No soy una salvaje
~ No soy una salvaje ~
- ¿Deseas morir, Roma?
El chico que se había colado en su torre y al que era incapaz de hipnotizar, no pareció inmutarse por la pregunta que le lanzaba Leila. La vampiresa notó que, a pesar del nerviosismo, la determinación de aquel joven desconocido no vaciló ni por una milésima de segundo.
- ¿Y tú? ¿Deseas morir, Leila? - Preguntó en cambio Roma, sin dar un paso atrás.
La muerte para un inmortal no es gran cosa. Los vampiros podían reencarnarse una y otra vez. A veces resultaba tedioso, pero era una maldición con la que se habían acostumbrado a vivir. Volver a pasar por cada etapa de crecimiento y desarrollo no era precisamente divertido ¿Ser adolescente de nuevo? No, gracias.
Ante sus palabras, en lugar de sentirse intimidada, Leila comenzó a reírse a carcajadas.
- Vaya, tienes humor - Comentó, disfrutando de la actitud despreocupada que mostraba Roma - Incluso en estos momentos.
Al terminar de hablar, la hija de Drácula enseñó sus colmillos blancos, exhibiendo una mínima parte de su auténtico ser. Todavía estaba valorando si probar la sangre del intruso o directamente deshacerse de él.
- Nadie va a morir aqui - Alzó la voz Roma, como fuera consciente de los pensamientos de Leila.
Leila entrecerró los ojos y dio un paso hacia delante.
- ¿Quién eres? - Volvió a preguntar la vampiresa.
Sin esperar respuesta, la bella vampiresa siguió dando pasos hasta que no hubo más que un metro de distancia entre Roma y ella. Esa era la distancia exacta donde podía escuchar la sangre del chico recorrer, como un riachuelo, las venas y arterias de su cuerpo. Si tan solo pudiera darle un pequeño bocado a ese liquido escarlata fresco y limpio...
De repente, mientras analizaba a su inusual invitado, algo la desconcertó. La vampiresa detectó en el aire el olor de un elemento extraño. Partículas de ajo. Esto le revolvió el estómago. Desvió la mirada hacia el pecho de Roma y vislumbró la silueta afilada de tres estacas de madera, entrecruzadas a modo de escudo por debajo de su camisa.
Siseó con furia, como una auténtica serpiente de cascabel ¿Cómo había podido estar tan ciega?
- Eres uno de esos - Lo acusó, sin mover ni un solo músculo de su cuerpo.
Roma sonrió, impresionado porque lo hubiera desenmascarado una distancia de un metro, debía de tener un olfato muy superior a lo normal. Leila había descubierto que era un cazador de monstruos. Lo que esperaba es que, por encima de todo, la vampiresa no descubriera que su belleza lo estaba obnubilando.
- Si hubieras querido matarme, ya lo habrías intentado. Conozco a los de vuestra especie - Dijo Roma, tratando de recuperar las riendas de la situación - Hoy no va a morir nadie y tú te vienes conmigo. Ponte las esposas.
- Huelo tu nerviosismo desde antes de subir a la torre - Le informó Leila, permaneciendo inmóvil - Es...irritante.
Cuando dos animales se pelean, suelen mantener la mirada fija en los ojos de su contrincante y adoptar una postura tensa, pero estática, antes de atacar. Leila parecía estar haciendo exactamente eso, pero había algo que le aún le impedía saltar sobre el cuello de Roma.
- No me gusta la plata - Declaró Leila, en un murmullo que a Roma le hubiera estremecido de no ser porque estaba habituado a lidiar con chupasangres.
El chico no había subido a la torre con el objetivo de liberar al mundo de la hija de Drácula. Su estrategia era atraparla y utilizarla como señuelo. Sin embargo, no podía permitir que la vampiresa andara suelta por el condado sin estar sometida. Las esposas de plata serían suficiente para controlar sus impulsos asesinos, pero si no se las ponía ¿Debía mandar todo al traste y atravesar su pecho con una estaca?
- No puedo permitir que salgas de aqui y confiar simplemente en que mantengas un buen comportamiento - Explicó Roma, preguntándose si Leila entendería que era un peligro público.
Inesperadamente, Leila saltó sobre él y lo empujó contra la ventana de la torre con una fuerza descomunal. Las esposas de plata salieron volando y golpearon una de las esquinas de la habitación produciendo un sonido metálico. La vampiresa puso sus manos sobre los hombros de Roma y sus piernas alrededor de la cintura del cazador, atrapándolo bajo su cuerpo mientras apoyaba las rodillas sobre el alféizar.
La agilidad de la vampiresa hizo que el chico no pudiera defenderse ni apartarla. Su peso le impedía respirar, clavando el borde de piedra de la ventana en su espalda.
- No soy una salvaje - Dijo Leila, abriendo su boca y mostrando una vez más sus largos colmillos.
El cazador tragó saliva. Roma supo en ese instante que probablemente el monstruo más bello que había visto nunca, le arrancaría la cabeza o el corazón y se alimentaría de él mientras moría.
- Dios mío, te encomiendo mi espíritu - Fue lo único que acertó a decir.
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