Capítulo 45: Revivir

Sirio

Vi las plantas pasar borrosas a causa de la velocidad a la que va la camioneta. Detecté un leve movimiento con el rabillo del ojo y volteé enseguida. Era Marien que se acomodaba un poco el cabello. No dejaba de mirarme con temor, quizá por mí o tal vez a que algo pasara, no sabría decir.

Aunque no quería que ella estuviera asustada, yo estaba igual. Temía que todo desapareciera, que fuera otra cruel alucinación. El cansancio me mataba, pero me mataría más dormir y no verla al despertar. Di un respiro hondo, sintiendo que involuntariamente empezaba a faltarme el aire.

Comenzó a llover, y la sensación del agua cayéndome empezó a calmar mi angustia. El suave golpeteo de las gotas en mi piel me regresaba a la realidad una y otra vez, ya que mi mente aturdida y bulliciosa no se mantenía en foco.

Miré al cielo y a las gotas, que ahora caían con más fuerza y abundancia. Sonreí apenas, quizá aliviado al ver que cada vez se parecía menos a otra pesadilla causada por esa máquina, y me deslicé para recostarme contra el borde de la tolva...

...Mis párpados pesaron...


Un grito en mi mente me despertó de golpe. Planté la vista en Marien y me alivié al verla aún ahí.

Volví a respirar.

—Ven aquí o no podré cerrar los ojos en paz —le dije.

Se sorprendió y, aunque por un segundo creí que la había asustado más, vi que sus mejillas se tornaban rosadas. Mi corazón adolorido se aceleró. Cómo había extrañado eso. Vino, prácticamente aventándose a mí, y la acuné contra mi cuerpo. Su aroma me calmó, su calor me consoló. Se acomodó a mi lado y rodeó mi cintura con sus brazos

—Mi amado —susurró.

Rocé mi nariz por su frente, reconfortado al escucharla decir eso, eso que no me había dicho en esas alucinaciones horrendas, y volví a mirar al cielo.


***

Gruñí bajo ante un leve remezón. Dejé de sentir el cálido cuerpo pegado al mío y reaccioné de golpe, abriendo los ojos enseguida. Me enderecé y observé los alrededores... ¿Mi pueblo?

Me froté un poco la cara.

—Qué, ¿ya llegamos? —pregunté con voz somnolienta. ¿Cuánto tiempo había dormido?

—Sí, vamos rápido a casa, necesitas descansar —habló Ursa.

Ugh. Claro.

Bajé de un salto y le extendí los brazos a Marien para ayudarla. Se apoyó en mis hombros, un poco temblorosa y débil, así que mejor la tomé de la cintura y la bajé despacio. Pude sentirla. Su ropa estaba empapada por la lluvia que ya había parado, pero aparte de eso, la sentí... ligera.

—Pesas menos...

—Debe ser —murmuró avergonzada.

La puerta se abrió y mi madre se asomó.

—Sirio —dijo en un suspiro de alivio.

—Madre.

Vino y tomó mi rostro para darme un beso en la frente, algo que también me reconfortó.

—Aquí estás. —Miró a todos los presentes y sonrió apenas—. Por favor, pasen. Prepararé algo para cenar, pónganse cómodos.

Sin embargo, escuché a los demás despedirse porque estuvieron mucho tiempo fuera de casa. Apenas les respondí, ya que cuidaba de no perder la mano de mi Marien aferrada a la mía.

Ursa y Sinfonía me miraron de una forma un tanto intensa, debía ser por la situación en la que había estado. Los había preocupado a todos, pero al menos ya estaba de vuelta... Creo.

Mi madre le dio un depósito con comida a Max para su viaje de regreso. Él agradeció y le alcanzó a Marien su mochila. Finalmente se despidió también.

—No tarden en volver, ¿eh? Hay cosas que hacer —agregó antes de salir por la puerta y desaparecer de nuestra vista.

—Uh, ¿y las cosas de Sirio? —preguntó Marien de pronto.

—Las volví a poner a donde pertenecen —respondió mamá—. Escuché lo que le decías a Ursa, y decidí respetar tus deseos.

—Gracias.

Reaccioné, recordando que probablemente se refería a esa regla que mandaba sacar las cosas de los traidores y quemarlas.

Miré a mi amada con una leve sonrisa. Ella se había opuesto a que hicieran eso, sin duda.

—Esa es mi Marien —murmuré orgulloso, y logré ver que su cansada expresión brillaba apenas en felicidad.

—¿Y bien? —Mamá sonó animada, lo cual también me alegró—, ¿qué gustarían que les prepare?

Escuché el característico ruido del hambre en mi chica.

—Descuide —mamá debía haber estado muy angustiada, quería que descansara, y Marien también—, yo me encargaré de ver qué hay. La verdad estoy muerto de cansancio y quiero dormir.

