16-Esfuerzos:
En las horas que pasé en la biblioteca, horas que esperaba con ansias, adelanté mucho del estudio. Al recordar los exámenes ya no me preocupaba tanto. Estaba cada vez más segura que podía pasarlos, si es que no eran tan difíciles como me dijera mamá. También pensaba mucho en el profesor Brown, no lo voy a negar. Me parecía, en todos los aspectos, un modelo. Era tan diferente a todos los hombres que había conocido al momento. Me lamentaba, y bastante, de no conocer a un chico de mi edad que fuera como él. Al mirarlos en la calle me parecían tan... ¡Tontos! ¡Inmaduros! Como Daniel.
Deseaba con toda mi alma poder decirle al profesor lo que pasaba en casa. Sin embargo, ¡tenía tanta vergüenza! ¿Cómo podía mirarlo a los ojos y hablar de esos temas? Además, temía que le dijera a alguien, aunque sobrada evidencia tenía que él no le había hablado de mí antes a ningún otro profesor o miembro del colegio. No obstante el temor persistía.
El viernes en la noche apenas pude dormir. Estaba nerviosa por el encuentro con el profesor Brown, había estudiado mucho y temía que no fuera suficiente. ¿Y si todo mi esfuerzo había sido en vano? ¿Y si simplemente había entendido mal? Miles de dudas poblaban mi cabeza. Sin embargo, en un momento, mis pensamientos se dirigieron hacia otro asunto. ¿Quién sería la mujer rubia con la que hablaba los otros días? En esos días había dado por hecho que era su pareja, ¿y si no era así? Podría preguntarle... ¿pero qué pensaría de eso? Se había molestado cuando, sin pensarlo, pregunté por su esposa. No. No. Era una pregunta muy fuera de lugar.
Daban las cuatro de la madrugada cuando se me ocurrió la idea de ir hasta la panadería, comprar algo y darle charla a quien estuviera allí. A veces la gente solía irse de la lengua y quizá pudiera averiguar algo por ese lado. No era una opción muy firme pero valía la pena intentarlo. ¿Recordaría las calles? No estaba muy segura, por lo que me puse a pensar por dónde pasó el auto... media hora después me di cuenta que era en vano. Al recordar ese día sólo su cara venía a mi mente. Sus ojos posados en el camino, su sonrisa, sus labios...
Nunca supe cuándo me quedé dormida.
— ¡Ana! ¡Ana!
Una voz llegaba con dificultad a mi cerebro.
— ¿Mmmm?
— ¡ANA!
Abrí los ojos, mamá me miraba de cerca y parecía preocupada. Llevaba una larga bata rosa cubriendo su cuerpo.
— ¿Qué?... ¿Qué pasó? —balbuceé.
— Pues nada... ¿No tenías que ir a la colegio hoy?
Mi hermanito entró corriendo en ese momento, aún estaba en pijama. Saltó y se lanzó sobre mi cama.
— Es sábado, mamá. No hay colegio hoy —dijo pero apenas si lo escuché.
— ¡No, no, Manu! ¡Fuera!
— Tenías una clase de...
Lancé un grito, tapando su voz. ¡Lo había olvidado por completo!
— ¿Qué hora es?
— Las nueve y diez —murmuró mamá, mientras miraba su reloj de pulsera. Luego se puso a discutir con Manu porque andaba descalzo.
Salté de la cama.
— ¡Voy a llegar tarde! ¡Era a las nueve! —exclamé mientras me calzaba un pantalón que había dejado a mano.
No debí decir aquello porque acto seguido mi mamá me dijo que José tenía que ir a no sé dónde y que me llevaría. Intenté discutir, prefería que el profesor Brown se enojara conmigo a que me llevara José. Sin embargo no me sirvió de nada. Quince minutos después estaba en el auto.
— No puedes ser tan irresponsable, Ana. El hombre debe estar muy molesto. Espero que te castigue —dijo José, con esa sonrisa de crueldad que siempre aparecía en su horrenda cara.
Sólo murmuré algo. Las manos me temblaban un poco. Hubo un breve momento de silencio.
— Quizá yo debería castigarte —comentó de pronto, en un tono extraño.
Lo miré asustada... más que asustada, aterrada. No obstante no pude verle bien la cara ya que estaba de perfil. En ese instante me miró de reojo.
