Capítulo 0: Enchanté

FRANCIA 1988

Una vivienda ubicada en las inmediaciones de París estaba envuelta en un silencio sepulcral. Los hermanos Leroux se movían con sigilo, como si temieran despertar a un monstruo dormido. Maia, la madre, yacía en una cama en una habitación desierta, hacía el silencio mientras dormía con respiración pesada. Su nariz arrugada que apenas le permitía respirar se alzaba entre dos pústulas violetas que cubrían gran parte de su cara. Su cabello negro oscuro que le llegaba hasta la parte baja de la barbilla cubría algunas pústulas más que se encontraban en la parte alta de las orejas.

Thierry, el padre, se sentaba en su silla favorita, mirando el jardín a través de la ventana. Su mirada era perdida, como si buscara algo que nunca encontraría. Se mecía mientras se mantenía pensativo y con expresión seria. Había más silencio que en una biblioteca, el chillar de la madera del suelo chocando con el de la mecedora era lo más audible.

—Papá, ¿cuánto más tendrá que ser así? —Una voz rompió el silencio. Un niño de diez años se había aproximado a su padre mientras realizaba un gesto de hastío y lo tomaba del brazo. Thierry tan solo se volvió hacia su hijo, tomó aire y su mirada se suavizó.

—Lo necesario, Gaël. —Suspiró y bajó la voz—. Lo necesario para que el gnomo en el jardín deje de ser una amenaza —terminó con expresión seria.

—No es una amenaza, papá. Es solo un recuerdo. —Una voz fría y vacía se escuchó antes de que Gaël lograra decir algo. Cécile que estaba sentada en un rincón leyendo un libro, había alzado la vista y miraba fijamente a su padre entre las páginas.

Thierry frunció el ceño y se levantó de la silla para acercarse a Cécile.

—No hables de eso, Cécile. No es algo que debamos recordar —mencionó con delicadeza, provocando que la niña tan solo volviera la mirada a la lectura que sostenía entre manos.

El silencio volvió a reinar en la habitación. El movimiento de la silla y un ligero tic-tac de un reloj en la cocina eran los únicos sonidos perceptibles. Gaël se alejó de la mecedora de su padre y se dirigió al pasillo que llevaba a cada uno de las habitaciones de la casa. Caminó hasta casi la última puerta y atrajo una silla de salón que estaba en la esquina hacia un costado de la puerta junto a una mesilla. Junto a esta se podía ver una ventana que permitía ver el interior de la habitación.
Solitaria y demacrada se encontraba Maia, la madre de los tres hermanos Leroux. Al parecer habían adaptado una especie de habitación de hospital dentro de esa casa.

Gaël que se había sentado enfrente de la ventana decidió recargar su barbilla en el antepecho de la ventana y observar. La mujer apenas y se movía, pero estaba consciente. Al lado de Gaël llegó Thierry, se agachó para quedar a la misma altura del niño y ambos estaban viendo a la mujer. El padre abrazaba a su hijo de los hombros, sin decir una palabra.
Thierry sacó una varita de su saco y apuntó hacia la habitación y, sin pronunciar palabra, un hechizo llenó de agua el vaso que descansaba en la mesita de noche de la mujer. Maia lo tomó entre sus dedos y dio un sorbo, volteó hacia la ventana y les dedicó una leve sonrisa. Las pústulas de su cara la hacían ver bastante impresionante, pero eso no impidió que Gaël sonriera casi con lágrimas por el gesto de su madre.

—¿Crees que le duela a mamá? —preguntó Gaël preocupado.

—No, porque todos los días puede verte, mira cómo te sonríe. —Maia siguió sonriendo mientras Gaël hacía lo mismo.

El niño se levantó rápido del suelo y fue a buscar una hoja de papel y un lápiz a la mesilla que estaba cerca del final del pasillo. Escribió un pequeño mensaje que decía: "Siempre estaré contigo, mimou". —Mimou es el término de cariño con el que Gaël se refiere a su madre. Corrió hacia su padre y le dio la hoja a su padre.

—Vamos, papá, por favor —dijo el niño mientras señalaba la varita que sostenía su padre.

—Está bien, pero aléjate por favor —mencionó el hombre. 

Se acercó a la puerta de esa habitación, al abrirla en la parte de arriba de esta se podía leer un letrero dorado que decía "No abrir, paciente con spattergroit". El hombre se colocó abajo del arco de aquel acceso mientras la mujer cambiaba su semblante a uno más preocupado.

Wingardium Leviosa —exclamó el padre mientras direccionaba aquella hoja a la mujer y esta extendía un poco el brazo para atraparla. El hombre volvió a salir y cerrar la puerta, para regresar al lado de Gaël.

La mujer leyó el papel mientras se llevaba la mano a los labios, conmovida. Desde su cama logró tomar su varita que descansaba en el buró y después de lanzar un hechizo inaudible, empezó a escribir letras de fuego en el aire. Formó una frase que decía: "Juntos desde y para siempre, mon trésor". Lo último sabía Gaël que significaba "mi tesoro" en francés. El niño siguió sonriendo a la vez que no podía evitar llorar un poco.

—Cécile, ¿qué estás viendo? —Una voz desde la sala de la casa llamó la atención de Thierry sacó a Gaël de su ensimismamiento.  Élodie, la hermana mayor, se había acercado a Cécile que ahora se encontraba viendo una pequeña ventana que daba al exterior, la única sin estar cubierta por cortinas. Cécile volvió la cabeza ante la pregunta de su hermana.

