Uno
La noche en Mónaco era perfecta para los negocios, un cielo despejado, calles silenciosas, y un aire denso.
Carlos Sainz, conocido por muchos como El Matador, estaba sentado en el salón principal de su mansión, un monumento al exceso y al lujo.
Frente a él, en la mesa de mármol negro, descansaban un vaso de whisky a medio terminar y un maletín lleno de dinero.
Carlos tenía 30 años, pero sus ojos oscuros y su semblante endurecido por los años de violencia y traición le hacían parecer mucho mayor.
Era un Alfa que no solo lideraba su territorio, sino que dominaba gran parte de Europa y América, El Matador no perdonaba errores ni traiciones, y aquellos que habían osado desafiarlo habían terminado en lugares donde el sol nunca llegaba.
—¿Cuánto tiempo más? —Preguntó Carlos con un tono cortante, clavando su mirada en uno de sus hombres, que se retorcía bajo la presión.
—Cinco minutos, jefe, e-están en camino.
Carlos asintió, impaciente, se levantó del sofá, acomodándose la chaqueta negra perfectamente hecha a medida, y caminó hacia la enorme ventana que daba al puerto.
Mónaco brillaba con su eterna opulencia, pero para Carlos todo era un tablero de ajedrez, cada calle, cada edificio, y cada alma dentro de la ciudad eran piezas que movía a su favor.
El sonido de pasos resonó en el pasillo, y segundos después entró Max Verstappen, otro Alfa y el único hombre al que Carlos llamaba amigo.
Max tenía un porte intimidante, cabello despeinado y un aire de arrogancia que encajaba perfectamente con su reputación, a su lado, Sergio de Verstappen, su Omega, lo seguía en silencio, aunque con una confianza fuerte; después de todo, Max daría y quitaría la vida por él.
—Llegas tarde, Max.—Dijo Carlos, sin siquiera mirarlo.
—Tú no eres el único con negocios que atender, Sainz.—Respondió Max con una sonrisa ligera mientras se dejaba caer en un sillón.
Sergio tomó asiento junto a él, cruzando las piernas elegantemente.
Carlos giró sobre sus talones, enfrentándolos.
—Espero que lo que tengas para decirme valga la pena, no me gusta perder el tiempo.
Max alzó una ceja y sacó un cigarrillo, encendiéndolo con calma.
—Siempre tan amable, pero sí, esto te interesará, hay rumores de que el grupo de Ricciardo está moviendo armas a través de tus territorios en Italia.
Carlos dejó escapar un gruñido bajo, su mandíbula se tensó ligeramente.
—¿Están desafiándome?
—Eso parece, y te diré algo más, Ricciardo está haciendo alianzas con algunos viejos conocidos tuyos, gente que pensabas que eran completamente leales.
El ambiente en la habitación se volvió más denso, Carlos se acercó lentamente a la mesa, apoyando ambas manos sobre ella mientras miraba a Max.
—Si Ricciardo piensa que puede jugar conmigo, está más muerto de lo que cree.
Sergio intervino por primera vez, con su voz suave, pero firme.
—Carlos, Maxie ya te advirtió, ahora depende de ti decidir qué hacer.
Carlos lo miró por un momento, sus ojos evaluando al Omega con curiosidad, Sergio era uno de los pocos Omegas que no temía hablar en su presencia, probablemente porque sabía que Max lo protegería con su vida.
—Tranquilo, Checo, sé exactamente lo que haré.—Dijo Carlos con una sonrisa fría.
Max apagó su cigarrillo en el cenicero de cristal y se levantó.
—Estaré dispuesto a lo que tu decidas Carlos,
Solo recuerda nuestra promesa, si algo me pasa, tú cuidas de él.
Carlos soltó una carcajada seca.
—Eres tan paranoico, Max, pero sí, lo haré, aunque no planeo que te pase nada, eres demasiado útil para perderte.
La conversación terminó ahí, pero mientras Max y Sergio se retiraban, Carlos permaneció junto a la ventana, mirando las luces del puerto con una expresión inescrutable.
Para el mundo exterior, Carlos Sainz era un Alfa perfecto; poderoso, rico y sin escrúpulos.
Pero en su interior, era un hombre vacío, incapaz de recordar la última vez que había sentido algo más allá de la rabia o el hambre de poder.
Si tenía un corazón, como decían sus enemigos, seguramente estaba podrido.
Max era lo más cercano a un hermano que Carlos podía tener, pero incluso esa relación estaba teñida por los negocios y las circunstancias.
Y aunque nunca lo admitiría, la idea de tener que cuidar de Sergio si algo le ocurría a Max le provocaba un malestar extraño.
