¿Quién eres?

~ ¿Quien eres? ~


- Estoy saturada - Murmuró Leila, caminando de un lado a otro de la pequeña habitación.

La vampiresa llevaba noventa días encerrada en aquella torre y ese confinamiento la estaba matando. Su padre se había llevado consigo la llave de la puerta acorazada que la mantenía presa. No podía hablar con nadie, ni siquiera con los sirvientes del castillo. Los sirvientes se limitaban a proveerla de pequeñas bolsas de sangre fresca para alimentarse, haciéndolas pasar por debajo de la puerta.

Estaba harta de tanto silencio.

Tenía claro que no se escaparía de la torre. Huir era una idea descabellada. Se consideraría una muestra de desacato directa hacia Drácula, que había ordenado que su hija no saliera de alli bajo ningun concepto durante su ausencia. El vampiro tenía imaginación de sobra para planificar un escarmiento si ella intentaba jugársela. Un baño de luz solar o quien sabe si algo más cruel que el castigo que ideó con su madre.

Leila no estaba dispuesta a tentar a la suerte, pero cada vez le costaba más trabajo seguir esperando su regreso.

La torre era el lugar más seguro del castillo. La estructura más alta y robusta de todo el complejo. Había sido una celda de castigo para prisioneros o sirvientes díscolos. Ahora estaba dividida en tres pisos, constaba de un aseo, una pequeña cocina y un dormitorio. Alli era donde su padre ofrecía cobijo a sus invitados. Y donde, en épocas más felices, su madre había pasado todo su embarazo y Leila su más tierna infancia.

La joven vampiresa miró la estantería que había apoyada en una de las paredes de la habitación y cogió un libro de cuentos de los hermanos Grimm, buscando distraerse. Se tumbó en la cama, y como si el destino quisiera gastarle una broma, abrió el libro justo donde se narraba la historia de la princesa Rapunzel.

Sonrió, tocando con la punta de su lengua uno de sus colmillos ¿Si se teñía su pelo oscuro y se ponia extensiones, vendría un gallardo caballero a rescatarla?

Tiró el libro al suelo. Lo dudaba.

De repente, se le ocurrió algo que podría amenizar su estancia en la torre y se incorporó de un salto ¿Como no lo había pensado antes? Sin perder el tiempo, empezó a deshacer la cama y anudó las sábanas una tras otra, incluyendo la funda de almohada. Luego, le siguieron las cortinas. Las rasgó y anudó una tras otras junto a las sábanas. Después, lanzó el conjunto a través de la única ventana que había en la torre.

- ¡Si! - Soltó una exclamación de satisfacción.

La cuerda que había fabricado quedaba colgando a un metro del suelo, pero le serviría para conseguir su cometido.

A partir de ese día, Leila se pasaba las noches vigilando con sus ojos azabaches el espeso bosque que rodeaba al castillo. Sus ojos eran como sensores, y casi podían ver en infrarrojos. Detectaría cualquier humano vivo kilómetros a la redonda.

La mayor parte de las víctimas que logró atraer hasta la torre, eran hombres. Comerciantes que atravesaban el bosque con sus pertenencias en dirección al pueblo más cercano. Los llamaba pidiendo auxilio con una voz frágil y necesitada, como las sirenas hacían con los marineros. Cuando llegaban a los pies de su torre, los hipnotizaba y los incitaba a subir. Una vez dentro de su alcoba, se desahogaba con ellos y les hablaba de su malvado padre y su infame idea de encerrarla en aquella torre. Al terminar, les borraba la memoria y se alimentaba de ellos.

Leila no mataba a ninguno de aquellos desventurados tan nutritivos. Prefería devolverlos al bosque, atándoles los pies con la cuerda y sus propias camisas, para finalmente dejarles caer con cuidado por la misma ventana que habían usado para acceder a la torre.

Las siguientes semanas pasaron mucho más rápidas. Ninguna mujer cayó en su trampa. Por regla general, las hembras humanas eran mucho más cautas que los hombres y no se aventuraban a caminar por un bosque así durante la noche. Y menos cerca del castillo del Conde Drácula.

