14-El comienzo de una obsesión:
Una de las cosas que más temía era que Pamela y compañía volvieran al colegio. Sabía que el rencor de Melina seguiría encendido como una gran fogata. Supongo que pensaban quemarme viva en ella. Y no me equivocaba. Cuando volvieron, la furia de las tres chicas era palpable. Parecía que buscaban oportunidades para atraparme sola, así que procuré no separarme del aula o, en último caso, del jardín trasero donde la mirada del cura de la iglesia me mantenía a salvo.
No obstante, mi suerte no iba a durar mucho. Un día me atraparon saliendo del baño. Roxi me tomó fuertemente del brazo.
— ¿Sabes, bruja? Ya nos has causado muchos problemas —declaró.
Quise retroceder, para soltar mi brazo de su agarre, pero tropecé con Pamela.
— Mi papá casi me mata... —continuó Roxi.
— ¿Pasa algo aquí, señoritas? —De pronto apareció el profesor Brown.
— No, no... nada —replicó Roxi, asustada, mientras me soltaba.
— Sólo hablábamos —asintió Pamela, nerviosa. Luego les hizo una seña a las demás y juntas se fueron por el corredor.
Cuando se alejaron, el hombre dejó de observarlas y me miró.
— ¿Estás bien?
Asentí con la cabeza.
— Estoy bien, gracias.
— Cualquier problema que tengas me avisas.
— ¡Oh, no se preocupe! —manifesté... ya estaba acostumbrada al acoso.
— No tengas vergüenza —sostuvo, con una sonrisa.
Entonces le aseguré que así sería. Me sentí cómoda y feliz. En ese momento tocaron el timbre.
— Es mejor que vayas a clases.
Le hice caso y me fui por el pasillo hasta donde estaba el salón. Al entrar lo miré de reojo, me miraba preocupado.
Pasaron un par de días y las tres tontas se mantenían alejadas. Al parecer se habían asustado con la intervención del profesor o quizá habló con ellas, no lo sabía, pero el cambio me trajo más tranquilidad. En casa las cosas también estaban más tranquilas. La ira de mamá contra José se había aplacado y éste no había tenido otro arranque de furia. Sin embargo, cuando me estaba cambiando para ir a clases de apoyo de inglés, tuvimos un altercado.
Por primera vez desde que estaba en aquella casa, cerré la puerta. Normalmente me cambiaba en el sanitario... ¡no iba a hacerlo con la puerta abierta! No obstante, esa vez mi hermanito estaba en el baño, llegaba tarde, y este no quería salir.
Unos golpes en la puerta me advirtieron que había sido un error.
— ¡Ana, abre la puerta! —vociferó José.
— ¡Me estoy cambiando! —repliqué, mientras intentaba abrocharme la camisa.
— ¡Es una regla! ¡Esta es MI casa y son MIS reglas!
— Bien... bien —cedí, tratando de que se clamara. No quería empeorar su carácter.
Abrí la puerta.
— No parece que te estabas cambiando —me acusó enojado.
— Ya terminé —le aseguré. Tomé la mochila que estaba en una silla y pasé por su lado, sin decirle nada. Bajé corriendo las escaleras y salí de la casa. Ya en la calle, suspiré de alivio.
Llegué un poco alterada al colegio, sin embargo traté de disimularlo para que el profesor Brown no lo notara. Este estaba ya esperándome en el aula de siempre.
— Disculpe por la tardanza —le dije, apenas entré al curso.
— No te preocupes. Ven siéntate.
Me senté en el banco de siempre y dejé la mochila en el suelo, mientras extraía de ella los útiles.
— Hoy no he traído copiados los ejercicios, así que los voy a hacer en el pizarrón —me dijo, mientras leía un papel y se levantaba.
