14 SANA
Habían pasado semanas desde que Amil dejó Glaia junto a Alaric y el resto, y para Sana este tiempo parecía hacerse infinito, pues era la primera vez que pasaba tanto tiempo alejada de su hija, siendo consciente del peligro de su viaje.
En este tiempo, Sana visitaba con frecuencia los aposentos de Amil, esperando que en algún momento su pequeña volviera a su hogar. Solía entrar, abrir o cerrar la ventana, y tras esto se sentaba en la cama, dejando que las horas transcurrieran en silencio.
Por las noches, cuando todo el mundo descansaba, ella no podía ni cerrar los ojos, pues en cuanto lo hacía, su mente se llenaba de oscuras ideas sobre los males que podrían estar acechando a Amil. Así, muchas noches acababa decidiendo salir de aquella opresiva habitación que la asfixiaba y, bajo el estrellado cielo oscuro, deambulaba por las almenas de los sombríos muros de Glaia.
Varios vieron a Sana en esta nueva práctica a altas horas de la noche, e incluso algunos se atrevieron a rumorear que la viuda reina madre estaba perdiendo la cordura, discurso que resultaba ser más eficaz tratándose de una monarca mujer y sin sangre real. Estas características la hacían parecer más débil a los ojos de los burdos taberneros, que junto con los burdeles eran los principales responsables de la expansión de la mayoría de los rumores de este estilo.
Antes de que partieran, Sana planeó el viaje con Alaric, quien sería el líder de la comitiva, y sabía que no tendría ningún tipo de información sobre cómo les estaba yendo hasta que el grupo llegara a Medaluna, una ubicación a mitad de camino entre Glaia y Ultima Nieve. Eso significaba que aún quedaban varios meses para recibir noticias de su hija.
Era plenamente consciente de que el no haber coronado a su hija como reina de Glaia antes de su viaje la dejaba en una situación muy incómoda como reina madre, pues este tipo de regencias no estaban demasiado bien vistas, menos aun cuando el heredero, o la heredera en este caso, ya está preparado para tomar el cargo.
Una mañana como cualquier otra, Sana se levantó de su cama tras unas pocas horas de sueño. Las ojeras se volvían cada vez más visibles en su rostro, demacrándolo poco a poco. Aun así, ella seguía siendo una persona de gran dignidad y aprecio propio, por lo que siempre, antes de salir de su habitación, Immi pasaba por allí para arreglarle el pelo y vestirla como toda una reina, con sus largos vestidos negros.
—¿Os encontráis bien? Tenéis mala cara —dijo Immi, preocupada.
—Sí, no tiene importancia, es solo que hace un tiempo que me cuesta descansar en la noche.
Immi arreglaba el pelo de Sana, peinando con suavidad su larga cabellera negra.
—Quizás el sanador Upil tenga algo para que podáis descansar —dejó caer Immi.
—¿Vos podríais preguntarle? —le preguntó Sana.
—Por supuesto que sí, mi reina —contestó Immi complaciente.
Sana vio una pequeña oportunidad de que su descanso regresara, y esto la alivió, pues hasta el momento pensaba que tendría que seguir soportando la pesada carga del escaso sueño sobre su cuerpo.
—Ya estáis —dijo Immi mientras acababa de atar el último lazo del oscuro vestido de la reina. Este se abrochaba con una suave cinta a la altura de la cadera y con varios nudos con hilos que se sujetaban en la espalda.
—Perfecto, puede retirarse.
Immi se marchó, no sin antes realizar una reverencia a su reina. Sana se quedó un rato más con la mirada perdida en el espejo. El reflejo de ella misma que este le devolvía la hacía acordarse aún más de Amil, hasta sentir que aquella alucinación le susurraba suavemente, aunque el tono parecía ir aumentando, acercándose a Sana.
—¿Qué me ocurre? —exclamó desesperadamente Sana, sin entender cómo había llegado a este punto.
—Tranquila madre, estoy aquí —dijo Amil, ofreciéndole la mano a su madre.
—No, no puede ser... Estoy perdiendo la cabeza —dijo la reina mientras miraba incrédula cómo aquel enturbiado reflejo se volvía la misma imagen de su hija, frente a sus ojos.
—Madre, soy yo, Amil, vuestra hija —continuaba diciendo, acercándose lentamente a ella. Sana sentía cómo su pulso y respiración se ralentizaban a cada paso de Amil—. Nunca más me separaré de ti, madre.
