La diosa de las estrellas
Los dioses ya habían elegido.
Era Atori, la primera hija mujer de una pareja mayor. Desde su nacimiento que su padre había notado las estrellas en sus ojos y no fue una sorpresa cuando los ancianos la señalaron como la «diosa de las estrellas». Era la segunda vez en catorce generaciones, que los bendecían en esa aldea.
Las «diosas de las estrellas», nacían una vez cada veinte años, como un regalo de los dioses del cielo a los humanos. Niñas con el don de conceder fortuna y benevolencia, de bendecir con su sola sonrisa y eran las únicas que podían hablar directamente con los dioses y cualquier otro ser espiritual, pues los astros en sus ojos les permitían ver lo que el resto de mortales no podía.
Atori fue cubierta de pétalos de flores y fue creciendo entre sábanas de terciopelo, alimentada con las frutas más dulces y bañada solo con el agua más pura de los manantiales.
Durante el día permanecía en un altar, donde la gente de todos los pueblos del territorio la visitaban para venerarla y recibir sus bendiciones. Durante la noche, la levantaban para llevarla a descansar a una habitación especial en el templo. Sus pies nunca debían tocar el suelo y nadie tenía permitido mirarla directamente a los ojos.
Su rostro era hermoso y su piel nívea, pues nunca había recibido de frente los rayos del sol y su cabello que jamás había sido cortado, era tan suave y brillante que tentaba a más de uno a acariciarlo. Mas todos sabían que la diosa de las estrellas era sagrada y no debía ser tocada por manos que no hubiesen sido purificadas antes.
Esa era la vida que Atori conocía. Su mundo en territorio humano, se reducía al altar y a ser atendida cada segundo de su existencia. Al no conocer nada más, había pocas cosas que se preguntaba y casi nada en qué pensar. Ni siquiera necesitaba conocer el idioma de los humanos, aunque lo había ido asimilado de sus visitantes.
Los dioses le hablaban a veces y en sueños la transportaban a sus dominios, para permitirle jugar en los bellos jardines de ese mundo inaccesible para cualquiera con un cuerpo físico. Era un lugar tan grande que la niña nunca lo había terminado de explorar. Volaba entre las flores y recogía polvo de estrellas para dárselo a Silva, la diosa de la luna, quien lo utilizaba para adornarle el cabello.
Definitivamente Atori amaba más el mundo de los dioses que el de los humanos y en cada ocasión que podía les preguntaba cuándo podría vivir ahí definitivamente.
—Mi niña predilecta. —Era lo que Silva le respondía abrazándola con cariño.
—Pusimos un trozo de cielo en tus ojos para que seas la preferida de los mortales también —acotaba Graun, el dios del sol.
Una noche mientras exploraba los jardines, distinguió la luna entre los árboles. Brillaba más que nunca y su luz la atrajo de manera inevitable. Flotaba casi hipnotizada hacia ella, cuando sintió un violento tirón que la regresó atrás. Nai, el dios de la lluvia, era quien la había jalado.
—No vengas por aquí —le advirtió preocupado.
Atori recién entonces se dio cuenta de que la verde hierba que cubría el suelo terminaba de pronto para ser absorbida por la oscuridad.
—Allá abajo, está el abismo. Donde el paraíso acaba. Caer en él significa dejar de existir en ambos mundos, el espiritual y el material. Nadie, ni siquiera los dioses, podríamos escapar de ahí si caemos. Imagina si algo te hubiera pasado, mi niña predilecta, hubiéramos perdido tus ojos de cielo para siempre.
Atori tragó saliva, nunca había imaginado que el cielo tuviese un final, y la idea de dejar de existir en ambos mundos era algo que su mente no podía llegar a comprender. Solo imaginarlo la angustiaba.
Haciendo caso a Nai, terminó de retroceder y se alejó lo más que pudo de ese lugar.
En el día despertó en su cama mortal. Una de sus sirvientas comenzó a darle un dulce puré de manzana en la boca y otra sacó de un armario el vestido que usaría esa mañana.
Los humanos le habían regalado tantos vestidos de las telas más finas cubiertas de las gemas más hermosas, que podía usar dos diferentes cada día; uno en la mañana y otro en la tarde. Le prepararon un baño de agua tibia perfumada y después de purificarse las manos con agua bendecida por la luna, la desnudaron y asearon, como era la rutina diaria.
