18-Una nueva amistad:

Estaba tan feliz que esa misma noche tomé los poemas de Soledad y comencé a repasarlos una y otra vez. Estaba en camino de aprendérmelos de memoria. Los del comienzo eran francamente hermosos y no sé cuándo me quedé dormida, abrazándolos, ya que así desperté al día siguiente. Por suerte nadie lo notó. ¡Qué vergüenza!

El primer pensamiento que tuve al despertar fue de él. ¿Qué estaría haciendo en ese momento?... Desde el piso de abajo llegó la voz de mamá. Quería que la ayudara a preparar el desayuno. Me levanté rápidamente y comencé a cambiarme. La ropa siempre la tenía a mano para no demorarme nada.

Habré tardado a lo sumo 30 segundos, sin embargo en cuanto me di la vuelta vi pasar rápido a José por la puerta, camino a su propio dormitorio. ¿Estaría mirando? Por mi piel se coló el pánico.

Bajé a ayudar a mamá e iba a decirle pero me contuve. El recuerdo de aquel día estaba muy presente todavía. En el almuerzo el sujeto no dijo nada extraño y llegué a pensar que estaba imaginando cosas. Siempre era lo mismo, pequeñas cosas que luego me parecían... como irreales.

— Les tengo una buena noticia, querida familia —dijo de pronto José. Los tres lo miramos con recelo. Parecía demasiado feliz como para que sea "buena" para "nosotros".

— ¿No les interesa saber qué es? —preguntó molesto por nuestro silencio.

— ¡Claro que sí, cariño! —dijo con rapidez mamá, mientras tomaba una de sus manos. José la retiró, ofendido.

— Mi hermana y su marido nos han invitado a comer mañana.

La sorpresa fue general. Hasta entonces ni siquiera se habían dignado a conocer a mamá, parecía un honor tan grande que la familia de José al fin quisiera conocernos que ninguno podía salir de su perplejidad. Incluso mi hermanito, siempre en su propio mundo, comprendió lo que significaba.

Mamá, al fin, empezó a hablar atropelladamente de la buena noticia y habló tanto del honor, la amabilidad de aquella invitación y lo agradecidos que estábamos como para dejar contento a José. En la cocina, cuando estuvimos solas, expresó lo que pensaba en realidad.

— ¿Qué te parece esa invitación tan rara, Ana?

— Que el honor es tan grande como para desconfiar —murmuré, mientras lavaba los platos. Mamá asintió con la cabeza, se paseaba nerviosa por la cocina.

— Lo mismo me pareció a mí, traen algo entre manos...

Se veía preocupada pero calló ese punto y yo no me atreví a preguntarle... no deseaba alarmarla más.

Me empecé a preparar para ir a la biblioteca, no esperaba que el mensaje del profesor Brown llegara tan pronto. No obstante, cuando vi el celular comprobé que me había equivocado. Iba a pasarme a buscar a dos cuadras de casa... ¡en tan solo media hora! Comencé a preocuparme. ¿Qué iba a ponerme? ¡Tenía que verme bonita!

Quince minutos después el piso de mi habitación estaba tapizado de ropa. Todo el placard descansaba en él. ¡No había podido encontrar nada! Cada cosa que tomaba en mis manos me parecía más vieja que la anterior. Hacía tanto tiempo que no me compraba ropa, consecuencia de andar de uniforme, que me parecía poseer las prendas de un indigente. Aunque admito... que nunca antes me había importado hasta ahora.

Al final tomé un jeans y una remera azul que tenía un par de botoncitos en el escote. A propósito me los desprendí. Mi aspecto, al final, no me pareció tan terrible. Sin embargo, estaba lejos de sentirme contenta. No era tan delgada como me gustaría, ni tan alta, ni mi nariz tan pequeña... ¡Un asqueroso granito me había salido en la pera! ¡Demonios!

Salí corriendo de casa, iba con lis minutos contados.

— ¡¿A dónde vas, Ana?! —me gritó mamá desde el comedor.

¡Demonios! Había olvidado por completo decirle. Rogé que no me demorara más.

— ¡A ver a Mandy!

— Bien... bien.

Murmuró algo más que no llegué a escuchar porque me alejé lo más rápido posible antes de que pusiera un obstáculo.

Me detuve dos cuadras más allá de casa, debajo del árbol que él me había dicho. Estaba transpirado por haber corrido. ¡Me estaba poniendo tan nerviosa! Sin embargo, el profesor Brown aún no había llegado. Intenté calmarme... Me repetía a mí misma que tenía que actuar "normal", que aquello no era una cita. Él no era como los otros chicos de mi edad. No podía pretender gustarle... aunque lo deseaba, lo confieso. No obstante sería una locura ¡hasta imaginarlo!