—El jardín está cambiando. Las flores están muriendo. —Suspiró mientras hacía una mueca que parecía casi una sonrisa.

Gaël que había escuchado parte de la conversación de las niñas se acercó y se colocó atrás de Cécile, pensando que observaban algo específico en el jardín.

—¿Qué sucede? —preguntó.

—Cécile dice que el jardín está cambiando —comentó Élodie mientras se encogía de hombros.

—Pues yo no logro ver nada raro...

—De hecho, no deberías —volvió a comentar Cécile—, pero yo sí lo noto.

Gaël y Élodie se miraron confundidos, Thierry que notó lo que pasaba también se acercó, no le agradaba que se encontraran tan cerca de la ventana y se mantuvieran tanto tiempo asomados.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó Thierry viendo a Élodie en primer lugar.

—Cécile dice que el jardín está cambiando —mencionó Gaël rondando los ojos.

Thierry se acercó un poco más a la ventana y dio un rápido vistazo.

—¿Qué pasa, Cécile? —cuestionó Thierry a su hija con tono suave—. Yo no veo nada raro, ¿qué se supone que estamos viendo? —El hombre formó un gesto de preocupación. Los otros dos niños decidieron alejarse de la ventana, dejando a Thierry y a Cécile a solas.

—No hay nada que ver aún, pero pronto lo habrá —comentó Cécile mientras cerraba la cortina y se volvía a su padre. La niña lo vio por un momento sin parpadear y rio por lo bajo con un ligero tono de burla—. Las sombras tienen rostros... ahora los veo todos.

Thierry se quedó extrañado sin saber qué decir mientras la niña lo pasaba de largo y se dirigía a su habitación. El hombre la vio alejarse, suspiró y se fue más preocupado de lo que anteriormente estaba.

Élodie preparaba su cama para acostarse y dormir. En el cuarto contiguo, Thierry acomodaba con magia algunos papeles y objetos de oficina dentro de un maletín. Cuando este cerró, una letra "M" se pudo ver en color blanco, abajo de ese logo se leía "Ministerio de Magia".

—¿Ya vas a volver mañana? —preguntó Gaël a su padre mientras observaba que este alistaba sus cosas antes de dormir.

—Sí, pero Élodie se encargará de todo —comentó Thierry, aunque el gesto de Gaël solo se tornó a uno de inseguridad—. Soy el ministro, Gaël, no puedo desaparecer así. Ya hay todo tipo de rumores que tendré que llegar a desmentir.

Gaël solo se quedó en silencio y se alejó del cuarto de su padre para ir al suyo, pero antes de eso decidió pasar un momento al de su hermana gemela Cécile que se encontraba justo junto al suyo.

Dobló la esquina y entró en la habitación de su gemela, deteniéndose en seco. Sobre la cama de la habitación, iluminada por una lámpara tenue se podían observar varios objetos extraños: un pájaro sin vida, una flor marchita y un trozo de vidrio roto. Cécile se encontraba en el centro de la cama, rodeada de ellos, con una sonrisa fría y la vista fija en uno de ellos.

—Gaël, ¿qué haces aquí? —preguntó Cécile sin levantar la vista.

El niño ignoró la pregunta, tenía un conjunto de emociones que extrañamente no sabía describir, por lo que preguntó lo primero que se le vino a la mente.

—¿Por qué coleccionas estas cosas? —preguntó—. Son... —Hizo una pausa tratando de elegir solo uno de los adjetivos que se le venían a la mente—. raras.

Aún sin levantar la vista, Cécile se encogió de hombros.

—Me gustan, son bonitas —dijo sin más.

Gaël tuvo el valor suficiente de sentarse al lado de su hermana intentando no ver más aquellos objetos.

—Cécile, ¿segura que estás bien? —La tomó del hombro esperando que la niña levantara la vista.

Cécile lo miró con una sonrisa fría y se acercó a él con ademán de darle un abrazo. Gaël esperó un abrazo cálido, pero en lugar de eso, Cécile lo abrazó con una frialdad que le provocó escalofríos a Gaël. El niño se apartó de ella un tanto confundido, decidió levantarse de la cama y salir de la habitación con un gesto de preocupación aún mayor por su hermana.

Cécile lo miró irse e hizo una mueca que para ella parecía una sonrisa para sí misma. Comenzó a cantar por lo bajo una melodía suave y triste de su infancia. "Petite Papillon" resonaba entre sus labios recordando cuando su madre era quien se la cantaba cada noche antes de dormir.

La luz de la luna entraba a la habitación, iluminando justamente donde se encontraba Cécile. Mientras recitaba la canción, comenzó a desplumar aquella ave muerta que tenía en su mano. Sus dedos se movían con suavidad, quitando las plumas una a una.
La habitación se inundó de melancolía con aquella triste canción, acompañado de aquel olor a muerte y descomposición. Cécile seguía cantando sin levantar la vista de lo que hacía, parecía como si estuviera en otro mundo, un mundo donde para ella la muerte y la belleza eran lo mismo.

La canción iba terminando, hasta que Cécile se quedó en silencio. Miró al ave totalmente desplumada y sonrió. Lo veía con sus ojos grises y le parecía un objeto bonito, un objeto que le gustaba.

Se levantó de la cama, apagó la luz de su habitación y se acercó a la ventana. Al ser de noche, nadie podría verla. Miró el jardín que parecía estar cambiando ante sus ojos y sonrió. Con la luna reflejada en sus ojos grises, sonrió, porque sabía que ella también estaba cambiando.

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