22-La fiesta ajena:
Estaba tan deprimida por lo que había pasado, que olvidé por completo el cumpleaños de Pamela. Su tía vino a visitarme temprano a la mañana siguiente, pero no quiso entrar a la casa, se veía nerviosa por algo, así que nos quedamos en el jardín delantero.
— Tienes ojeras, querida. ¿Seguro dormiste bien anoche?
Le aseguré que sí. ¿Qué más podía hacer que ocultar la verdad? No había dormido nada, pero los intrusos nada tuvieron que ver con mi insomnio.
— ¿Vendrás a comer con nosotras? Anoche lo prometiste.
La miré perpleja. ¡Nunca le había prometido nada semejante! Me excusé diciendo que esperaba a mi hermanito, aunque sabía que llegaría recién al día siguiente.
Nos interrumpió el ruido de una minivan que se acercaba. Estacionó frente a la casa de al lado.
— ¿Quiénes serán? —murmuró la señora.
Dos hombres abrieron unas puertas y comenzaron a sacar... ¿un equipo sofisticado de música? ¿Luces? Pamela los miraba y les daba órdenes.
— ¡¿Pero qué es eso?! —exclamó la mujer y salió corriendo.
Pamela y ella se pusieron a discutir en medio de la calle. Cerré la puerta, no tenía ganas de enterarme de problemas ajenos. Mi mente sólo pensaba en una cosa: el beso de anoche.
Corrí al baño con un súbito calambre en el estómago y vomité. Estaba devastada. ¿Cómo pude haber sido capaz de hacer lo que hice? No podía perdonármelo. No puedo perdonármelo incluso ahora. Aquello desencadenó mi destino. Entonces sólo pensaba en sus ojos sorprendidos, en la fuerza con que me tomó de los hombros y me apartó de él, en la expresión confusa de su rostro, en sus palabras: ¡no, Ana! No había dicho más nada, me había dado la espalda y salió de la casa.
Me sentía como si hubiera traicionado a mi mejor amigo, ¡a mi único amigo! A la única persona que me importaba, aparte de mi familia. ¡Qué gran error!
Cuando pude calmarme, le llamé pero no respondió, entonces le mandé un mensaje de disculpas. ¡Era lo menos que podía hacer! Él, sin embargo, no dio señales de haberlo leído. Me sentía terrible.
El nuevo día no me trajo tranquilidad o consuelo. No había mensajes en mi celular... ¿Qué estaría pensando de mí? No quería ni imaginarme. Había destruido por completo su confianza y seguramente estaría furioso. Comenzaba a odiarme a mí misma. Sólo podía pensar en cómo sería mi vida de allí en adelante. ¿Con qué cara lo miraría en el colegio? ¿Cómo podía hablarle después de todo?
Mis pensamientos se detuvieron al sonar de nuevo el teléfono fijo. Logré salir del baño y bajé como sonámbula.
— ¿Hola?
— Esta noche él irá a buscarte —murmuró una voz ronca, la misma de la llamada anterior.
Aquello logró irritarme. ¡Lo único que me faltaba!
— ¡Pues que venga! —le grité al desconocido y colgué.
Malditos mocosos, pensé. Fui a la cocina para ver si tenía algo de comer. Sólo quería atragantarme y no pensar en Marcos. La enorme heladera estaba casi vacía y lo único que encontré para ingerir fue un pedazo de queso medio mohoso. ¿Qué tan mal podía hacerme?
El teléfono volvió a sonar. Molesta e insultando a todos los vecinos del barrio, descolgué el tubo.
— ¡Qué! —le grité.
— ¿Ana?
— ¡Mamá!
— ¡Oh, cariño! ¿Cómo estás? —susurró, su tono era de alivio.
— Bien, mamá. ¿Cómo estás? ¿Dónde están? —indagué, ansiosa.
— Estoy bien, no te preocupes por mí. José... se ha portado bien. ¿Sabes algo de tu hermano? No he podido sacarle una palabra y los nervios me están matando. Se me cae el pelo —confesó muy preocupada.
Le conté lo que había descubierto.
— Manu está bien, no sabe nada. ¡Nos mintió, mamá!
