1 ZAYO

—Deberíamos dejarlo, aquí no está —susurró Zayo lo suficientemente alto para que lo escucharan sus dos compañeros—. Si seguimos haciendo ruido, nos van a escuchar.

—No podemos irnos sin la joya de la que nos habló Nama —contestó rápidamente Raikin—. Además, necesitaremos algo de oro para comprar comida.

—Callaos —replicó Rejo—. La buscamos rápido y nos vamos por donde vinimos.

Los tres muchachos siguieron con su tarea. Debían ser cautos, ya que en el piso de arriba dormía la familia propietaria de la vivienda. Pese a haber registrado la casa por segunda vez, no había ni rastro de la joya y Zayo empezaba a desesperarse.

—Creo que sé dónde está —dijo Raikin con cara de haber visto a un fantasma.

Raikin se encontraba agazapado en las escaleras que llevaban al piso de arriba. Con rapidez y cautela, Rejo y Zayo se acercaron a él, subiendo un par de escalones. Allí entendieron la reacción de su compañero: la joya se encontraba en la muñeca derecha de la persona que dormía en la habitación que quedaba enfrente de la escalera.

—Quedaos aquí y no hagáis ruido —dijo Zayo mientras acababa de subir las escaleras.

Zayo era el mayor de los tres, por lo que solía asumir el rol de líder en muchas situaciones. Además, pese a que los tres eran buenos ladrones, Zayo era el más hábil en el robo mano a mano.

El ladrón se acercó lentamente a la persona dormida. Ya empezaba a escuchar sus leves ronquidos, que indicaban que por ahora estaba a salvo de que lo sorprendiera despertándose. En caso de que esto pasara, deberían salir de la vivienda lo más rápido posible porque, aunque los tres llevaran la cara escondida tras unos pañuelos oscuros dejando solo los ojos a la vista, podrían ponerse en una situación de gran peligro.

Cuando se encontró a su lado, se agachó apoyándose en una de sus rodillas y agarró suavemente la mano de la mujer. Necesitó un rato para entender cómo retirar la joya de su propietaria; una vez que lo entendió, realizó un rápido movimiento y el objeto deseado pasó de la mujer dormida a la mano de Zayo, quien volvió por el mismo camino hasta estar con el resto del grupo.

—Ya está —susurró Zayo enseñando orgulloso la muñequera de oro que acababa de obtener.

Rejo hizo una señal con la cabeza y el grupo de ladrones salió por la ventana, escalando hasta la cima de la casa. Esta no era demasiado alta, pero desde allí se podía observar la Gran Marea de Arena, que es como se conocía al inmenso desierto que ocupaba todo el suroeste de Valoria. También se podía observar el barrio de Arena Mojada, de donde provenían los tres jóvenes. Este barrio era conocido por ser el más pobre de la ciudad de Dunaria. Los chicos solían "trabajar" en los barrios más cercanos al Templo de Cristal, que era el hogar de la familia real de los Cimarro; en estos hogares solían haber más alimentos y objetos de valor.

—Rai, ¿qué has encontrado? —preguntó Rejo preocupado mientras los tres se quitaban sus pañuelos que usaban para cubrirse la cara.

—Pues... medio pan, un saquito de arroz y un trozo de carne de...

—Pollo —completó Zayo—. Es muy poca comida para todos.

Se quedaron mirando la espesura del desierto y cómo la luna le daba ese color especial a la arena, haciéndola parecerse al mar, pese a que ninguno había visto nunca algo parecido a un mar.

—¿Tú has encontrado algún depósito de agua? —le preguntó Zayo a Rejo.

—Nada.

El trío se sentó al borde de la cornisa, decepcionados por los escasos alimentos y la nula cantidad de agua que se habían llevado de la casa. Los tres formaban un grupo peculiar. Zayo era el mayor y también el más fuerte. Sus ojos verdes solían encandilar a todas las chicas que los miraban. Su pelo largo, castaño pero corto por los lados, creaba una cresta que le daba un estilo rebelde, además de su barba, que le daba un toque de joven masculinidad. Su piel clara pero morena le daba un encanto que sus hermanos no tenían, pues ellos no salían casi nunca de día para evitar que los relacionaran con los ladrones. Sin embargo, Zayo salía para vender los objetos que conseguían en sus trabajos.