Al darme la espalda, por primera vez noté que no era tan viejo como creía. Su cabello apenas lucía unos pocos grises. ¿Se molestaría si le preguntaba?... Mmmm, mejor no. Me quedé pensando por qué estaría solo, no era tan feo tampoco... Quizá ganaba poco, José siempre dice que los profesores no ganan un peso, y que eso a las mujeres no les gusta. Como mamá, por ejemplo. No puedo creer que se haya metido con semejante idiota. Cuando tenga pareja voy a elegir mejor.
— ¿Ana?
— ¿Si? —me sobresalté, me había quedado ausente por unos segundos.
— ¿Copiaste?
— ¡Oh! No... todavía.
La clase transcurrió como de costumbre. Me equivoqué dos veces no más y eso me puso muy contenta. Al fin avanzaba algo.
— Bueno, con esto terminamos por hoy —indicó, sonriendo—. Estás avanzando muy rápido. Pronto no necesitarás estas clases.
Aquello me hizo sonreír, ¡estaba tan feliz! Y hacía mucho tiempo que no me sentía así.
— ¿Estás leyendo el libro? —me preguntó, poco después.
— Llevo sólo seis páginas —confesé, desalentada—. Es por los exámenes.
— Ah, sí. Había olvidado que comienzan la semana próxima. Pero eso es bueno porque se acercan las vacaciones.
— Sí, esa es la única parte buena —repliqué.
Me miró de reojo.
— ¿Y cómo vas con el estudio?
— Bien, creo... —No es que no hubiera estudiado, estaba un poco insegura.
El hombre pareció comprenderlo.
— No tienes que ponerte nerviosa, te irá bien.
— Eso espero.
— Si necesitas ayuda, puedes decirme. No sólo sé enseñar idiomas —manifestó, sonriendo. Tenía dientes lindos, no como algunos adultos que los tienen teñidos de amarillo por la nicotina.
Le di las gracias y salimos juntos del curso. Comenzó a hablarme de libros y de algunas poesías que había hecho de adolescente. Me dio mucha curiosidad y, luego de insistirle mucho, me prometió que me los mostraría. No le creí mucho, no se veía muy cómodo y me pareció que había sido una muestra de demasiada confianza por mi parte. No sabía cómo comportarme con él, no solía hablarles de mis cosas a otros adultos.
Me tardé todo lo que pude para no volver a casa. No quería estar allí, me sentía más cómoda y libre en la calle. Aunque anduviera sola. Cuando estaba en el colectivo traté de memorizar el camino, que a esa altura casi conocía bien. Sería muy lindo si desde entonces comenzaba a caminar a casa, no quedaba tan lejos.
Temía volver, luego de la pelea con José, sin embargo algo logró apartar aquellos pensamientos de mi mente reemplazándolos por otros no menos inquietantes. Estaba a unas cuatro cuadras de bajarme cuando vi a Daniel hablando con Melina. El hecho no era extraño, ya que eran amigos, sino que él tenía una de sus manos tomada. Me hizo pensar... pero no, no podía creer que Daniel fuera tan estúpido como para caer en la trampa de ella. No podía ser.
Al día siguiente descubrí que sí era lo bastante estúpido. Cuando salía de clases los vi abrazados fuera de la puerta principal. Daniel me miró de reojo y, aunque fue evidente que se puso incómodo, me hizo un gesto de burla. Fue como si quisiera lograr que me pusiera celosa. ¡El muy idiota no entendía que lo único que lograba con eso era que pensara peor de él! Creo que ese fue el final de cualquier amistad que alguna vez tuvimos. Por su parte, Melina me miró con una cara de triunfo enorme. Tampoco me importaba, mi ex amigo ya no significaba nada para mí.
Luego de pensarlo un poco, mientras caminaba a casa, el cambio realmente me favorecía. Ya no tendría que soportar más el acoso de Melina y sus amigas.
Estaba llegando a una intersección de calles muy concurrida cuando comencé a notar que un auto me tocaba bocina sin parar. ¡Lo que me faltaba, algún tipo de pervertido que le gustan las colegialas! No miré atrás, hasta que el auto casi estuvo a mi altura.