Estaba tan alterada que no dejaba de alisarme la remera y, de pronto, lo vi llegar en su auto. No puedo explicar por qué pero vi mi remera y me sentí muy mal. Con disimulo y lo más rápido que pude, prendí esos dos botones. ¡Había sido una niña tonta al vestirme así! ¡Se iba a dar cuenta que me... que me gustaba! Aquel pensamiento fue como una revelación para mí. Era la primera vez que lo admitía a mí misma.

Una bocina sonó a mi espalda, sobresaltándome. Le sonreí y subí al auto.

— ¿Hace mucho que me esperas? —me preguntó sonriendo el profesor. Se había puesto una remera negra lisa y, por increíble que parezca, se veía mucho más joven. Parecía un universitario.

— No... muy poco.

Hubo un silencio. Al verlo me di cuenta de lo tonta que había sido... cómo demonios había siquiera pensado que se fijaría en mí. Estaba allí en su auto ¡porque me tenía lástima!

— Estás muy callada —manifestó, mientras me miraba de reojo—. ¿Está todo en orden en casa?

— ¡Oh! Sí... sí —repliqué y volví a guardar silencio. ¡Me sentía tan rara!

— Bueno, me alegro mucho... Te traje tu regalo.

Lo miré sorprendida. Me señaló un paquete que había en el asiento trasero. Al abrirlo saqué de él un grueso libro de poemas.

— ¡Muchas gracias! —le dije sonriendo. ¡Estaba tan feliz! Hacía tanto tiempo que nadie me regalaba nada.

— Me alegro que te guste, Ana. No sabía bien qué traerte.

Le di las gracias de nuevo creo que como diez veces más. Aquel gesto diluyó por completo la pared de hielo que se había presentado entre nosotros. Empezamos a hablar del libro, me contó un par de historias de dos de los autores. Ellos eran de esa misma provincia y habían sido destacados por su talento. Incluso me dijo que si perseveraba escribiendo mi nombre podría salir en un libro como aquel. ¡Se imaginan lo bueno que sería eso! Mamá sería muy feliz. Podría ganar dinero y todos nos mudaríamos lejos de José.

El parque era un lugar enorme y hermoso. Estaba repleto de árboles, jardines y senderos. La gente circulaba en grupos y, de vez en cuando, nos topábamos con algún solitario. El profesor me explicó que a algunas personas les gustaba ir a caminar por allí, en especial a personas mayores que preferían respirar el aire puro de los árboles a caminar bajo el humo del combustible de los autos que rodeaba sus casas. A los caminantes se les unía de vez en cuando un corredor.

Especialmente me gusta la naturaleza y fue un alivio a mi alma aquella paz que irradiaba ese lugar, a pesar de sus invitados.

— ¡Oh! ¡Patos!

Corrí como una niña al estanque... después, al escuchar cómo él reía, me sentí avergonzada de m conducta. ¡No podía ser más infantil!

— Son muy lindos, pero no dejan a la gente alimentarlos. Por eso están esas vallas —comentó.

— ¿Esos hombre lo controlan todo, señor? —murmuré, señalando a dos personas con uniforme azul y gris oscuro, que se paseaban del otro lado del agua.

— No me digas "señor", por favor, Ana. Me haces sentir un viejo —suspiró.

Había querido decir profesor y no señor pero me salió así.

— ¿Cómo le gustaría que lo llame?

— Tampoco me trates de "usted"... Aquí, no en el colegio. Si la directora te oyera...

— Probablemente le saliera una verruga en la nariz y se convirtiera en la bruja que es —repliqué sin pensarlo.

Me miró sorprendido, pensé que lo había ofendido o que consideraba una falta de respeto a la mujer por mi parte. Estaba a punto de disculparme cuando largó una carcajada. También comencé a reír.

— Bien... quiero que me llames Marcos.

Asentí con la cabeza. En ese momento descolgó la mochila que tenía a cuestas y sacó una manta, preguntándome si no me parecía mal hacer un picnic. Nos colocamos bajo unos árboles, lejos de los caminos. Allí estábamos muy tranquilos.

— He traído unas facturas, no sé si te gustan...

— ¡Oh! Me encantan —dije, tomando la bolsa que me pasaba. ¡Había comprado un montón! ¿Comía tanto? No se le notaba.

— Pasé por la panadería antes de venir. Allí venden cosas muy ricas —comentó, sacando un set de mate. Se veía feliz y no parecía aburrido, algo que realmente temía que sintiera. Que se aburriera de mí.

De pronto me quedé helada...

— La... ¿La panadería de... de la otra vez?