—Ya puedes sacar un buen precio por esa muñequera —le recalcó Rejo.

Rejo era el mediano y también el más alto; era realmente alto y delgado. Su pelo era largo, oscuro, rizado y alocado. Sus ojos eran grises y tenía las facciones de la cara muy marcadas. Era el más listo o al menos el que más rápido pensaba.

—Vámonos, que ya queda poco para que amanezca —dijo Rai mientras se levantaba.

Rai era el pequeño del grupo, no de estatura, ya que era igual de alto que Zayo, pero este le sacaba aproximadamente dos años de edad. Su estado físico era muy bueno, pero no llegaba al del mayor. Su pelo era corto y oscuro; su mirada intimidaba hasta al más valiente y le empezaba a aparecer una perilla coronada por un bigote bien cuidado. Era realmente impulsivo, por eso, pese a ser un gran ladrón, Nama nunca lo dejaba trabajar sin sus dos hermanos.

—Vale, hermanito, tienes razón —le dijo Zayo—. No queremos estar presentes cuando empiecen a echar de menos su muñequera.

Los hermanos recogieron todo el botín y lo metieron en un saco que rápidamente cargó Zayo a la espalda. Saltaron de casa en casa hasta que llegaron a Arena Mojada. Allí entraron en una casa en la que parecía no haber nadie. Rejo retiró una pequeña mesa y dio tres golpecitos en el suelo. Tras esto, un silencio que duró apenas unos segundos hasta que se abrió una trampilla en el mismo sitio donde se situaba hace un momento la mesa. De esta asomó una mujer adulta de piel clara, pelo oscuro y un lunar en la parte inferior de su labio.

—¿A qué esperáis? Entrad ya.

Los tres hermanos bajaron uno a uno por unas estrechas escaleras de mano de una madera vieja. Zayo dejó el saco en el suelo y, al levantar la mirada, se encontró con Rejo, Rai, la señora que les había abierto la trampilla, dos chicas y tres chicos más.

—¿Qué tal ha ido? —preguntó la señora.

—Bien —dijo Zayo sacando la muñequera de una pequeña bolsa que solía llevar en su cinturón.

—Y mal —replicó Rai, sacando la poca comida que había en el saco.

—Puedes estar tranquila, Nama. Cuando Zayo venda la muñequera, tendremos dinero para comprar comida para todos —dijo Rejo antes de esperar la respuesta de su madre.

—Estoy tranquila, hijo, pero no sé si esta es la vida que quiero para mis hijos —dijo acariciando la cara de Rejo—. Tú eres mi único hijo natural, pero el resto llegaron para tener un futuro mejor y no sé si será así.

Nama era una persona solitaria, pero decidió acoger como a sus hijos a algunos niños sin familia ni hogar de Arena Mojada. De los varones, el grupo de Zayo, Rejo y Rai eran los mayores, mientras que Kayo, Jinai y Sairo aún eran niños. Estos se dedicaban a mendigar alimentos y monedas a plena luz del día. En la parte femenina estaban Irei, de la edad de Zayo, y Taira, de la edad de los pequeños.

Nama amaba a todos sus "hijos", pero sin duda Rejo había recibido un trato especial. Es normal porque al final es el único hijo biológico de Nama y desde pequeño le ha enseñado que la parte más importante de un buen robo es la planificación. Irei y Zayo también se quieren mucho, pero no como lo hacen los hermanos. Nama lo deja pasar porque ambos son de la misma edad y, sobre todo, porque realmente no son hermanos, pese a haberse criado en las mismas circunstancias.

Irei tenía el pelo oscuro, piel blanca y cara fina. Era extrañamente parecida a una versión joven de Nama, pero un poco más atractiva, ya que la madre no es que sea demasiado bella.

—Bueno, si repartimos bien lo que hay, podemos aguantar dos o tres días —afirmó Irei—. El problema es el agua.

