35. La ciudad

Un cuerpo adormecido, lastimado y marchito corría contra su voluntad. Sara sacaba fuerzas de lo más profundo de su corazón, el mismo bombeaba con locura, con un frenesí sin igual. Quería irse lo más lejos que sus piernas pudieran llevarla, así se sentiría, un poco, a salvo.

Odiaba tener que dejar a Francesca atrás, se convencía que era provisorio, no echaría a perder su inmolación. Francesca de­mostraba, una vez más, ser la que tenía la cabeza más fría y las ideas más claras.

Sara tropezó contra un frío asfalto, sus tobillos le pesaban, la extenuación le ganaba. Una alimentación mezquina, y la falta de movimiento, tenían secuelas graves. Era demasiado, al menos había logrado atravesar todo el bosque por su cuenta.

Sara se reincorporó en medio de la noche, quitando de su rostro los cabellos adheridos por la transpiración, buscaba en el cielo las estrellas que Tommaso le había enseñado para ir hacia el norte. Llegar a la ciudad era su meta.

Con un paso bamboleante y errático, caminó y caminó ha­cia adelante, siguiendo en sendero gris.

Unas luces alumbraron el camino, era una vieja camioneta oxidada. Una pareja de ancianos aparcó metros delante de ella.

—¿Estás bien? —preguntó la señora de cabello blanco, sa­cando la cabeza por la ventanilla.

Sara asintió deseando que no le trajeran problemas, no ha­bría una segunda oportunidad para ella.

—¿A dónde vas? —insistió preocupada.

—A la ciudad —respondió tratando de mostrarse natural, sin darse cuenta lo extraña que se veía en medio de la noche y con una apariencia sepulcral.

Esa noche tuvo suerte de que esos ancianos no creyeran en fantasmas, pues ella parecía uno. De haberse cruzado con otras personas la habrían arrollado, dejándola a un costado de la ruta.

La puerta trasera del vehículo se abrió. "Te llevamos" dije­ron. Un nudo angustioso se formó en su garganta, era lo mejor que le pasaba en mucho tiempo. Subió con ellos, que prefirie­ron no interrogarla.

La noche era joven, así que, mirando por la ventanilla, Sara fue quedándose dormida, sintiéndose resguardada.

La tibieza del vidrio calentándose por el sol la despertó en la mañana. Sara estaba tapada con una manta de franela ro­sada. Comenzó a desperezarse y a mirar a los lados. seguía en el vehículo en movimiento.

—Pronto llegaremos. —La señora sonrió.

Sara observó los alrededores con curiosidad. De repente se sintió abrumada entre tanto movimiento, sería la primera vez en el mundo que le pertenecía.

—¿Vas a un lugar específico? —preguntó el señor de modo insistente.

—Estaba perdida, pero ahora puedo seguir sola —dijo, evi­tando problemas.

Él asintió poco convencido, podían pensar cualquier cosa de ella.

El vehículo se detuvo y Sara les agradeció lo más que pudo. Esos ancianos eran la demostración de que tal vez había un dios en alguna parte, y de vez en cuando se acordaba de su "corderito des­carriado".

Una vez que se alejaron, Sara miró absorta el panorama: es­taba en la ciudad.

Enormes y sofisticadas construcciones, tan altas como una montaña, asfalto por todos lados; gente, gente, ¡demasiada gente! Un traqueteo incesante de pasos, vehículos, aromas de distintas comidas y muy bien condimentadas.

Sara distinguió un lago en medio de la ciudad, el mismo era cruzado por un majestuoso puente de cuentos de hadas. Los pa­lacios eran esplendorosos y las fuentes lanzaban chorros de agua como magia. La ciudad era el conjunto de miles de mundos uni­dos en perfecta armonía.

Atareada por el universo que se desplegaba ante sus ojos, comenzó a caminar seguida por su entusiasmo de querer verlo y sentirlo todo. Sabía que la gente la miraba de mala manera, con asco, no solo por su anticuado vestido que no encajaba con el de los demás, sino por su porte moribundo y apestoso olor. No le importaba, casi se sentía feliz. Francesca le devolvía toda la esperanza que creía perdida. La fuerza y la seguridad la envol­vían, era invencible, y haría lo posible para mejorar.

Primero que nada, pensó en su supervivencia. Las tripas le gruñían como el motor del viejo auto de los ancianos. Así que, recordando algunas artimañas de robo, tomó algunas frutas, de manera imperceptible, de una tienda; al igual que las sobras en las mesas de cafeterías. Sin ser atrapada, por su habilidad para el hurto, se dirigió al parque, que tenía en el centro una fuente re­donda con figuras esculpidas en piedra.

Lavó sus manos y pies, un poco los brazos y la cara, ató su cabello y se dispuso a comer. Era lo más delicioso jamás pro­bado, tal vez porque eran los alimentos que conseguía con su propio esfuerzo, luego de sentir la muerte susurrándole en la oreja.

Una vez saciado su hambre, pudo sentirse con más fuerza que antes. Pero prefirió quedarse sentada, mirando los alrededores, imaginándose como sería una vida normal en aquel lugar repleto de sus pares. Pero, con solo pensarlo, con solo ver las familias pasear, entró en un estado de angustia y aflicción.

La euforia se volvía depresión.

Una madre, un padre y hermanos, esas eran cosas ajenas a su realidad. Su alma había sido destruida de todas las maneras posibles, desde muy pequeña. Ni siquiera se atrevía a pensar en sus orígenes, ya que la vergüenza de mirarse al espejo se lo impedía.

¿Qué clase de mujer hubiera sido de no haber sido corrom­pida, abandonada y maltratada? No lo sabía, nunca lo sabría; pero seguro no una que elegiría a seis vampiros como pareja, a los que les entregaría su sangre y su cuerpo por temor a la muerte. Quizás sería como las colegialas que veía pasear, sonrientes, de la mano de un solo muchacho o rodeadas de amigas; de las que reían a carcajadas sin importarles nada. Ellas no conocían el miedo de ser castigadas con encierros en calabozos, con azotes, o con cosas peores por negarse a las peticiones de abusa­dores.

El agua de sus ojos descendía sin remedio, trataba de lim­piarse de manera rápida. Su miseria era demasiado notoria en ese mar de gente feliz. Tenía envidia, y las preguntas que nunca an­tes se había hecho, ahora aparecían como puñales: "¿Por qué yo? ¿Por qué Francesca, por qué Ámbar? ¿Por qué las chicas y chi­cos que seguían encerrados esperando un cruel destino con un trágico final?"

Manteniendo su endereza, se puso de pie, alejándose de esa postal colorida, que no hacía más que desanimarla. Necesitaba estar lejos de los humanos con los cuales se sentía una forastera.

Deambulando todo el día, Sara se resguardó en el recoveco de un callejón, en donde halló algo de paz para el descanso. La pró­xima vez que se levantaría sería para volver a luchar.



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