— ¡Ana! ¿Quieres que te lleve? —Era el profesor de inglés.
Me sorprendí mucho y me acerqué a su auto.
— Gracias, pero no debería molestarse.
— No hay problema, sube.
Entré al vehículo sin pensarlo mucho.
— ¿Sabes? Vi a tu amigo con Melina Escobar.
Me quedé perpleja, no tenía idea de que supiera de la existencia de Daniel.
— Ya no es mi amigo.
— ¿No?... Lo siento mucho. ¿Ustedes...?
— No... nada de eso —lo interrumpí, ya me estaba poniendo incómoda. De todos modos, no podía dar crédito a lo que escuchaba. Se había dado cuenta del motivo de mis peleas con Melina—. Sólo éramos amigos.
— Y Melina no lo entendía. Ya veo...
Hubo un breve silencio.
— Igual, no me importa. —Creo que lo dije con un poco de resentimiento, fue inevitable.
— ¿Sabes?, no pierdes mucho. Los chicos a tu edad son así. Les interesa más acumular novias que tener una verdadera relación.
Estuve totalmente de acuerdo y, poco después, detuvo el auto frente a una panadería.
— ¿Me esperas? Tengo que comprar algo para no morir de hambre —me explicó, riendo.
— Está bien.
No tuve que esperar mucho, apenas abrió la puerta salió del local una mujer rubia con un paquete con pan. El profesor se entretuvo un par de minutos hablando con ella. Era delgada, alta y de cabello rubio largo; me pareció hermosa. Quizá la mujer tendría la edad de él. Era evidente que a ella le gustaba y eso me sorprendió mucho. ¿Sería una nueva novia?... No puedo explicar por qué, pero algo me molestó. Me sentí triste.
El profesor Brown volvió al auto y cinco minutos después llegamos a mi casa. Me bajé y entré a la casa de José. Dentro había una discusión, así que subí rápidamente a mi habitación. Allí estaba Manu.
— Otra vez aquí. —Estaba de mal humor.
— No tengo a dónde ir, mamá no me deja jugar con Franco —refunfuñó.
— ¿Quién es Franco? —pregunté, mientras dejaba la mochila en el suelo y me soltaba el cabello de la apretada coleta.
— ¡No sabes! ¡Vive enfrente!
En ese momento recordé al niño. Siempre su padre lo tenía bien arregladito. Lo peinaba con algún aceite y le ponía unas camisas ridículas. Era bueno y tranquilo, solía jugar solo con una pelota de básquet.
— Ah, sí. ¿Y por qué no te deja jugar con él?
— Porque José dice que su papá es gay.
Típico de José, tildar a la gente de esa manera. ¿Cómo se le ocurría algo así? ¿Qué creía que iba a hacer, atacar a Manu?
— Él dice que me va a...
— Sí, sí, me imagino. No quiero oírlo —lo interrumpí, me estaba dando cuenta que ese hombre era tóxico para mi hermanito—. José es un idiota, Manu. Puedes jugar con Franco cuando quieras... pero que no te vean.
— ¡Pero si es gay!
— Eso dice José, pero lo que dice no siempre es cierto y, aunque lo fuera, no tiene nada de malo.
— ¿No me va a hacer nada?
— No.
Se puso contento.
— Ya me parecía. Es bueno conmigo. Voy a ir a jugar un rato.
Dicho esto salió corriendo y yo, dándome cuenta de mi error, corrí tras él.
— ¡Manu, espera! ¡Manu! Te van a ver —susurré.
No obstante ya había salido por la puerta de calle, dando un portazo, para colmo. Desde la cocina llegó la voz de mamá.
— ¿Ana?
— ¡Sí, ya llegué! —le grité, como si acabara de cerrar la puerta.
— Ve a ayudarme.