Me miró a los ojos, parecía sorprendido de que me acordara.

— Claro, aquella. Es muy recomendable.

No sé qué me pasó, pero no pude callarme...

— La de la mujer rubia.

— Claro, esa misma. No pensé que recordaras.

Tragué la medialuna e intenté que no se notara mi enojo.

— Se la recomiendo a todo el mundo.

— ¿Ah, sí?

— Sí —titubeó y luego añadió—: Luisana, la dueña, es amiga mía desde hace años.

Su "amiga"... me estaba torturando.

— Ella y su esposo tomaron el negocio de la familia al morir sus padres. Y tengo que decir que les ha ido muy bien —agregó.

¡Casi largo un suspiro de alivio!

— Son muy ricas, la verdad —aseguré con sinceridad.

Poco después de merendar nos dimos cuenta que pronto oscurecería así que nos fuimos rápidamente al auto. Fue la mejor tarde que había pasado desde que llegué a aquel horrible lugar que, ahora, ya no me parecía tan malo.

Al día siguiente me enteré que el honor que nos había hecho la familia de José se había pospuesto para el fin de semana. Aparentemente la madre de Pamela tenía un fuerte resfriado. Aunque mamá estaba decepcionada, a mí me pareció un alivio. No tenía ni las mínimas ganas de ir a casa de Pamela. Sabía de antemano que la pasaría mal.

Tres días seguidos fuimos al parque y fue casi una réplica del primer día. La única diferencia es que ya me sentía mucho más cómoda con él. Hablábamos de varios temas y sentí incluso que podía hablarle de mis problemas. Me comprendía mucho mejor que Daniel y me daba mejores consejos.

Una tarde, cuando transitábamos por un sendero, nos topamos con uno de los caminantes del lugar. Una señora anciana, que llevaba un conjunto deportivo muy gracioso, de color fucsia. Miró al profesor y largó un chillido donde se mezclaba la sorpresa y el gusto. Abrió los brazos y se colgó de su cuello.

— ¡Marcos! ¡Cariño! ¡Qué grata sorpresa! —gritó, como si se dirigiera a un niño.

— ¡Señora Aguilar!... ¿Cómo está? —murmuró, tan sorprendido como ella.

— Bien... bien... poniéndome en forma. He seguido el consejo de mi fiel doctor, el doctor Estévez. Es un gran hombre, siempre atento, llamando para saber cómo me sentía de mi indisposición —dijo orgullosa, en ese momento me vio—. ¡Oh! No sabía que tenías compañía.

Parecía perpleja... y curiosa.

— Sí, si... Ella es... es mi sobrina, la hija de Tania. Viene de Mendoza. La he sacado a pasear un poco, no es bueno que esté encerrada en casa todo el día —mintió el profesor Brown. Se había puesto muy nervioso.

— ¡Oh! ¡Gusto en conocerte, cariño! —me dijo la anciana, mientras me abrazaba.

— Es... un gusto —murmuré estupefacta por lo que había oído.

El profesor Brown miró su reloj.

— Lamento que tengamos que irnos... Se nos hace tarde y Tania ya debe estar esperándonos.

Con apuro evidente saludó a su conocida y nos devolvimos por el mismo sendero; luego tomamos por uno lateral. Acabábamos de llegar, sin embargo él se dirigió al auto. Cuando estuvimos dentro del vehículo, suspiró de molestia.

— Perdón, Ana... Te preguntarás por qué he mentido...

Asentí con la cabeza.

— ¿Quién es esa señora?

— Una vecina... la más habladora de todas. Entenderás entonces por qué le mentí. Si llego a decirle que eres una alumna pensará lo peor, se imaginará lo demás y murmurará invenciones a sus amigas. Pronto se enterarán todos, en especial las monjas. Es un miembro muy devoto de su iglesia... La directora... me matará.

Hubo un silencio. Él comenzó a alarmarse.

— Espero que no estés enojada, pensé que entenderías y...

— Comprendo, no te preocupes —le aseguré, lo cual era cierto. Ahora todo me parecía tan natural. Tenía miedo de que lo echaran del trabajo. Y ese sentimiento disculpaba toda la mentira.

Fue algo amargo para mí porque me demostraba que no tenía intenciones de... de enamorarme. ¡Había sido una estúpida! ¡Muy estúpida! Había imaginado cosas que jamás sucederían.

— ¡Maldita mujer! —largó, golpeando el volante, luego de un breve silencio.

— ¿Tania es tu hermana?

— Sí, vive en Mendoza junto a su esposo y sus dos varones. No tienen una hija... lo demás fue verdad. De todos modos nunca han venido a verme, así que nunca lo sabrá —aseguró y agregó—. ¿Sabes? Me siento muy mal mintiendo. Me dedico toda la vida a enseñar y siempre digo que hay que hacerle honor a la verdad.