—No, no... —Sana solo podía negarse ante lo que estaba viviendo.
—¿Por qué me has abandonado a mi suerte? —dijo Amil.
—Yo... hice todo para que te quedaras —intentaba hablar Sana, pero sus lágrimas, combinadas con el shock de la escalofriante escena, le dificultaban demasiado.
Cuando Sana empezó a llorar, Amil también lo hizo, pero de sus ojos no brotaban lágrimas corrientes, sino de sangre. Cuando Sana intentó acercarse un poco para consolar a su hija, Amil la agarró fuerte de la mano, la misma que antes le ofrecía como gesto de buena fe, y Sana empezó a sentir cómo se le congelaba con su tacto.
—Ah, para, por favor —exclamaba entre lamentos.
—Se suponía que tú debías pararme —le gritó a la cara Amil.
Sana podía observar cómo toda su mano se congelaba, adoptando un color azulado. Cuando escuchó a alguien golpear la puerta, miró hacia atrás y se dio cuenta de que era Carwin Naste, el erudito de Glaia, este era un señor mayor, de gran chepa, larga barba blanca y de escaso pelo en la cabeza. Sana devolvió la mirada fugazmente al espejo y, pero rápidamente miró su mano, y todo había vuelto a la normalidad.
—¿Os encontráis bien, mi reina? Parece que hubierais visto un fantasma —dijo Carwin frente al rostro de confusión de Sana.
—Sí, erudito Naste, es solo que no os esperaba aquí y ahora —respondió tratando de desviar el tema para guardar las apariencias.
—Perdonadme, alteza —dijo Naste mientras hacía una reverencia—. Pero me temo que estoy aquí para avisaros de un grave asunto.
Sana no abrió la boca, pero con un simple gesto de cabeza le dio la orden de que le contara aquel grave asunto.
—Se trata del duque Erion; por lo visto, piensa reclamar la corona y el trono de Isendra —trató de explicar con sutileza—. Los señores de las nieves os esperan para que presidáis la asamblea en nombre de la heredera.
—Por supuesto —dijo Sana, consciente de que su figura sería ultrajada si no mostraba fortaleza ante los señores de la asamblea y su pueblo.
El erudito Naste guió a la viuda reina madre por el castillo de Glaia. La nieve comenzaba a caer a su alrededor. Esta sería la primera vez que Sana tendría que mostrar su valía como regente; hasta el momento, siempre fue su marido quien hablaba en este tipo de eventos, mientras ella solía permanecer como una espectadora más.
Finalmente, Sana y Naste llegaron a la puerta del salón principal. Dos guardias abrieron las puertas al gran salón, donde todos los señores de la asamblea se levantaron de sus asientos con la llegada de la reina. El lugar de la persona que preside la asamblea se encontraba justo en el lado opuesto de la puerta, por lo que recorrió todo el salón bajo las atentas miradas de aquellos señores. Al fin llegó a su asiento, que se encontraba de espaldas a la chimenea y de cara a la puerta del oscuro lugar.
En la mesa, Sana estaba sola en la cabecera. Más cercano a ella estaba Naste, a su izquierda. A su derecha se encontraba la silla vacía de Alaric y, más lejos, Formen Sull al lado izquierdo, jefe de moneda, y el canciller Kai a la derecha.
Por último, estaban Daron Corbon y Selm Alsehm, representantes de los Glaciares y Monte Blanco respectivamente.
—Está bien, ¿qué sucede con el duque? —dijo firmemente Sana mientras tomaba asiento, seguida por el resto.
—Ha llegado a primera hora un halcón blanco con esta nota —le contestó Naste mientras le acercaba la nota.
La nota decía:
"A mi estimada reina viuda,
Espero que estas palabras os encuentren en paz. Os envío mi más sentido pésame por la pérdida del Rey Teron II; lamento no haber asistido a su despedida. Por otra parte, me veo obligado a reclamar el trono de Isendra, pues sabemos que la princesa no desea asumirlo. Con mi experiencia, no deseo una batalla por el reino; prometo preservar la estabilidad y prosperidad que tanto valoramos. Os ruego que cedáis para asegurar un futuro seguro para nuestro pueblo.
El Duque de los Glaciares, Erion Shakin."
Sana agarró la nota y, tras leerla, la arrugó y se dejó caer sobre su asiento.
—¿Qué tenéis que decir al respecto, Daron? —preguntó la reina.