— ¡Gracias al cielo! —exclamó en un sollozo.
— ¿Dónde están? ¿Cuándo vienen...?
— Ahora no puedo hablar, él viene... Me escapé, no sabe que estoy en una cabina. Te volveré a llamar —susurró y colgó.
— ¡Pero, mamá!
Luchando con la frustración, me alejé del teléfono. Me sentía peor... ¡Había olvidado por completo a mamá! ¿Cómo había podido? La ansiedad subió como espuma y comí el queso pero, al cabo de cinco minutos, lo devolví en el baño. Mi vida era un desastre.
Subí a mi habitación y me acosté, estaba exhausta. Debo haberme dormido porque cuando abrí los ojos, casi no había luz en mi cuarto. Me sobresalté, ¿tanto había dormido? Miré el reloj: 18.23. ¡No era tan tarde! El cielo estaba nublado, comprobé. Pensé en mamá y luego en Marcos... No quería levantarme... Deseaba morirme.
El teléfono volvió a sonar y corrí por la casa semi oscura, pensando que era mamá.
— ¿Hola?
— Él está cerca...
Colgué el teléfono. ¡Malditos mocosos! No podía desconectarlo, mamá me había prometido volver a llamar.
El timbre sonó en toda la casa y salté del susto. ¿Qué demonios? Prendí las luces y me dirigí hacia la puerta. No podía creer lo que veían mis ojos, Marcos estaba parado en el umbral. Me quedé estupefacta.
— Ana, ¿estás bien? No has respondido mis mensajes —dijo con voz suave y frunciendo el ceño.
¿Qué mensajes? Me había quedado dormida y luego ni se me ocurrió tomar el celular. Le di la espalda y corrí a buscarlo. Estaba nerviosa, sabía que estaba actuando como una loca, pero sólo quería alejarme de él para poder calmarme.
Me había mandado unos mensajes, ¡tres!, para decirme que venía a hablar conmigo. Aquello logró ponerme más nerviosa. Temblaba entera, no sabía qué podía decirle. Me demoré en mi cuarto, tratando de pensar, tratando de recuperar la serenidad perdida. Fue en vano. Mientras más pasaba el tiempo, más alterada estaba. Cambié mi aspecto, sólo para tener una excusa ya que nada me importaba.
El profesor Brown me llamó y no me quedó opción más que la de bajar. Intenté aparentar lo que no sentía y, con una voz que no sé cómo pude sacar, me disculpé por lo que había hecho. Me quebré.
— Está bien, Ana. No te pongas así —murmuró con suavidad.
— ¡Lo siento, tanto!
— No debí irme de esa manera anoche. Pero... no sabía qué hacer o qué decir —dijo, mientras tomaba una de mis manos—. Me sentía muy confundido.
No pude mirarlo a los ojos, estaba muy triste. Pensé que no me merecía aquel gesto de calidez.
— Sabes, eres muy pequeña y yo, como profesor, no puedo... permitirme algo así. ¿Comprendes?
Asentí con la cabeza.
— Lo siento mucho, lo sé. Nunca debí... me siento horrible —largué, sollozando.
Él se levantó de la silla en la que estaba sentado. Comenzó a pasearse por todo el comedor, retorciendo sus manos.
— No es tu culpa, es la mía. No debí haber... hecho todo lo que hice. Mis intenciones eran buenas pero nunca imaginé que podría... provocar en ti un sentimiento superior —comenzó diciendo, estaba muy alterado, como nunca lo había visto antes—. Yo sólo quería ayudarte, realmente me importas. ¡Y ese es el problema!... Yo... nunca me había importado tanto alguien. Yo sólo quería protegerte pero... cuando analicé mis sentimientos... estoy muy confundido, Ana. Esto no puede estar pasándome. Anoche... con tu vestido o lo que fuera y lo que hiciste... Me provocaste algo que hace mucho tiempo no sentía. Y eso me hace sentir terrible porque... porque eres muy pequeña y no debo... ¿Comprendes?
Claro que comprendía... ¡No podía creerlo!
— Soy el peor profesor del mundo —concluyó, volviéndose a sentar.