Ella sonrió, mostrando su alivio de verme, y asintió, dando la vuelta y yendo a su habitación. Suspiré y volteé para ver a Marien.

—¿Gustas algo? —le pregunté mientras tiraba con suavidad de su mano, llevándola a la cocina.

—Lo que sea... Estoy hambrienta...

—Lo sé —sonreí—, pude oír tu estómago.

—Oh... perdón. —Se ruborizó.

Mi sonrisa se amplió al verla roja, volvía vivir poco a poco, y lo próximo de lo que fui consciente fue que se había colgado de mi cuello y me estaba besando con mucha pasión. La sensación de sus labios fue como una explosión de dulzura y suavidad, intensidad y calor, cosas que no había sentido en... quizá una eternidad.

Gimió bajo mientras nos devorábamos. Su boca suave y rica, sus dientes y sus deliciosos mordiscos, me estremecían. Sentía que mi cuerpo empezaba a cobrar vida con la corriente.

Una cálida gota mojó mi mejilla, haciendo que me separara un poco de ella. Estaba llorando, me entristeció.

Limpié con delicadeza sus lágrimas.

—No llores —susurré.

Asintió rápidamente con la cabeza.

—No vuelvas a dejarme o moriré —pidió con la voz quebrada.

La abracé fuerte y solté un suspiro.

—Perdóname...

La había lastimado tanto, la había roto por dentro. Había creído que había muerto y había sentido eso tan horrible que yo sentí al verla caer. Me imaginaba esa tortura.

Aunque... iba a morir igual si no me sacaban de ahí. Iba a dejarla así en este mundo, sola y destruida. Por suerte no había tenido que ser así después de todo. El calor de su cuerpo me reconfortó.

Su estómago volvió a sonar y la liberé.

—Sacaré algo de comer rápido y dormiremos.

Empecé a buscar en las repisas y el congelador. Tomé pan y carne que, por su olor, ya estaba cocida. La puse a calentar al fuego en la olla de barro, y abrí el pan que estaba envuelto en papel fino. Era un pan redondo y plano que los panaderos hacían para el pueblo.

Marien se acercó de pronto y me ayudó. Sonreí, pues había estado un buen rato mirándome para luego reaccionar y venir. Seguía siendo tan curiosa.

Preparamos algunos panes con la carne, pero luego terminamos comiendo lo que quedaba de la olla. Jaló su mochila, que Max dejó a un costado del mueble, y avanzamos por el corredor que tenía grandes aberturas al jardín principal.

Quería ir a mi habitación, pero vi que papá ya había terminado la que dijo que haría para nosotros, así que guie a Marien hacia esa nueva sección de la casa, hacia la zona del segundo jardín.

—Usa el baño tú primero, te espero.

—No, estoy bien, tu debes ponerte ropa seca, anda —insistí, ya que estaba con esa ropa húmeda, y besé su frente—. No te preocupes por mí. Iré a la otra ducha.

Aceptó tras un suspiro y la dejé para ir de prisa a la ducha que estaba al lado de donde los pollos. No importaba. Al andar, vi mi casa, respiré su aroma, observé los silenciosos jardines. Nada parecía haber cambiado, solo yo... Yo sentía que ahora era muy diferente, y estaba herido por dentro y por fuera.

Abrí el agua y el ruido que hizo al golpear el piso de piedra me fue lejano, pero volvió a reconfortarme al entrar bajo esta. Di un respiro hondo y jadeé por el frío. Despertó mis sentidos, a mi cerebro que poco a poco había ido silenciándose y encontrando paz.

Dejé que el agua terminara de limpiar mi piel manchada de sangre. Pude ver que muchas de las marcas que creí tener, sin duda no estaban, nunca existieron. Incluidas las que me hicieron Marien, los gemelos en esas alucinaciones... Parte de lo que viví habían sido pesadillas. Horrendas, pero no reales, al fin y al cabo.


Regresé a la habitación y Marien seguía en la ducha. Estaba bien.

Suspiré, sintiendo mucha pesadez en los ojos todavía. Mi cabeza dolía. Me tendí en la cama y recorrí mi mano sobre la tela. Tocaba casi todo por más tiempo, quizá para asegurarme en silencio de que las texturas eran reales, que no estaba perdido en mi mente.

Mi cuerpo dolía. Las heridas que quedaban punzaban a veces. Me estaba curando, pero ya no estaba adormecido y por eso el dolor se hacía presente.

Todavía sentía una leve sensación de vacío, todavía sentía que flotaba apenas. La soledad me hizo retraerme... Tenía que tocar las cosas para no dejarme llevar por esas sensaciones de mi cerebro.

Me concentré en el caer del agua de la ducha y respiré hondo.