—Os prometo que yo no era consciente de las intenciones del duque —dijo Daron, representante del duque en la asamblea—. Pero sí es cierto que la princesa no parece querer afrontar el cargo de su padre, y vuestra sangre no es Shakin.
—¡Nos ha amenazado con la guerra! —exclamó Sana mientras daba un golpe en la mesa—. ¿Cómo podéis estar todos tan tranquilos?
—Mi reina, os apoyo, pero debéis reconocer que hace ya un tiempo que se toman malas decisiones —replicó el canciller Kai—. Hoy sería un gran día para que Alaric tuviera voz en esta asamblea y no ande perdido en algún lugar de la región.
Sana apoyó ambas manos sobre la mesa y se levantó de su asiento.
—La guardia real está protegiendo a la futura reina, que será coronada en cuanto regrese —exclamó Sana—. Además, está prometida con el duque Cashkat de Monte Blanco —remarcó, mirando a Alshem, quien representaba a este ducado. Este le respondió afirmando con la cabeza, dándole su apoyo—. Por lo que la herencia familiar está más que protegida con la princesa. Todo aquel que ose ponerlo en duda estará faltando al honor de la familia Shakin. El primero de ellos ha sido el duque Erion, quien a partir de hoy será considerado traidor por Isendra —dijo, cruzando miradas con todos los hombres allí sentados—. Espero que os haya quedado claro. Ahora proseguiremos en cuanto Daron nos aclare a quién apoya.
Todas las miradas de la sala, incluida la de los guardias, se clavaron en Daron Corbon. Este era un hombre mayor, de edad similar a la de Alaric. Todo su cabello y barba eran ya totalmente blancos y las arrugas de su rostro hacían que siempre pareciera apenado.
—Eh, pues —Daron dudó, sin saber bien cómo podría ser la reacción de la reina a su respuesta, viendo cómo se había puesto hace apenas unos segundos—. Mi lealtad siempre se ha debido al duque, y así seguirá siendo —dijo con orgullo, mientras todos esperaban expectantes la reacción de Sana, que parecía permanecer fría ante la respuesta.
—Muy bien, podéis abandonar esta asamblea. Os prepararán un caballo para que os marchéis fuera de la región al alba. A partir de mañana, se os considerará traidor, al igual que al duque Erion.
Daron intentó protestar sobre la decisión de la reina, pero esta le interrumpió con un simple gesto para que abrieran la puerta del salón y Daron se marchara. Así lo hizo, recogiendo un par de papeles sobre la mesa y saliendo lentamente del salón, dejando un gran silencio tras su partida.
—Si todo el ducado de los Glaciares se declara en rebeldía, tendrán un ejército similar al de Glaia —rompió el hielo Naste.
—Es complicado que suceda —apuntó el canciller Kai—. Los Pueblos Libres no suelen hincar la rodilla por el duque, no es como en el resto de los ducados; no son sus vasallos. El duque de los Glaciares tiene el deber de mantener la paz entre los Pueblos Libres, nada más.
—Además, contamos con el apoyo de Monte Blanco, ¿no es así, Alshem? —dijo Sana.
—Por supuesto, Monte Blanco se debe a Glaia —confirmó Selm Alshem.
—Si ni Glaia ni Monte Blanco mandan suministros a los Glaciares, no tardarán demasiado en darse cuenta de que su causa está perdida —dijo Sull.
—Muy bien, señores, damos la asamblea por finalizada —dijo Sana—. Nos reuniremos de nuevo a final de semana para comprobar los avances. —Todos afirmaron y se levantaron para irse.
Sana se quedó sola en el salón principal. Incluso mandó salir a los guardias. La reina se sirvió una copa de vino y la tomó mirando el fuego de la chimenea, mientras la nieve seguía cayendo por las oscuras cristaleras del salón.
Sentada en el gran sillón de madera frente a la chimenea, Sana se permitió un momento de vulnerabilidad. El calor del fuego contrastaba con la frialdad que sentía en su corazón, y el vino, lejos de calmarla, parecía ser una mezcla de consuelo y desesperación. El silencio del salón era roto solo por el crepitar de las llamas, y la reina se preguntaba cómo había llegado a ese punto. Mientras contemplaba la nieve que caía sin cesar, sus pensamientos estaban tan fríos y desolados como el paisaje exterior.
El futuro de Glaia pendía de un hilo, y Sana sabía que debía estar a la altura del desafío. Sin embargo, el peso de la incertidumbre y la responsabilidad la abrumaban, y en ese momento de soledad, se sintió más perdida que nunca.
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