No había tenido tiempo de quitarme el uniforme, de todas formas obedecí. Mamá se oía de mal humor. Estaba en la cocina, pelando papas. A José a último momento se le había ocurrido comer tortilla de papas a la española, así que la salsa que estaba preparando para hacer tallarines tuvo que desaparecer.
— Siempre hace lo mismo... sale con algo a última hora —se quejó en un susurro. Y me indicó—: Pon la sartén en el fuego.
— Lo hace a propósito para molestarte —opiné, recalcando que justamente el día anterior había sucedido lo mismo. Cinco minutos antes de servir unos bifes con ensalada de lechuga, al "señor" se le había ocurrido comer papas fritas.
Mamá no respondió.
— Corta las papas en rodajas finas —me ordenó.
Luego de un breve silencio, estalló.
— ¡Así no, Ana! ¡A José le gustan bien finas!... Tendré que tirar eso a la basura... ¡Demonios!
— ¡Están finas! —me defendí, no obstante mamá las tiró.
— No nos sobra el dinero, cada vez me da menos, ¿comprendes? No es un chiste.
— ¡No creo que lo sea!
— Ve a poner la mesa... Ya estoy retrasada media hora... ¡mínimo!
Con rabia me imaginé que ya se estaba lamentando de dejar su trabajo, la única independencia monetaria que tenía. Pero ¡qué importaba, yo se lo había advertido muchas veces!
En el comedor estaba José viendo la televisión, mientras comía unos maníes y tomaba cerveza. Coloqué la mesa, sin hablarle, mientras me miraba de reojo. Al final me senté a esperar a que mamá terminara, se encontraba de tan mal humor que no quería que me acercara más a la cocina.
Estaba pensando en ir a buscar a Manu a la casa de Franco, antes de que alguien se enterara, cuando José dejó el vaso de cerveza vacío en la mesa con un ruido.
— ¡Ya está tardando mucho! —gritó.
— Ya casi está —respondió mamá desde la cocina, casi desesperada.
Suspiró ruidosamente para molestarla, lo más probable, y me miró fijamente. Lo miré de reojo y noté que me miraba las piernas. Cambié de posición y alargué mi falda.
— Tienes unas lindas piernas, igual que tu madre —me dijo, pasándose la lengua por los labios.
Me quedé perpleja y... ¡asqueada! En ese momento apareció mamá.
— ¿Dónde está Manu?
— Arriba, voy a buscarlo —repliqué, saliendo rápidamente del comedor.
Sin que nadie lo notara salí de la casa. Manu por suerte estaba en la vereda de la casa de enfrente con su amigo y al verme corrió a casa. Franco se despidió de él con tristeza, era evidente que no tenía muchos amigos. Debía tener un año menos que mi hermano, se veía muy pequeño.
Entramos a la casa y almorzamos, no sé cómo pero mamá hacía malabarismos con los horarios de la comida. Siempre estaban a tiempo. Creo que eso le molestaba a José. Era extraño, me parecía a veces que le gustaba degradarla y buscaba motivos para ello. Así que me sentí orgullosa por ella, por no darle un motivo más a su malicia. Era un hombre muy malo.
Esa misma tarde, estaba haciendo la tarea en mi habitación, ya que Manu y mamá ocupaban toda la mesa del comedor, cuando oí que José me llamaba desde su habitación.
— ¡Ana! Ven un segundo.
Completamente intrigada, dejé la lapicera encima del cuaderno y fui a ver qué quería. José estaba recostado a un costado de la cama, una de sus manos servía de apoyo a su cabeza y la otra sostenía el control de la televisión.
— ¿Si?
— ¿Qué haces? —me preguntó de manera amable, inhabitual.
— La tarea de matemáticas.
— ¿Necesitas ayuda?
¿Me estaba ofreciendo ayuda?... No podía creerlo.
— No, gracias.
— Bueno, cuando termines ven aquí.
Asentí con la cabeza, todavía perpleja, y regresé a mi cuarto. ¡¿Qué demonios le pasaba a este sujeto?! Tanta amabilidad de golpe era muy sospechosa...