La niña diosa ya estaba en su altar, sentada con las piernas cruzadas, recibiendo una lluvia de pétalos. Ese día se celebraba su nacimiento, cumplía ya doce años, y como era tradición, la sacarían en procesión por el pueblo, acompañada de música, canciones y bailes.
Durante ese acontecimiento, era una de las pocas veces que la sacaban de su templo. De soslayo podía apreciar un poco del mundo exterior, que no tenía nada que envidiar al jardín de los dioses.
Después de atravesar el camino principal, la dejaron reposar en la plaza, donde como siempre, la gente se le acercaba a orar, dejare flores, joyas o frutas. Para Atori todos los humanos lucían iguales, como patéticas criaturas que caminaban inclinados con temor de mirarla a los ojos.
Pero ese día, un humano no fue como los demás. Un muchacho de su edad, que iba a dejarle un ramo de rosas por petición de sus padres, impresionado por su belleza, no había podido evitar mirarla a los ojos, tan solo por una milésima de segundos, acto desapercibido para todos, menos para Atori. Aquella había sido la interacción más personal que había vivido nunca con un mortal. Tan solo le había bastado ese breve instante para poder ver a el alma de ese joven y sentir una calidez solo similar a la que le brindaban los dioses cuando la abrazaban.
En un acto reflejo, sus labios se curvaron y sonrió por primera vez a un humano.
La gente lo notó de inmediato. Todos callaron y la madre del muchacho fue la primera en gritar de alegría:
—¡Le ha sonreído! ¡Mi hijo ha sido bendecido por la diosa de las estrellas!
Se creó una convulsión entre los presentes, la música volvió a sonar con más fuerza y entre felicitaciones y abrazos el muchacho fue poco a poco perdiéndose de vista.
Al regresar a dormir al templo, Atori no fue llevada al jardín de los dioses. Esa noche soñó con el muchacho, reviviendo una y otra vez el cruce de miradas, recordando la calidez de su alma y despertaron en ella sensaciones nuevas.
En la mañana, fue la primera vez que despertó feliz en el templo, sin querer permanecer en el jardín de los dioses, deseando tener la oportunidad de ver al muchacho de nuevo.
Las sirvientas la alimentaron, la desvistieron y de pronto sucedió algo extraño. Las dos mujeres se paralizaron y observaron a la niña diosa con pavor. Esta, sin saber qué ocurría, bajó la mirada, descubriendo lo que había causado tal impacto en las sirvientas. Un líquido rojo bajaba por sus muslos. Parecía la pintura con la que a veces la maquillaban, pero Atori no identificaba de dónde provenía.
—Es sangre —le comentó una mujer a la otra —. La niña diosa ha tenido su primera menstruación.
Atori no comprendía nada. ¿Sangre? ¿Qué era la sangre? Debido al extremo cuidado con el que había crecido, jamás había visto sangre en su vida y no sabía lo que aquello significaba.
Las sirvientas las dejaron donde estaba y corrieron a buscar a uno de los ancianos del templo.
La niña temblaba de frío, no la habían vuelto a vestir. El cónclave de ancianos hablaba a su alrededor, tristes, alguno hasta lucía enfurecido.
Atori permanecía en el medio, inmóvil, ignorada como un objeto. De golpe perdió la consciencia. De la misma forma que los ancianos la observaban tirada en el suelo, los dioses la observaban en el mundo espiritual.
—Tu tiempo ha acabado, ya no eres una niña —le dijo Silva, sin el tono amoroso y maternal de siempre.
Graun la levantó y la mantuvo flotando a escasos centímetros del suelo, puso la mano sobre sus ojos y le arrebató los astros que le habían otorgado al nacer.
Las estrellas, la luna, todas se apagaron y la dejaron en la oscuridad.
Continuará...
Bueno... opiniones? nadie le atinó a qué iba a tratar XD serán creo que dos partes, tal vez 3 pero lo subiré todo hasta mañana máximo porque se me va el plazo. Si ven cualquier error de dedo, ortográfico o lo que sea por favor marquenmelo. Y claro díganme qué opinan, será una historia un poco oscura.
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