—Podemos robar otra casa mañana y ya —aseguró Raikin.

—No, Rai, sabes perfectamente cómo funciona. Primero tenemos que encontrar a alguien con algo que nos interese vender; después, hay que estudiarle y atacar. Y después de un robo hay que dejar tiempo hasta el siguiente, si no, puede llamar la atención de la guardia de los Cimarro —replicó Nama, muy enfadada con Rai.

La madre se enfadó tanto que los más pequeños se escondieron tras los pequeños sacos que usaban como camas directamente sobre el suelo de arenisca húmeda.

—Ni los Cimarro ni su escoria de guardia se atreven a bajar a Arena Mojada —afirmó Raikin.

—¡He dicho que nada de robos hasta que yo lo diga!

Rai frunció el ceño, pegó un fuerte puñetazo a la endeble pared de arenisca y se fue a acostarse sin mediar palabra ni mirada con ninguno de sus hermanos. Los pequeños también se fueron a dormir y Rejo acompañó tímidamente a Rai en su búsqueda de paz. En la sala principal ya solo quedaban Nama, Zayo e Irei.

—Nama, ¿no crees que eres un poco dura con Rai? —le preguntó Irei.

—Ya sabes cómo es tu hermano, a la mínima trata de hacer la guerra por su cuenta. Hay que enseñarle que esto es una familia y si se pone en peligro, a él también pone en peligro a los demás.

Zayo se mantuvo en silencio, pero movía la cabeza afirmativamente a todo lo que decía Nama.

—Yo creo que Rai es más listo de lo que pensáis, además, Rejo no lo dejaría arriesgarse de esa manera —replicó la joven.

—Quizá tengas razón —dijo sin demasiada fe la madre de la familia—. Ahora, id a descansar. En nada os toca salir, además tengo que orar con vuestros hermanos pequeños.

— Pensaba que ya habías dejado de creer en esos viejos cuentos —dijo tratando de no reírse Zayo.

Nama era creyente del culto Venti; esta religión era la más extendida por toda Valoria, pero las nuevas generaciones la tomaban como un cuento para niños.

—Sé que vosotros no creéis —afirmó Nama—. Y por eso rezo por vosotros.

Zayo recordó en ese momento que cuando era más pequeño su madre le contaba cómo cuatro serpientes mitológicas unieron fuerzas para crear las tierras de Valoria. Recordó que había una serpiente de nieve que creó la región nevada ubicada al noreste, la serpiente de fuego creó los peligrosos volcanes al noroeste, la del mar que creó la zona de los pantanos al sureste y, por último, la serpiente de las arenas que creó el mismo desierto donde se encontraba ahora mismo. Zayo recordó que esta última era su favorita de pequeño porque para él era la que había creado todo lo que conocía; para él, no existía mundo detrás del desierto. Es más, hoy en día aún le cuesta pensar en las otras regiones como lugares reales.

—Nama, ¿puedo acompañarte en tus rezos? —dijo Zayo en un ataque de nostalgia.

—Por supuesto, hijo —dijo Nama, sorprendida por la propuesta del mayor de sus hijos.

Irei se fue a descansar a la habitación de los mayores con Rai y Rejo, mientras madre e hijo entraban a la de los niños, los cuales ya estaban preparados para el rezo diario. En este, Zayo se dedicó a escuchar las palabras de su madre repetidas por sus hermanos. En estas, hablaban de que, tras la creación, las serpientes se dirigieron al cielo para, desde las estrellas, custodiar cada una su respectiva región; los chicos eran realmente torpes al recitar, se pisaban entre ellos y se trababan mucho. Pero algo llamó la atención de Zayo: Taira recitaba las oraciones de su madre a la perfección, como si las supiera de memoria. La chica era la más diferente dentro de todos los hermanos; la mayoría tenía el pelo o castaño oscuros, pero ella lo tenía con una tonalidad rojiza y su delgada cara estaba llena de diminutas pecas. Cuando recitaba, parecía quedar extremadamente concentrada, como si su vida dependiera de ese momento.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top