Una noche de luna llena, Leila percibió que se acercaba a las inmediaciones de su torre un corazón joven. Sus vigorosos latidos atrajeron el interés de la vampiresa desde el principio y se asomó por la ventana dispuesta a no dejarlo escapar. Estaba sedienta de hablar con alguien de su edad y sobre todo de probar sangre de primera categoría ¡Tan llena de glóbulos rojos, blancos, plaquetas y sin enfermedades que alterasen su composición!

La suerte estuvo de su parte y aquel desdichado fue directo hacia la torre, como si conociera el camino que ella deseaba que escogiera. Lo vio bajarse de un caballo tordo y mirar hacia arriba con ojos inquisitivos. Pudo oler su sudor, descubrir que estaba nervioso y saber que su iris era de un color verde intenso. Lo hipnotizó y como había hecho con los demás, le lanzó la improvisada cuerda para que subiera.

- Hola - La saludó él, inesperadamente, cuando cruzó el alféizar de la ventana.

Era de una estatura similar a la de Leila y aparentaba también la misma edad. Tenía una voz bonita y un rostro interesante. A la vampiresa le sorprendió que le saludara. Normalmente los hombres hipnotizados se quedaban adormecidos.

- Hola - Acertó a decir Leila, inclinando ligeramente cabeza hacia un lado - ¿Cual es tu nombre?

Leila era una criatura bella, por lo que el recién llegado se quedó sin palabras por un instante ¿Era esa la bestia de la que le habían hablado?

- Me llamo Roma - Contestó, olvidándose de darle un nombre falso.

Roma sacudió la cabeza al terminar de hablar ¿qué le pasaba? Tal vez la manipulación mental de aquel monstruo estaba afectándole, a pesar de haber ingerido grandes cantidades de ajo para que eso no sucediera.

- Yo soy Leila - Contestó ella con voz dulce, manteniendo la distancia para no saltarle al cuello como una salvaje - ¿Has venido a ayudarme?

Su tono de voz era muy sugerente. Todo en la hija de Drácula era malvadamente sugerente, a decir verdad.

- Hay una cosa que no entiendo - Replicó Roma, sin responder a su pregunta.

Aquel joven seguía hablando como si nada y esto irritó a Leila ¿Le estaban fallando sus poderes de dominación? Ese humano se le resistía.

- ¿El qué? - Quiso averiguar, caminando unos pasos más hacia el interior de su habitación.

No se fiaba de lo que estaba ocurriendo.

- ¿Por qué una joven como tú, pide ayuda a desconocidos, pudiendo bajar ella misma por esa cuerda para escapar de aqui?

Roma era un chico listo e inmune a sus poderes. Estaba claro que el juego del que había disfrutado durante semanas, estaba llegando a su fin. Ella no era una joven inocente en apuros y la había desenmascarado.

Leila sonrió abiertamente, dejando entrever unos pequeños y puntiagudos colmillos de color blanco.

- ¿Quién eres? - Se limitó a preguntar, en un susurro siseante.

- He venido a llevarte conmigo - Dijo Roma, sin amedrentarse.

- Eres un simple humano ¿Qué te hace pensar que no podré defenderme de ti? - Respondió Leila, empezando a perder la paciencia - Deberías ser más modesto.

De repente, lo pensó mejor. Quizás fuera buena idea cambiar de estrategia. Después de todo ¿Y si aquél humano tan exquisito era su tan ansiado caballero? ¿Y si era su única via de escape de la torre? Si fingía haber sido raptada, Drácula no la castigaría tan duramente.

- Tus poderes no me hacen efecto - Roma lanzó algo al suelo, justo a la altura de los pies de Leila - Pontelas y acabemos cuanto antes con esto.

La vampiresa miró a sus pies y reconoció el brillo de ese veneno de inmediato.

Unas esposas de plata.

¿Y quería que se las pusiera? Jamás. Si tocaba la plata, se le quemaría la piel.

La vampiresa adoptó una postura defensiva de ataque. Echó lo hombros hacia atrás, dilató sus pupilas, gruñó y fijó sus ojos en los de Roma.

- ¿Y por qué no me las pones tú? - Lo retó.

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