El Matador no necesitaba amor, lealtad ni vínculos, todo lo que necesitaba era poder, y haría lo que fuera necesario para mantenerlo.
Incluso si eso significaba destruir a cualquiera que se interpusiera en su camino.
La mansión de Ricciardo estaba sumida en el caos, las luces parpadeaban por el corte de electricidad que Sainz había orquestado como parte de su plan, y el aire olía a pólvora, sudor y sangre.
Carlos estaba en el centro de todo, de pie en la sala principal, observando el cuerpo destrozado de Ricciardo a sus pies.
El hombre había implorado, había gritado por su vida, pero Carlos no tenía misericordia.
Había sido metódico, cuidadoso, disfrutando cada segundo mientras el traidor pagaba por su osadía, ahora, el cadáver sin vida yacía sobre la alfombra persa, y Carlos, cubierto de sangre desde los guantes hasta los zapatos, respiraba profundamente, sacudiendo la tensión acumulada.
—Está hecho. —Dijo Carlos con calma, limpiándose la cara con un pañuelo que sacó de su bolsillo.
—Los otros también están muertos, jefe, los hombres están esperando afuera.—Informó uno de sus betas desde la puerta.
Carlos asintió sin mirarlo.
—Quemen la casa, que no quede nada.
Con una última mirada al cuerpo de Ricciardo, Carlos giró para marcharse, pero mientras cruzaba el pasillo hacia la salida, un sonido apenas perceptible lo detuvo.
Un golpe sordo, como si algo o alguien se hubiera movido en una de las habitaciones.
Frunció el ceño, levantando la pistola que llevaba en la mano derecha.
—¿Qué fue eso?—Preguntó, y su hombre negó con la cabeza, confundido.
Carlos avanzó lentamente, siguiendo el ruido hasta llegar a una puerta cerrada al final del corredor. Había sido claro con sus órdenes, nadie en esa casa debía quedar con vida.
Nadie.
Con una patada, derribó la puerta, su pistola estaba lista para disparar, pero antes de que pudiera registrar completamente la escena, algo pequeño y desgarbado se lanzó hacia él.
—¡P-Por favor! —Una voz temblorosa lo sacudió.
Un cuerpo ligero chocó contra el suyo, y el aroma lo golpeó como un balde de agua fria, dulce y fresco, como menta en una noche de verano.
El Omega en sus brazos temblaba, su respiración era errática, y antes de que pudiera caer al suelo, Carlos lo sostuvo firmemente.
—No deje... que me toque... —Murmuró el chico, antes de perder el conocimiento.
Carlos lo bajó con cuidado, apoyándolo en el hueco de su brazo mientras lo examinaba, era tan pequeño comparado con él, frágil y vulnerable.
La piel del Omega era de un blanco puro, con lunares que salpicaban sus mejillas y cuello, su labio inferior estaba partido, pero su forma rosada y suave parecía irreal.
El Alfa tragó saliva, no era un hombre que se conmoviera fácilmente, pero algo en ese chico lo desarmó.
—¿Quién demonios eres? —Susurró, más para sí mismo.
El silencio fue su única respuesta.
—¿Señor?—El beta lo llamó desde el pasillo, asomándose para ver qué había pasado.
Carlos levantó la mirada con una expresión oscura.
—Vámonos, el Omega viene con nosotros.
—¿Está seguro? Podríamos…
Carlos lo interrumpió con una mirada que no dejaba espacio para discusión.
—Dije que viene con nosotros, prepárate para salir.
El hombre asintió rápidamente y desapareció por el pasillo, Carlos volvió a mirar al Omega en sus brazos, el chico pesaba casi nada, y a pesar de su estado, había algo hermoso en él.
—¿Qué te hicieron?—Murmuró mientras lo levantaba con cuidado.
Mientras lo llevaba por los pasillos destrozados de la mansión, el cuerpo del Omega se acurrucó inconscientemente contra su pecho, como si encontrara refugio en sus brazos, Carlos no pudo evitar sentir una punzada extraña, algo que no había sentido en años.
Cuando llegó a la entrada principal, sus hombres ya estaban esperando junto a los coches.
Nadie dijo nada al ver al jefe con el Omega, pero las miradas de sorpresa eran evidentes, Carlos les ignoró, abriendo la puerta trasera de su auto personal y colocando al chico con delicadeza en el asiento.
—Limpien todo, quiero que esta casa arda hasta los cimientos.—Ordenó antes de entrar al auto y cerrar la puerta.
Mientras el coche arrancaba, Carlos miró al Omega que yacía inconsciente a su lado, por primera vez en mucho tiempo, no sabía qué hacer.
Lo único que tenía claro era una cosa; ese chico ya no pertenecía a Ricciardo ni a nadie más.
Ahora, era suyo.
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