Dos

Pablo despertó con un jadeo, el sudor frío pegándole la camisa al cuerpo y las sábanas enredadas en sus piernas.

Su cabeza dolía y su corazón latía con fuerza mientras trataba de orientarse, la habitación era amplia, oscura, y el aroma a cuero y tabaco lo envolvía, opresivo.

No estaba muerto, eso era lo único claro.

Se levantó tambaleándose, abrazándose a sí mismo mientras su mirada recorría el espacio, las paredes eran grises, minimalistas, y había un armario al fondo.

Pero lo que capturó su atención fue el Alfa que estaba sentado en un sillón cerca de la puerta, observándolo en silencio, como si estuviera esperando.

—Tú… —La voz de Pablo salió entrecortada, llena de terror.

Carlos no se movió, su postura era relajada, pero sus ojos oscuros estaban fijos en el Omega.

—¿Cómo te sientes?—Preguntó con una voz baja, grave, casi tranquila.

Pablo retrocedió instintivamente, apretándose contra la esquina de la habitación, el miedo en sus ojos era palpable, un miedo que Carlos conocía bien porque él mismo lo había sembrado en cientos de personas antes.

—Por favor… —Pablo susurró, sus manos temblando mientras intentaba mantener la distancia.

—No me lastimes.

Carlos frunció el ceño.

—No voy a lastimarte.

—¡No te creo! —Gritó Pablo de repente, su voz quebrándose mientras sus lágrimas comenzaban a rodar por sus mejillas.

—¡Eres igual que él! ¡Eres igual que Ricciardo!

El nombre cayó como un golpe, Carlos tensó la mandíbula, su paciencia estaba desgastándose.

—No vuelvas a compararme con ese malnacido, yo maté a Ricciardo, él ya no puede hacerte daño.

—¿Y qué? —Pablo lo miró con desesperación.

—Ahora tú eres mi dueño, ¿No es así? Eres igual de cruel, igual de monstruoso.

Carlos sintió una punzada en el pecho, una emoción que no pudo identificar, su instinto le gritaba que lo reclamara, que lo tranquilizara de la única manera que sabía, pero Pablo no era uno de sus hombres, ni un traidor al que pudiera doblegar con un puño o una bala.

—Cálmate, Omega, no estoy aquí para hacerte daño.—Dijo finalmente, pero su tono fue más brusco de lo que pretendía.

—¡Déjame ir! ¡Déj…! —Pablo comenzó a hiperventilar, sus manos sujetándose el pecho como si el aire se le escapara.

Carlos se levantó de un salto, cruzando la habitación en segundos, Pablo intentó retroceder aún más, pero ya no había espacio, el Alfa lo agarró por los brazos, firme pero sin hacerle daño, inclinándose hasta que sus rostros quedaron a centímetros de distancia.

—Respira.—Ordenó Carlos, pero el Omega solo sollozó más fuerte.

Carlos apretó los dientes, no sabía qué demonios estaba haciendo, pero recordó algo que Max le había contado una vez, sobre cómo había calmado a Checo durante un ataque de pánico.

Sin pensarlo más, bajó la cabeza y atrapó los labios de Pablo con los suyos.

El beso fue duro, dominante, sin darle espacio para rechazarlo, Pablo jadeó contra su boca, su pequeño cuerpo temblando entre las manos de Carlos, el Alfa no se detuvo, moviendo sus labios con fuerza, dejando que su propio aliento guiara al Omega.

—Respira conmigo.—Murmuró contra sus labios antes de besarlo de nuevo, más lento esta vez, como si tratara de transmitirle control a través del contacto.

Pablo intentó apartarse al principio, sus puños golpeando débilmente el pecho de Carlos, pero su resistencia comenzó a desmoronarse cuando el calor del Alfa lo envolvió, cuando su aroma lo llenó de una sensación extraña de seguridad.

Carlos lo sostuvo con más fuerza, inclinándose aún más sobre él.

—Eso es… Despacio, Pablo, respira conmigo.

El Omega dejó de luchar, su respiración irregular sincronizándose poco a poco con la de Carlos, sus lágrimas continuaron cayendo, pero su cuerpo ya no estaba tan rígido.

Carlos se separó, pero no lo soltó, sus manos permanecieron en los brazos de Pablo, sus ojos oscuros estudiando cada detalle de su rostro.

—¿Mejor? —Preguntó, su tono mucho más suave ahora.

Pablo asintió débilmente, aunque todavía lo miraba con cautela.

—T-Tú… —Susurró, su voz ronca por el llanto.

—¿Por qué me ayudas?

Carlos respiró hondo, sus dedos aflojando el agarre sobre el Omega.

—Porque eres mío.

La declaración fue simple, pero la posesividad en ella que hizo que Pablo temblara nuevamente, aunque esta vez no supo si era de miedo o de otra cosa.

Carlos lo soltó con cuidado, pero su mirada dejó claro que no estaba bromeando.

—Nunca volverás a sufrir como lo hiciste con Ricciardo, yo me encargaré de eso, pero tienes que confiar en mí.

Pablo no respondió, su mente estaba demasiado abrumada como para procesar todo lo que acababa de pasar.

Carlos se enderezó, su rostro recuperando esa frialdad característica, pero en su interior algo había cambiado, había hecho una promesa, tanto a Pablo como a sí mismo.

Ese Omega era suyo, y nadie, ni siquiera él mismo lo volvería a dañar.

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