— Me alegro que te asustes. Faltar a una clase particular es una falta de respeto y si él no te impone castigo, lo haré yo. A ver si aprendes responsabilidades —me aseguró con un tono cortante. Luego cambió tan bruscamente de tema que quedé desconcertada—. ¿Por qué no te pusiste el uniforme?
— Sólo usamos el uniforme en las clases regulares.
No siguió hablando, justo llegábamos al colegio. Se tomó todo el tiempo del mundo en estacionarse. Apenas paró el auto, abrí la puerta para salir de él. José me agarró del brazo, impidiendo mis movimientos.
— ¿No vas a despedirte? —preguntó, mirándome fijo a los ojos.
Por unos segundos no supe qué quería, hasta que acercó su rostro al mío. Di vuelta la cara y me dio un beso en la mejilla. ¡Si no lo hubiera hecho habría caído sobre mis labios! Fue tal el asco que me dio que intenté salir del auto pero aún su mano me aferraba.
— Chau.
— ¿Chau, qué? —indagó automáticamente—. No pretendo que me llames por mi apellido, Ana. Pero dime José o señor, como te guste. Muestra algo de respeto y educación.
— Chau... señor —balbuceó asustada, ¡lo único que faltaba es que se enojara por semejante tontería!
— ¿O quizá quieras decirme papi? —propuso en un tono... Otra vez esa repugnante mirada. En ese momento me soltó el brazo.
Salí sin responderle y caminé rápido hasta la puerta, sin mirar atrás. Dentro del colegio me sentí más segura.
Fui directo al aula donde recibía las clases particulares de inglés, sin embargo la puerta estaba cerrada. Comencé a temer que el profesor Brown se hubiera ido. ¡Llegaba con cuarenta minutos de atraso! Volví al vestíbulo y desde allí pude verlo al final de otro pasillo. Lo llamé y cuando estuve a su lado comencé a disculparme. No parecía enojado.
— No te preocupes, la culpa es mía. Las nueve son muy temprano para venir un sábado. Supongo que, por lo general, te levantas a medio día.
— ¡Oh! No... no... Es que anoche no pude dormir.
Frunció el ceño. Comprobó que el pasillo estaba desierto y dijo, bajando la voz:
— ¿Problemas en casa?
— No, sólo... yo... es que estoy preocupada por los exámenes —mentí.
Pareció entender. Sonrió y me dijo lo que todo el mundo: que no me preocupara. Estudiando iba a pasarlos.
Nos dirigimos a otra aula que estaba cerca y donde, por la valija que había sobre el escritorio, me había estado esperando. Palmeó brevemente mi hombro y me dijo que me sentara en un banco frente al escritorio. Ese leve contacto provocó que mi piel se erizara.
— Lamento que me haya esperado tanto tiempo, no tenía cómo avisarle —me disculpé.
Estuvo de acuerdo, a él le había pasado lo mismo. Pidió mi número de celular, el cual le di con la esperanza de que me hablara algún día. ¡Absurdo pensamiento! ¿Para qué iba a hablarme? Me sentí tonta. Una pobre niña tonta.
Comenzamos la clase desde el principio, quería saber bien qué había retenido mi mente desde entonces, me dijo. Y todo fue bien hasta que me dio unos ejercicios. ¡Eran tan difíciles! Especialmente el último. Con los primeros cuatro casi no había tenido ningún problema pero aquel...
Miré al profesor de reojo. El aula donde estábamos tenía una pequeña ventana en la puerta y él se encontraba mirando por ella. Daba la impresión de estar impaciente, la tranquilidad que siempre ostentaba se había desvanecido. Pensé que a lo mejor fuera por mi causa. Me estaba tardando mucho en resolver aquella traducción. Así qué devolví mi atención a la hoja y me esforcé más.
— Listo, profesor —le dije, al cabo de unos minutos más. Él, que no se había movido del lugar de donde estaba, se dio la vuelta y me sonrió.
El profesor tomó el cuaderno que le pasaba y se sentó al escritorio. Observé el cambio en sus facciones atentamente. ¡Estaba tan nerviosa! Una sonrisa apareció, como una mueca que intentaba contener.
— Bueno, ya está. Quizás quieras verlos mejor —me señaló muy serio.