Mis párpados pesaban tanto... Así que los cerré un segundo...


Desperté de golpe y vi a Orión a mi lado, con su enorme y siniestra sonrisa.

Me bajó la presión, sentí que mi corazón caía, la desolación y rabia me inundaron. Estaba con las manos atadas a los costados de una cama. No. ¡No! ¡Mamá, Marien! ¡Las tenía a mi lado, no podía ser!

Gruñí de forma salvaje.

—¡Deja de jugar con mi mente! —E hice todo lo posible para que la voz no se me quebrara mientras empezaba a hundirme en la profunda locura.

—Es muy divertido, ¿por qué dejaría de hacerlo? —se burló.

Tomó su cuchillo y yo empecé a tratar de liberarme. Creí estar más fuerte, pero no, mi cuerpo seguía herido, tal y como estaba. Se aproximó y alzó el arma, listo para clavármelo de golpe.

—¡No!... —tiré de la cuerda, pero no se rompió—. ¡No, no!...


—... Mi amor... —Su voz dulce y una sacudida me hizo despertar, espantado.

Quedé con los ojos muy abiertos, jadeando. Estaba en la silenciosa habitación en mi casa. El aroma me lo comprobó. Suspiré profundo y giré, cubriendo mi frente con mi antebrazo.

Una pesadilla. Por poco y el mundo se me iba a caer a pedazos...

Marien me miraba con preocupación. Ella me había despertado.

—Perdón, te asusté —susurré, sintiendo que el frío del sueño empezaba a volver a irse, aunque con renuencia.

—No... —habló enseguida—. Bueno, un poco, pero tranquilo.

Respiré hondo de nuevo, tratando de relajarme, regresando a la realidad.

Sentí su suave caricia en mi rostro y cerré los ojos. Puse mi mano sobre la suya, la presioné contra mi piel y sonreí apenas. Necesitaba su toque, necesitaba recordar una y otra vez que esto era la realidad y lo demás eran solo sueños. Su mano se deslizó hasta mi pecho, mi respiración ya se había calmado.

Con suerte, empezaba a diferenciar los sueños de lo que fue real, y algunas cosas sobre mi cautiverio empezaban a hacerse claras.

—¿Sabes?... En mis pesadillas no me llamabas amor...

Ella jugó suavemente con sus dedos sobre mi piel, ayudándome de una mejor forma a despejarme.

—¿Por eso me preguntaste por qué te llamaba así? —Y asentí—. Será porque ellos no sabían que yo te llamaba así y por eso no lo usaron. —Besó mi mejilla, disparando esa explosión de dulzura.

—Un buen punto clave, ¿no?

—Mi Antonio... —Empezó a darme más cortos besitos en la mejilla, así que giré el rostro para que estos cayeran en mis labios, haciéndola sonreír y continuar—. ¿Cómo es que te pusieron ahí? —preguntó susurrando, estudiando mi expresión, quizá temiendo el incomodarme, pero nada de ella podía causarme mal.

Ya no eran las pesadillas. Era mi Marien, esa joven tan buena y adorable, la que me amaba, la que no me heriría. Tomé su mano, que aún descansaba sobre mi piel.

—Como no rogué por mi muerte, por más que me hicieron y por más días que pasaron... me pusieron a esa máquina. Ya sabía lo que se venía, pero igual, en esa máquina terminas perdiéndote y si no te vuelves loco terminas muriendo por inanición... y bueno, ya sabes que tardamos mucho en morir.

—Perdóname —dijo con angustia de pronto—, tardé mucho en venir a por ti, perdóname, ¡lo siento tanto!

—Hey. —Tomé con delicadeza su rostro—. Tranquila, al contrario, gracias por haber venido.

—Vine a ver si podía vengarme también... quería ir y quemar sus cosas de esos ancianos líderes.

... ¿Eh?

—T-tú... ¿Ibas a quemar sus cosas? —Tan solo imaginarla intentándolo mientras los ancianos la perseguían me hizo reír, aunque suave. De pronto mi cabeza había dejado de doler, estaba sintiendo felicidad de nuevo. Me envolvió con su brazo, recostándose en mi pecho. Giré y quedamos abrazados, juntos, frente a frente. Tenerla a mi lado me ayudaba mucho más—. Orión no tenía la carta de permiso de ellos —le expliqué—, ellos ya me habían perdonado, así que, para no arruinar su reputación y prestigio ante sus nuevos reclutas, fue a apelar, pero los ancianos se estaban tomando su tiempo, es por eso que no me mataron enseguida.

—Lo siento, debí venir antes.

—Estoy bien, ya estoy a tu lado —la calmé besando la punta de su roja nariz.

Acaricié su brazo, notando las vendas. Suspiré levemente, ya que, de forma amarga, eso me aseguraba de que no estaba soñando, pero que estaba herida por venir a buscarme. Iba a desquitarme con ese que la hirió...

