Sentimientos humanos


Como un último acto de benevolencia por parte de los ancianos, Atori fue regresada con sus padres para que viviera como una joven normal, y el templo fue cerrado hasta que una nueva niña diosa fuese elegida, ocho años más tarde.

La pareja la recibió con orgullo y la sentaron a la mesa, donde sus otros hijos no compartían el sentimiento, ellos la miraban con recelo. Toda su vida habían estado bajo la sombra de su hermana la diosa y jamás habían tenido contacto con ella.

Acostumbrada al inmaculado templo, la humilde morada donde se encontraba le parecía sucia y desagradable. Los miembros de su familia eran completos extraños para ella y como jamás había conversado con nadie que no fueran los dioses, no sabía qué decir.

Con alegría, su madre le sirvió una porción de comida en el plato. Por tratarse de una ocasión especial, habían matado a un cordero y preparado un estofado.

Atori permaneció inmóvil en la silla, esperando que alguien le sirviese la comida en la boca.

—Ya no eres una diosa, come sola —le dijo uno de sus hermanos, con desagrado, dándose cuenta de lo que la chica esperaba.

Temblando, cogió el tenedor, y sin estar segura de cómo hacerlo, pinchó un trozo de carne y lo acercó a su boca. No se parecía en nada a los dulces manjares que había comido toda su vida, lo salado y lo amargo no lo había probado hasta ese momento, y el sentir ese extraño sabor le causó nauseas.

Dejó caer el tenedor y su padre, nervioso, se levantó.

—Debes estar cansada, te preparamos una habitación para ti sola. —Intentó bajarla de la silla, pero dado que la muchacha nunca había necesitado caminar, cayó al suelo experimentando otra sensación nueva: dolor.

Entre su padre y su madre intentaron ponerla de pie, pero el solo apoyar sus plantas contra el suelo era como caminar sobre vidrios rotos.

Tanian, el hijo mayor de la familia, se apresuró a socorrerlos, cargó a su hermana en brazos y la llevó al fondo de la casa, donde le habían preparado un colchón de paja en un catre de madera. La depositó con cuidado, mas los gritos desgarradores de la chica no se calmaron.

La madre echó a llorar, impotente por no ser capaz de atender a su hija.

Poco a poco Atori se fue tranquilizando, el dolor en las piernas pasaba, pero crecía una molestia en toda su espalda. Aquel colchón de paja era demasiado duro para su cuerpo.

Con tal la noche pasaba, la familia permanecía en la puerta de la habitación, escuchando como Atori pedía ayuda a gritos a los dioses.

La adaptación de Atori a la vida fuera del templo era insostenible, su sola existencia era una tortura. El sol había dañado su piel impoluta, sacándole ampollas. El roce de la ropa la incomodaba, de noche no podía dormir, su largo y sedoso cabello al no poder ser mantenido, no tardó en llenarse de nudos y suciedad, por lo que su madre tuvo que cortarlo casi al ras. Cómo había llorado al ver su reflejo y no poder pasar los dedos por sus exiguas hebras negras. Lo peor de todo era caminar. Su hermano Tanian la cargaba en ocasiones, mas le insistía en hacerlo sola. Aunque al pasar los años sus músculos se fortalecieron y el dolor era tolerable, correr o tener movimientos muy coordinados le era imposible, por lo que no servía de mucha ayuda en las tareas del campo, siendo un perjuicio para su familia.

En el pueblo y la escuela la gente la reconocía, ya no temían verla a los ojos y era ella quien esquivaba la mirada, pues se sentía intimidada. Fuera de Tanian, ninguno de sus otros hermanos y hermanas le dirigían la palabra si no era para reclamarle el no hacer nada bien y pasarse las noches y días llorando; y con los otros niños y jóvenes la situación era parecida. No hablaba con nadie, se limitaba a observarlos de lejos, con miedo.

Solo una vez, cuando tenía dieciséis años, alguien se había acercado a hablarle: el muchacho a quien le había sonreído.

Años atrás, gracias a sus ojos de diosa, había podido ver la profundidad del alma de ese chico y su corazón latió con fuerza al reconocerlo. Venía acompañado de una joven mujer, ambos le hicieron una reverencia, recordándole la forma en la que la gente solía dirigirse a ella cuando era una niña.

— Me llamo Erik —se presentó —. Seguro no me recuerdas, pero una vez me bendijiste. Estoy seguro que fue tu sonrisa la que trajo a Sara a mi vida.

Con esas palabras, Atori sintió su alma caerse al suelo. En ocasiones, el recuerdo de Erik le alegraba las noches, y a veces, hasta se imaginaba caminando con él de la mano; pero era esa chica Sara quien lo sostenía en la vida real.

Ocultó sus sentimientos y se limitó a asentir con la cabeza. Cuando la pareja se alejó, los observó desde su lugar. No le desprendió los ojos a Sara y de un momento al otro descubrió el sentimiento de la envidia. El querer lo que ella tenía: piernas fuertes que le permitían moverse con libertad, una familia que seguro no la trataba como a una extraña, un mundo en el que encajaba y a Erik, el joven dueño de esa alma hermosa.

Mientras pasaba el tiempo, su rencor hacia los dioses crecía, a tal grado que en una ocasión, cuando pasaba por el atrio de uno de los templos, vio a un grupo de gente escuchando con atención la prédica de uno de los ancianos, quien les explicaba cómo los dioses del cielo los cuidaban con infinito amor.

Sin darse cuenta, poco a poco se había ido abriendo paso entre la multitud. Al reconocerla, el anciano le hizo un gesto con la mano para que se acercara.

—Nuestra ex niña diosa, una de las pocas que ha tenido la dicha de hablar frente a frente con los dioses. Cuéntanos un poco acerca de ellos.

Atori, quien solo decía lo justo y necesario, incentivada por el odio se animó a hablarles a todos en voz alta:

—Los dioses solo se preocupan por ellos. No los aman, no los cuidan, ni siquiera les importan. Sus rezos no los escuchan, así que solo le hablan al viento.

Impresionado, el anciano la interrumpió, poniéndose frente a ella para hablarle a la multitud.

—No siempre pueden escucharnos, por eso nos envían a las diosas de las estrellas, quienes mientras son niñas y su alma se mantiene pura, se encargan de ser las mediadoras de sus bendiciones.

La gente le dio la razón y varios no tardaron en abuchear y gritarle a Atori, echándole en cara que solo hablaba por el rencor de haber perdido sus privilegios, que se notaba que su alma se había corrompido y por eso los astros de sus ojos le habían sido arrebatados.

Muerta de tristeza, se alejó del lugar lo más rápido que sus débiles piernas le permitieron y se ocultó tras la pared posterior del templo, donde además de haber varias imágenes tallas en piedra, se encontraban los nombres de todas las diosas de las estrellas y el nombre del pueblo en el que habían nacido. El último nombre era el suyo, y justo arriba estaba el de Iray, la diosa de las estrellas que la había precedido. Le fue inevitable preguntarse qué había pasado con ella y con todas las anteriores.

Pasó el dedo por las letras y por primera vez tomó una decisión propia, la de ir a buscar a Iray; preguntarle si había podido adaptarse al mundo humano y si los dioses habían sido igual de crueles con ella.

Bueno, ya solo falta una parte para acabar! y la subiré hoy. Les gusta? es muy rara? muy común? qué creen que pase con Atori? 

Gracias por sus comentarios! los iré respondiendo, pero primero terminaré el próximo capi XP igual ya saben que esto es para un concurso así que cualquier corrección me ayuda.

bye!

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