La esperanza de haberlo hecho bien se desvaneció, hasta que mis ojos pudieron seguir el orden de las letras. ¡Pero si allí no había ninguna corrección! Mi cara confusa debió decir lo que no pude. Él sonrió abiertamente.
— ¿Qué ocurre?
— Pero... pero... no están corregidos.
— No había nada que corregir, están perfectos.
Casi no podía creerlo.
— Pensé que, en especial el último, iba a causarte problemas. Me alegro de que no fuera así —comentó, con benevolencia.
— ¡Oh! Pero sí los causó... Pensé que sería así —repliqué con humildad, mientras le señalaba aquellas dos palabras tan difíciles.
— Esa es la manera correcta de resolverlos, verás...
Comenzó a explicarme algunas cosas y cómo resolver una traducción así de complicada. Al final concluyó que ya no necesitaba más de su ayuda en su materia. Luego me preguntó si tenía dificultades en otra que no fuera la suya. Entonces pasamos a hablar de matemáticas y así transcurrió más de media hora.
¡Era tan inteligente! Sabía de todo. Nunca importaba qué le preguntara, él lo sabía... y no me refiero a algo relacionado con el colegio, sino a cualquier cosa. El tono de su voz era tan particular, tan profundo y grave. La manera en que movía los labios me hacía pensar en...
— ¿Entiendes?
No había escuchado nada de lo último que había dicho y me avergoncé de mí misma.
— Sí, sí.
— Que bueno, porque parece difícil pero no es tan complejo si...
De pronto la puerta del aula se abrió de golpe y, ante nuestra sorpresa, apareció una chica de largo cabello castaño. Era mayor que yo. Se quedó mirándonos, perpleja.
El primero en reaccionar fue el profesor Brown.
— ¡Señorita Martínez! ¿Necesita algo?
La chica se puso roja de la vergüenza.
— Perdón yo... Quería saber si podía... hablarle —balbuceó con timidez. Sin embargo, parecía enojada.
El hombre se levantó y salió del aula, cerrando la puerta tras él. ¿Qué querría? ¿Disculparse por eso "malo" que supuestamente había hecho? La situación encendió mi curiosidad. ¡No podía quedarme allí sentada como tonta! Así que me acerqué a la ventana de la puerta pero en el pasillo no se veía a nadie. La abrí y pude comprobarlo, se habían ido lejos. ¡Ni siquiera escuchaba las voces!
Al cabo de quince minutos, volvió el profesor Brown. Parecía enojado pero tranquilo.
— Disculpa, Ana. Ser profesor es una tarea ingrata a veces. —Fue su comentario.
— ¡Oh! —Deseaba preguntarle qué ocurría pero habría sido muy impropio de mi parte. No obstante, al sentarse de nuevo en el escritorio, me dio una pista.
— Las peleas entre las alumnas son frecuentes y cuando uno interviene... no siempre es bueno.
Recordé algo.
— ¿Como cuando usted me defiende?
— Algo así, sí.
— ¡Yo nunca me molestaría por eso! Al contrario, estoy muy agradecida. A veces... el trato de algunas de mis compañeras me hace sentir... miserable.
El hombre se inclinó y tocó mi mano, al mirarlo a los ojos no pude evitar sentirme nerviosa.
— No tienes que hacerles caso. Después del castigo que recibieron Pamela y sus amigas, no volverán a molestarte nunca.
— Pero ellas esparcieron rumores feos sobre mí... Nadie quiere hablarme... Nadie querrá ser mi amiga nunca.
— No lo tomes tan así. Nunca digas "nunca". Los rumores mueren con el tiempo. En un tiempo, me atrevo a decir que luego de las vacaciones, te hablarán como a cualquier otra chica.
Lo dudaba mucho... Negué con la cabeza.
— No lo sé.
— Créeme. Sólo tienes que abrirte más y acercarte a tus otras compañeras, no ser tan tímida. Tendrás muchas amigas.
— Pero Pamela...
— Todas conocen muy bien a Pamela. No va a pasar mucho hasta que se den cuenta de que miente. Tiene fama de ser mentirosa, y no es que me guste hablar mal de una alumna, pero a ti puedo decírtelo.
Logró que sonriera. Por primera vez me di cuenta que tarde o temprano tendría que ser así. No se me había escapado el hecho de que todas temían a Pamela, Roxy y Melina; no obstante a nadie les gustaba hablarles.