Bajé, tratando de olvidar el enojo, haciendo mi habitual recorrido en su cuerpo, acariciándola hasta la cintura. Su piel estaba tan suave como la recordaba, cálida, y... ¿desprotegida?

Junté las cejas con algo de confusión mientras mis ojos lo comprobaban.

—Estás... desnuda...

Sonrió tímida y se pegó más a mí. Mi corazón empezó a acelerarse y sentí que rompía una corteza de dolor para ser libre. Marien rozó su nariz con la mía, ladeé el rostro y rocé sus labios. Mi mano siguió bajando hasta recorrer su muslo, y tiré con suavidad, haciéndola cruzar su pierna sobre mi cintura.

Nos besamos, fuerte, suave e intenso a la vez. Necesitaba sentirla y olvidar todo, lo necesitaba en verdad.

Giré y quedé encima para empezar a bajar, recorriendo su cuerpo con mi boca, devorándola, lamiendo, jadeando, succionando y gruñendo bajo como una bestia fuera de control. Necesitaba embriagarme con el aroma de su piel húmeda, con su suavidad, su calor. Se curvó contra mí, gimiendo, tirando de mi cabello, y la devoré con más pasión.

Intentó bajar mi pantalón, así que la ayudé torpemente, a lo que ella sonrió y tiró de mí para reclamar mi boca de nuevo. Me uní a ella, lo suficientemente despacio como para disfrutar cada instante, pero no lento porque estaba desesperado por sentir.

Su caliente cuerpo disparó lejos los malos recuerdos, el dolor, el ruido en mi mente. Su aliento me llenó, sus jadeos, su gozo. Este era mi paraíso.

Dejé que sus besos me curaran como un bálsamo. Me elevó al cielo. Sus traviesas manos me tocaron y apretaron con desenfreno.

Confiaba en que papá había usado ese material que una vez me dijo que no dejaba que los sonidos salieran, pero igual, el atisbo de conciencia me duró un par de segundos, ya que me perdí en el disfrute de hacerle el amor, en la sensación más placentera, intensa y deliciosa.


Jadeaba contra mi boca, me dio un corto beso, ahogando un suave gemido, y sonrió llena de vida. Lucía satisfecha e incluso más.

—Wow... —susurré. Mi mente estaba en blanco y no había nada mejor que eso.

Volvió a besarme y paseó la punta de su lengua por mi labio inferior, haciéndome sonreír. Jugó con mis labios y los suyos, con su traviesa lengua un poco más.

El placer había ahuyentado el dolor. Era verdad, no solo la adrenalina o la furia adormecían el cuerpo, también lo hacía el placer. El amor.

La miré, tan hermosa, tan relajada. Sin duda había estado como yo, queriendo asegurarse de que todo esto era la realidad. Sí era real. Ya no había más sueños, estábamos aquí juntos y habíamos hecho el amor. Todo mi cuerpo latía en felicidad.

—Eh —reaccioné—, ahora que lo recuerdo, no te he visto tomar ninguna pastilla. Ya sabes, esa...

Ella rio entre dientes y acarició mi pecho.

—Bueno, antes de que todo esto pasara, tomé la que funcionaba por un mes. —Se encogió de hombros.

—Oh... —Una leve decepción. De pronto mi cuerpo había estado demasiado ilusionado con la idea. Tal vez era parte de lo que llamaban sentido de supervivencia, aunque lo dudaba, si incluso la satisfacción y realización que sentía al estar y terminar adentro de ella iba mucho más allá que un mero instinto. La idea me atraía desde antes. Quería una familia con ella porque la amaba—. ¿Estás segura de que es bueno que tomes algo que detiene procesos normales de tu cuerpo?

Volvió a reír y suspiró.

—Sí, descuida, en algún momento la dejaré. —Me dio un beso—. Para tener un hijo que sea tan hermoso como tú —agregó de forma tentativa.

Eso me hizo sonreír ampliamente. Sí. Claro que quería. Mi cuerpo me pedía a gritos que tuviera un hijo con esta hermosa e inteligente mujer. Era como si cada una de mis células la hubiera elegido para tener su decendencia. Así lo haría.

Quedé mirándola y volví a notar la punta de su nariz roja. Reaccioné.

—Te traeré ropa antes de que te enfermes —le avisé.

Sin embargo, ella se negó enseguida, reteniéndome.

—No, no te separes de mí, estoy bien —pidió, también temiendo, igual que yo, el dejar de sentirme—. Quédate aquí...

Y sin dudarlo, le obedecí. La acuné contra mi cuerpo y suspiré. Entendía cómo se sentía, no quería que siguiera así. Estaría a su lado todo el tiempo que necesitara.


***

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