A la media hora, volvió a llamarme.
— ¡Ana! ¿Ya terminaste?
— Ya casi.
En realidad sí había terminado, sin embargo no tenía ganas de ir. Estaba releyendo unos poemas muy lindos de soledad, que estaba vez tocaban una fibra distinta en mí.
A los cinco minutos...
— ¡Ana!
¡Demonios! No me iba a dejar en paz hasta que fuera, así que cedí.
— Voy.
Me levanté de la silla y fui a su habitación. José estaba en el mismo lugar y en la mismo posición, lo único distinto era que se había desabrochado un par de botones de la camisa. Su pecho peludo asomaba desde el interior.
— ¿Si?
— Acaba de empezar una película muy buena, ¿quieres venir a verla conmigo? —me preguntó, palmeando la cama a su lado.
¿Quería que me acostara con él en la cama a ver una película?... Me sentí incómoda.
— ¡Oh! Yo... estaba...
— Vamos, te gustará —insistió, mientras se paraba y me tomaba del brazo.
Me obligó a sentarme en la cama, frente al televisor. Estaba nerviosa y muy incómoda, algo en su actitud me indicaba (como un faro de advertencia) que algo no andaba bien. Se sentó a mi lado, un poco alejado de mí...pero luego se acercó más. Su rodilla tocó la mía.
— Es una buena película, aunque romántica... del tipo de las que le gusta a mi sobrina. Te va a gustar mucho.
No miraba la película, ni siquiera recuerdo bien su título... Estaba petrificada por el miedo. José levantó su mano y retiró un mechón de pelo que caía por mi mejilla, acariciándola como en un descuido. En ese instante apareció mamá, entró a la habitación distraída, y se dirigió hacia la cajonera. Buscaba algo.
— ¿Han visto el cargador de mi celular? —nos preguntó, mirándonos. Creo que notó el pánico en mi rostro porque vi un leve cambio en la posición de sus arrugas.
— ¿Qué hacen?
— Viendo una película —aclaró al punto, José, mientras le señalaba el televisor—. Pamela me dijo que era muy buena y Ana quería verla.
La miré tratando de decirle mudamente que eso ¡era mentira!
— ¡Una película! ¡Pero, Ana, tienes exámenes la semana que viene! No puedes perder el tiempo... La película tendrá que quedar para otro día —me tomó del brazo y me arrastró hacia mi habitación, mientras José se quejaba. En sus ojos vi miedo, no obstante no dijo nada, ni hizo preguntas.
— Eres demasiado estricta, amor. Tienes que darles un respiro a esos niños —decía el tipo, sin embargo, no intentó acercarse de nuevo.
Esa noche pensé en cerrar mi habitación, tenía miedo, no obstante me dije a mi misma que no había sido tan grave y que podía lidiar con eso. Mamá lo sabía y seguramente se encargaría de que José no deambulara de noche por la casa. Así fue, dormí sin problemas.
Para sacar de mi cabeza lo que había ocurrido, tomé los poemas de Soledad y los releí... me gustaba en especial uno. Describía a un hombre de manera muy hermosa. Incluso me pareció que muchas de aquellas características podían aplicarse a mi profesor de inglés. Era tan amable y considerado conmigo, como el hombre del poema. Obviamente Soledad lo había titulado como L. su chico favorito.
Pensé entonces en mi profesor, me sentía protegida cuando estaba a su lado... quizá si le contaba lo que había pasado con mi padrastro... Pero no, ¿qué iba a decirle, que me había invitado a ver una película? Absurdo. No sabría cómo explicarle su expresión, sus gestos, su mirada asquerosa... Además, me daba mucha vergüenza...
De alguna manera, la mujer rubia apareció en mi mente y algo me hizo preguntar si estaba acostada viendo una película con él. Era muy probable... y eso me hizo enfurecer, no obstante no podía explicar por qué y no me detuve a analizarlo.
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