— Además, me parece que ya están hablando de ello... —dijo sonriente.
— ¿Si?
— Sí, escuché por ahí cómo Audrina le decía a sus amigas que lo que había dicho Pamela sobre ti era mentira. Trataba de convencerlas.
Comencé a hacerle mil preguntas, no podía creer que alguien me defendiera. Sin embargo, él no sabía más que eso. No le gustaba escuchar conversaciones ajenas (igual no le creí, la gente mayor siempre dice lo mismo).
— Bueno, bueno... Ahora hablamos de otra cosa. Si no logro que entiendas matemáticas me consideraré un fiasco.
Me estuvo explicando y debo decir que entendí mejor que en clase. Me dio unos ejercicios improvisados, según él, pero que me llevaron su tiempo. No pasó mucho para que me felicitara por los avances que estaba teniendo.
— Lamento que ya sea tan tarde... casi las doce —indicó mirando el reloj de pulsera—, pero me retiro gratamente sorprendido por tu progreso. No creo que los exámenes te resulten muy difíciles.
Le sonreí. ¡Estaba tan contenta! Creo que salió de mi boca un "gracias".
— No tienes de qué agradecer, es tu propio esfuerzo el que te llevará a la cima.
— ¡Oh! Espero que apruebe... —balbuceé humildemente.
— No tengo duda de que así será —afirmó, mientras se paraba—. Además tengo otra noticia buena, ya no necesitas que te de clases particulares en inglés. Has progresado lo suficiente como para estar a la par de tus compañeras. Incluso más.
Aquella noticia no me pareció muy "buena". La sonrisa se borró de mi rostro y no pude disimular lo desagradable que me resultaba tener que dejar esas clases.
— ¿Te siente bien?
¡Demonios! Creo que se dio cuenta.
— Sí, sí, claro —dije con un rubor molesto y luego, largué precipitadamente—. Entonces... si no lo voy a ver más...
Me interrumpió riendo.
— ¡Oh! No es que no me vuelvas a ver más. Estaremos en contacto en el colegio. Sigo siendo todavía el "molesto profesor de inglés".
Tenía ganas de decirle que no era molesto... lo era todo para mí. Era la única persona que me había dado su consuelo y su apoyo. Nadie en mi vida lo había hecho.
— Me refería... que debería devolverle su libro. Lo tengo aquí. No lo he terminado pero... como ya no lo veré... y las vacaciones —comencé a enredarme.
— No te preocupes, Ana —replicó sin dejarme seguir—. Puedes quedártelo todo el tiempo que necesites hasta que lo termines.
— ¡Gracias!
Fue tan inesperado que no pude contener mi felicidad. Unos minutos después nos despedimos en la puerta del colegio. Corrí a casa y, a pesar de tener que soportar todo lo que quedó del fin de semana las crueldades de José, no fue tan malo como esperaba. Éste último estuvo frenado por mi mamá, que se empeñó en que estuviera tranquila para que estudiara mucho.
No volví a ver esa semana al profesor Brown. Los exámenes finales se tomaban en un salón enorme bajo la vigilancia de la madre superiora y otras dos monjas. Los profesores no participaban de aquel rito. Las notas nos llegarían a casa una semana después. Hice todos ellos sin grandes dificultades pero mi inseguridad me capturó el último día y no estuve segura de haber aprobado nada hasta que llegaron los resultados.
Como deseaba mamá y el profesor de inglés, aprobé todos mis exámenes con tan buena nota que apenas podía creerlo. ¡Incluso aplasté a Pamela! ¡Y por mucho! Nunca me había sentido tan feliz cómo entonces... tan triunfante. Verle la cara fue mágico. Fue una muy buena venganza. Mamá no dejaba de hacérmelo notar y juntas nos reímos mucho. Hasta José tuvo que admitir a regañadientes que me había ido mejor que a su "queridísima" sobrina.
Pero lo mejor fue lo que ocurrió el día posterior a la entrega de las notas escolares. Me celular sonó, algo que me llamó mucho la atención ya que no hablaba con nadie, y noté que me había llegado un mensaje. Para mi completa sorpresa me encontré con que era del profesor Brown felicitándome por mis excelentes calificaciones. El mensaje terminaba así:
— Has superado por completo todas mis expectativas, por ese motivo te tengo una sorpresa...
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