Le aseguré que no había problema de mi parte y que lo entendía perfectamente. Quería preguntarle por qué su hermana nunca venía a verlo, pero decidí que era su decisión sacar el tema.

— Ahora no sé qué podemos hacer... ¿Te molestaría volver a casa más temprano hoy?

— No, no hay problema.

Ya en casa me sentí frustrada... mi enojo se dirigió contra la indeseable visitante. ¡Maldita vieja! Tan sólo un momento antes había sido tan feliz. Y pensar que al día siguiente tendría que ir a casa de Pamela... ¡Qué mala suerte! Ni siquiera podía planear verlo.

Luego de la cena tuve una conversación con mamá.

— Mañana tenemos que ir a ver a la hermana de José, Ana. Tengo que advertirte que... te comportes y...

— Sé cómo comportarme, mamá...

Me miró de reojo.

— ¿Qué pasa? Te ves triste.

— ¡Oh! Estoy bien.

— ¿Te preocupa... esa reunión?

— No —mentí.

— Lamento que no puedas ver a Mandy mañana. Podrías invitarla alguno de estos días a casa.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo.

— ¿Sería prudente? —susurré, con una salvadora idea en la cabeza—. Por... José

Mamá me miró alarmada y pareció cambiar de opinión.

— Quizá dentro de... un mes o... en un tiempo —tartamudeó, poniéndose colorada.

— Está bien, mamá —le aseguré, para sacarla de aquella fea situación.

Sabía bien que aquella conversación no iba a repetirse. Por suerte, para mí.

— ¡Cariño, ven arriba! —gritó José, interrumpiéndonos.

Mamá se secó las manos y subió. Al rato terminé de limpiar la mesa y, como vi que mi mamá no volvía y que Manu se estaba durmiendo en la mesa, decidí hacerme cargo. Él no podía levantarse hasta que mamá o José lo ordenaran, sin embargo decidí quebrar esa regla y lo llevé a acostarse. Al principio se resistió, asustado, pero luego el sueño pudo más que su voluntad.

Arriba, el cuarto principal estaba cerrado. Sabía qué significaba eso, por lo que ni se me pasó por la cabeza ir a molestar a mamá. Manu se durmió rápidamente y estaba ya acostada en la cama leyendo mi nuevo libro y pensando en mi "querido" profesor, cuando oí que la puerta de su habitación se abría.

— ¿Qué haces, José? —oí que mamá murmuraba.

— Voy al baño.

— Los niños te verán.

— Ya duermen, tonta —replicó con una sonrisita.

Era mentira, la luz de mi habitación debía verse claramente en el pasillo. Nuestras puertas jamás se cerraban. Una sombra pasó rápidamente por la puerta de mi habitación y se metió en el baño, que quedaba un poco más allá. Aunque no vi con claridad, me pareció que José andaba como Dios lo trajo al mundo.

Fijé mi vista en el libro, comenzaba a sentirme incómoda y enojada. No podía dejar de pensar que lo había hecho a propósito. Fastidiada dejé el libro y apagué la luz, dándome vuelta en la cama. Mis ojos se posaron la vista en la pared.

Oí a José salir del baño y debió entrar en su habitación porque unos susurros de mamá llegaron hasta mí. Le suplicaba que cerrara la puerta.

— No, déjala... Acércate —ordenó.

— ¡No! ¡Nos oirán!

— Están durmiendo, tonta...

— Pero...

— Nos oirán si sigues gritando como perra —replicó con malicia, mientras reía. Y susurró algo más que no alcancé a escuchar.

Mamá lo calló.

— ¡Baja la voz! ¡Te oirán!

— Déjate de fastidiarme y sácate eso —ordenó molesto.

— Voy a cerrarla, no me siento cómoda.

Debió levantarse porque hubo un golpe seco, como si se hubiera caído al piso de pronto. Lanzó un grito de dolor. ¿Le habría pegado? ¿Estaría bien? Comencé a preocuparme por ella.

— Te he dicho que la dejes abierta. ¡Ven aquí!

Mamá no respondió nada, aunque pareció como si se resistiera. Se oyó claramente una cachetada y mamá largó un grito de dolor. José la calló, amenazándola... Ya pueden imaginar lo que oí después. Ni siquiera quiero escribirlo. ¡Fue asqueroso...! Imaginarme a José... me daba náuseas. Y no dejaba de darme cuenta de que lo hacía a propósito. Él sabía que estaba despierta y quería que los escuchara.

¡Era un enfermo! 

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