosas. Entonces le conté, muy sutilmente, que me estaba yendo mal en inglés y que el profesor quería que fuera a clases de apoyo. Estuvo de acuerdo, me indicó que averiguara qué días tenía que ir para ocuparse de Manu. Me pareció una buena idea, pasaría menos horas en casa de José. Quizá sin su influencia recobraría la cordura en poco tiempo.

Al día siguiente le confirmé al profesor de inglés que iría a sus clases vespertinas y me indicó bien los días y horarios. Esa misma tarde asistí a la primera lección. Sin embargo, al ir al aula donde se hacían los actos escolares, no había nadie. Confundida, salí de allí. El colegio estaba en silencio... no paseaban las monjas por sus corredores y tampoco había alumnas. Pensé que me había confundido de día.

— Disculpe, señor. Estaba buscando al profesor Brown... de inglés —le dije al hombre que hacía a la vez de portero y cuidador, y que parecía ser el único ser humano que estaba a esa hora en el lugar.

— ¿Marcos Brown? No lo he visto.

— Verá... me dijo que viniera a sus clases de apoyo y...

— ¡Ah, sí! Había olvidado que hoy es miércoles. Debe estar demorado.

Me tranquilicé... no me había confundido.

— Puedes esperarlo en... ¡Ahí viene! —indicó, señalando la puerta. En efecto, el profesor de inglés caminaba rápido por el jardín delantero.

— ¡Oh, Ana! Disculpa la demora... Señor Rodriguez... si viene otra de las alumnas le dice que me busque en el aula 4. Voy a dar las clases allí.

El hombre asintió con la cabeza. Me sorprendió que hiciera un gesto de molestia, no comprendí por qué. El cuidador era un tipo más bien amable.

— Lamento llegar tarde, tuve que ir a buscar el auto al mecánico —se disculpó el profesor, mientras caminábamos por los pasillos vacíos del colegio.

El Aula 4 estaba al final de un largo corredor vacío, era grande e iluminada. Tenía dos ventanas que daban a un estrecho pasillo, delimitado por una pared blanca. Allí me acomodé en un banco. Comenzó dándome unos ejercicios y luego me explicó los errores, puedo decir que empecé a comprender mejor y me sentí bien. No llegó ninguna de mis compañeras, detalle que me sorprendió ya que no era la única que tenía bajas notas. Por eso pregunté:

— ¿Soy la única alumna?

— Por ahora sí.

Hubo un breve silencio.

— ¿Y viene siempre? Aunque no tenga alumnas.

— Por lo general siempre hay alguien —respondió evasivamente. Me di cuenta que lo estaba molestando, él estaba corrigiendo los últimos ejercicios, entonces desistí de la charla.

Diez minutos más tarde, habíamos terminado. Me dio un montón de deberes, que debía entregar el viernes y me dijo que podía retirarme.

— ¡Ah! Un segundo, Ana —me llamó, mientras sacaba unos papeles del maletín que llevaba.

— Supongo que tus padres saben que estás aquí, ¿no?

— Sí... sí, mi mamá lo sabe —afirmé ruborizándome... ¡No era una mentirosa!

— ¿Y tu papá?

— No, él no vino con nosotros aquí —dije y añadí—: Tiene otra familia.

Se sorprendió por el comentario, fue un poco incómodo, no obstante no hizo ningún comentario. No debía ser la única alumna con padres separados.

— No lo tomes a mal, pero necesito que tu madre firme una nota. Es su permiso para que asistas a estas clases. Lo exige la directora —explicó luego.

— Bueno —asentí y tomé el papel que él me pasaba.

Titubeó un poco.

— ¿Y tu papá sabe... lo que pasa en casa?

Di un respingo del susto... ¿Cómo sabía? ¿Qué habría averiguado? ¡¿Y cómo?! Creo que me puse muy pálida.

— Yo... ¿Qué cosa? —balbuceé.

— Vi los moretones, Ana. ¿Tu papá sabe? Porque si no, deberías decirle.

— Yo... no... —Empecé a retroceder, estaba muy asustada. ¿Y si le decía a la directora y me echaban del colegio?

— Es... ¿Es tu mamá?

— ¡No! Ella... no... No sé de qué me habla. —Negarlo todo me pareció la mejor solución. En ese mismo momento mi espalda chocó con la pared. Al lado mío estaba la puerta de salida. Me di media vuelta y escapé por allí.

— ¡Ana! Puedes confiar en mí —me dijo, desde el umbral de la puerta. Había corrido hasta allí. En ese instante me alejaba por el oscuro pasillo.

¡No quería hablar con él de mis problemas! ¡No confiaba en un profesor! Siempre terminaban complicándolo todo. Hablaban de más con otros adultos y las cosas se salían de control. Tenía miedo que me echaran del colegio o que la madre superiora llamaran a mamá y ésta tuviera problemas. ¿Y si llamaban a la policía?... Pensé horrorizada. Mientras menos supiera la gente de mis problemas, estaría todo bien. Concluí.  

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