Hubo silencio. Lo miraba perpleja, ¿qué había querido decir con todo eso? Mis mejillas se encendieron de felicidad y placer. Él me quería... ¡Me quería!
— Así que he decidido que... será mejor que sólo nos veamos en el colegio. Sólo como alumna y profesor. Olvidemos todo lo demás.
La felicidad se evaporó.
— Pero... ¿por qué? —le dije, con lágrimas en los ojos. ¡Lo amaba tanto! ¡No podía dejarlo ir! ¡No podía olvidarlo! No podía aparentar que nada había ocurrido, que él nada me había dicho. Sólo pensaba en sus palabras.
— Ana, lo que sentimos... tiene que desaparecer. Será mejor que no nos hablemos más —dictaminó con ojos tristes.
— No... no puedo...
— Piensa, pequeña...
— ¡No soy una niña! —repliqué molesta.
— Sé que no, eres la alumna más madura con la que he tratado. Pero eso no cambia las cosas. Si alguien se entera... me echarán del colegio, tu madre me denunciaría a la policía, y va a mandarme a la cárcel. Eres menor de edad. ¡Van a crucificarme!
— Será nuestro secreto —contraataqué.
— No... no soy esa clase de hombre. No podría...
Me levanté súbitamente de la silla y lo abracé, llorando desconsoladamente.
—No me dejes... ¡No tengo a nadie!
Largo un suspiro de desesperación, mientras intentaba que lo soltara.
— No hagas esto, Ana, por favor —suplicó.
— ¡Me abandonas, como todos! ¡Como mis amigas! ¡Como Daniel! ¡Como mi papá! —repliqué.
Se veía profundamente conmovido.
— Lo siento mucho...
No dejé que terminara la frase, lo besé profundamente. Marcos se resistió al principio pero luego me abrazó y se dejó llevar. Estuvimos besándonos abrazados mucho tiempo. Hasta que Marcos se sobresaltó por algo.
— ¿Qué es ese ruido?
Escuché, por un momento volví a tierra. Era ruido de autos.
— Debe ser al lado —murmuré, luego quise volver a abrazarlo.
— No... no, Ana.
— ¡¿Por qué?! ¿No puedes pensarlo al menos?
— Lo he pensado mucho tiempo, horas... Esto no debe pasar —replicó Marcos, pero sin fuerzas.
Al ver que titubeaba, me acerqué a él. Me sentía... atrevida. Me da risa confesarlo, no obstante es totalmente cierto. Logré colgarme de él y nos besamos de nuevo. Marcos comenzó a acariciar mi cuerpo y sentí que me abandonaba. De pronto, el maldito teléfono sonó.
— Ve a atender —dijo mientras se separaba de mí, sudaba y estaba avergonzado.
Esos malditos niños, pensé, y luego ¡mamá!
— ¿Hola?
— Se está acercando...
— ¡Dejen de molestar! —grité y colgué.
Al llegar al salón-comedor noté que Marcos se estaba poniendo la chaqueta.
— Tengo que irme. —Por su mirada, me di cuenta que esta vez era en serio.
— No, quédate, por favor —le supliqué.
— No, si no me voy ahora...
— Por favor...
Marcos se dio la vuelta entonces me aferré a él. Lo tomé por la cintura y no lo soltaba.
— Ahora sí te comportas como una niña —manifestó molesto, mientras intentaba que lo soltara.
Entonces hice algo que nunca me imaginé ser capaz. Estaba... no puedo explicarlo sin que me de vergüenza, sólo lo quería... ¡Me sentía tan atraída por él! así que bajé una de mis manos y... lo toqué. Su cuerpo reaccionó. Yo nunca... ustedes me entienden, no sabía qué se sentía. Pensé que iba a molestarse y a empujarme... no obstante, no lo hizo. Su respiración se tornó más rápida. Se dio la vuelta rápidamente y me tomó de la cintura. Nos besamos y, no sé cómo terminó sentándose en una de las sillas y yo encima de él.
Estaba en completo éxtasis, lo había soñado tanto. La situación en sí me parecía irreal... pero hermosa. Él respiraba en mi oído mientras me cubría a besos. Sus suaves dedos acariciaban mi espalda, murmurando: ¡cuánto te quiero, Ana! Miel para mis oídos. Alimento para mi alma. Desabroché su pantalón y volví a tocarlo, él gimió sorprendido.
En ese preciso instante sonó la música. Se escuchaba tan fuerte que parecía que en la casa de José los fantasmas festejaban algo.
— ¿Qué es eso? —preguntó Marcos perplejo.
Por un segundo estuve confundida...
— ¡Ah! ¡El cumpleaños de Pamela!
Me miró sorprendido, el color se fue de su rostro. Creo que temía algo... me obligó a bajarme de sus piernas y se acomodó la ropa, nervioso. Luego fue a la ventana. Me acerqué a él a mirar, algo ofendida por su brusquedad. En la casa de al lado había muchísima gente. Por lo poco que se podía ver, el jardín estaba repleto de personas que iban y venían. Un montón de autos atestaban la cuadra. Las luces de colores se proyectaban al cielo y todo daba a entender que Pamela la estaba pasando como se lo había propuesto.
— Vaya piyamada se armó —murmuré con sarcasmo. Entonces comprendí por qué su tía no había venido a verme. Seguramente estaba histérica.
— No me dijiste que tenías un cumpleaños... Te invitó, ¿no? —preguntó.
— No... bueno, sí, sus padres me invitaron —aclaré—. Sólo que ellos pensaban que iba a hacer una piyamada con sus amigas no más.
El profesor se puso nervioso y comenzó a pasearse por el cuarto, mientras murmuraba: me verán, me verán. Luego, desesperado, cerró la cortina que acababa de correr para poder observar mejor. Dos chicos sostenían a otro en el aire... se oían los gritos por sobre la música.
— Déjala así, seguramente está allí todo el colegio. Puedo distinguir a algunas alumnas desde aquí.
— ¿Y qué importancia tiene? —pregunté sin reflexionar. Marcos me miró sorprendido.
— No pueden verme en tu casa, Ana. ¿Qué van a pensar? Estás sola... luego habrá rumores... Tengo que irme.
— Puede que hayan visto tu auto, todos lo conocen.
— No, lo dejé a tres cuadras de aquí —informó mientras volvía a colocarse la chaqueta. No dejaba de mirar por la ventana, como pensando por dónde podía escapar.
— ¿Por qué?
El profesor Brown no me escuchaba, estaba muy alterado.
— Puedes quedarte a dormir aquí. Mañana se habrán ido todos —propuse.
— ¡No puedo quedarme! ¿No te das cuenta? ¡Lo que pasó nunca debería haber pasado!... Si me quedo... no podré contenerme —replicó, los ojos se le salían de las órbitas.
Me sentí herida por la brusquedad de sus frases pero... ¿de qué valía discutir?
Hubo un breve silencio, que llenó por completo la música de la fiesta ajena. Súbitamente tuve una idea.
— O puedes esperar a que llegue la policía —propuse.
Mientras observaba a más gente llegar al cumpleaños. Distinguí a Melina entre un grupo numeroso que se acercaba a la casa, iba vestida con una minifalda negra y un top dorado, muy ajustado. Detrás de ella iba Daniel. La seguía como el pobre perro que era. Detrás de él se encontraba uno de sus amigos, que no le quitaba los ojos de encima a la chica. Esta charlaba muy animadamente con ambos. Uno reía divertido, el novio por otro lado se encontraba muy serio.
— ¿La policía? —La idea pareció alarmar más a Marcos. Lo miré, él valía mucho más que Daniel.
— Sí, con el lío que están haciendo sólo es cuestión de tiempo que algún vecino los denuncie.
No respondió, seguía yendo de un lado a otro del salón y se acercaba de vez en cuando a una de las ventanas.
— Puedo pedir una pizza, tengo dinero.
Me miró, como regresando de un lugar lejano. Asintió con la cabeza.
— Está bien.
Contenta por haber logrado retenerlo, subí las escaleras a buscar el teléfono que mamá guardaba en una agenda en su cajón.
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