32. La carnada
—Sara, Sara..., despierta.
El murmullo de Francesca taladraba los sesos de Sara; pero, en cuanto tomó noción de todo lo sucedido en la noche, pegó un salto que la hizo quedar sentada en un perfecto ángulo recto
—¡Francesca! —gritó exasperada.
Fran la contuvo y poco a poco fue notando los alrededores.
Estaban en una habitación de madera, muy pequeña, y con dos camas muy sencillas cubiertas de pieles de oso pardo. En medio, había una pequeña mesa con agua, algo de comida, frutas y galletas, era todo.
—¿Qué es este lugar? —preguntó a su amiga.
—Los exorcistas nos trajeron, uno de ellos me durmió para trasladarme cuando Víctor me dejó sola —susurró Fran con la mirada opaca—. Hablé con ellos, me han dicho que no nos quieren dañar, que nos han liberado de los vampiros. De igual forma nos tenían que tranquilizar para trasladarnos.
Sara asintió. Recordaba haber volado en el aire, cuando uno de ellos la tomó, a pesar que los chicos la protegían. Luego sintió un ligero pinchazo en el brazo, y era hasta entonces que volvía a abrir los ojos.
Antes que pudieran decirse algo más, la puerta de la recámara se abrió. Una mujer madura, de amable sonrisa, de cabellos largos y castaños, las saludó de un modo tan aterrador como dulce. Ella se presentó como Alice, tras ella venía un muchacho de unos veintitantos. El mismo era enigmático, sus cualidades físicas eran algo único: ojos amarillentos, piel tostada y cabello plateado; él se presentaba como "Tommaso", y las intimidaba con su sola presencia. Las ofrendas lo miraron con temor.
Al notar la falta de reacción, fue Alice la que comenzó a hablar.
"Las salvamos" dijo bondadosa. Luego siguió hablando de lo crueles que eran los vampiros, tanto como los de la iglesia. Ellos, se iban a ocupar de hacer desaparecerlos a todos de la faz de la tierra. Era increíble que la mujer hablara de asesinato sin perder su dulzura. Los vampiros eran monstruos malvados y retorcidos, no debían dejarse engañar por los buenos tratos; después de todo, solo las habían criado con el propósito de alimentarse.
Sara y Francesca eran animales de granja; bien atendidas para ser más deliciosas, y en el Báthory eran domesticadas para no poder ejercer independencia, para no rebelarse ante sus amos.
Tráfico de personas, de sangre, órganos y niños eran los negocios que la iglesia y los vampiros poseían en común: los negocios de donde las riquezas salían, los negocios que hacían perdurar las alianzas, los castillos, el poder. Las humanas no eran más que monedas de intercambio en ese negocio, pero ya no más. Los vampiros no se atrevían a salir de la protección de sus hogares y los bosques, y la iglesia no intervendría en este conflicto.
Eran libres al fin.
La mujer dejó la puerta abierta, les indicó donde quedaba el baño, y les prestó ropa antes de retirarse.
Entre ellas se miraron sin responderle nada, si de algo sabían era de desconfiar de todo.
Ambas echaron un vistazo a los alrededores, era una cabaña bastante amplia, sin llegar a ser una mansión, la decoración era rústica y olía a hierbas frescas, también a estofado, delicioso y suculento. Notaron que afuera había un enorme jardín, y que allí habitaba gente, incluso se oían risas de niños y voces de mujeres.
Tenían tanto miedo, y tanta incertidumbre, que se metieron al baño juntas para ducharse en compañía. Sara se quitó el vestido transpirado y lleno de sangre, lo hizo a un lado, le daba pena, ya no serviría. Lo mismo hizo Francesca con su vestido azul.
Se cambiaron con lo que eran unos sencillas prendas de telas livianas y bordados coloridos. Al salir del cuarto de baño Sara notó que Francesca se mantenía en estado de alerta, sin pestañear, sin querer soltarle el brazo.
—Fran —cuchicheó Sara—. Todo va a estar bien.
—Silencio. —Francesca puso su vista en Tommaso.
El muchacho extraño tenía su mirada clavada en la rubia, sostenía una expresión indescifrable. Francesca se agitaba más y más cuando sus pupilas se cruzaban generando un chispazo de tensión. Ella apretó el brazo de Sara con más ímpetu, guiándola en dirección opuesta a él.
—Él me atrapó, me acechó en el auto —murmuró por lo bajo—. No ha parado de observarme ni un segundo, es espeluznante. Tengo mucho miedo.
Sara no subestimaría el pánico de su amiga, por lo que la tomó de la mano y comenzó a utilizar un viejo método de comunicación que usaban en el convento. Con su dedo, Sara le dibujaba, en la palma de la mano, las palabras que no podía decir en voz alta. No era seguro hablar en ningún lugar.
De no ser porque esos hombres habían extinguido a dos familias de vampiros y los habían visto volar como fantasmas mientras desmembraban sin piedad, podrían haber confiado un poco más.
"Vamos a jugar su juego, vamos a sacar información", escribió Sara, eso implicaba hablar con Tommaso.
Se acercaron al muchacho, que las seguía a una cuantiosa distancia con sus ojos de águila. Era increíble ver como sus pupilas se dilataban con cada paso que daban hacia él, con cada paso que Francesca daba hacia él.
—Tommaso, ¿ese es tu nombre? —preguntó Sara, él asintió sin quitar sus ojos de su amiga—. ¿Qué es este lugar? ¿Quiénes son las personas que aquí están?
—Una aldea ecológica. —Él se dirigió a Francesca—. Aquí vivimos en familias y compartimos trabajos. Hay muchos niños porque los adultos están ocupándose de las muertes que hubo anoche.
Francesca se animó a hablarle.
—¿Qué trabajos hacen? —preguntó y luego miró al suelo—. A parte de matar vampiros.
—Agricultura y productos artesanales de todo tipo —comentó él.
—El asesinato y producir mermelada no son actividades muy compatibles —murmuró Sara.
Esta vez Tommaso le clavó la mirada de un modo para nada amigable. Ella decidió no volver a hablar.
En ese instante, desde las profundidades del bosque, un grupo de hombres y mujeres, de cuerpos fornidos y tostados por el fuerte sol, comenzaron a dispersarse por la aldea. Tan solo un hombre maduro y moreno se acercó a ellas.
—¿Qué es ese olor nauseabundo? —preguntó con cara de repugnancia.
Tommaso señaló con su cabeza en dirección a Sara. Ella abrió sus ojos lo más que pudo, ¿cómo era posible? Se acababa de bañar.
—¿Cuántas mordidas recibiste anoche, muchacha? —preguntó siendo hosco.
—Cinco —confesó entre dientes.
—Tienes suerte de seguir siendo humana —comentó—. En fin, vengan conmigo, tenemos que hablar.
Con Francesca no chistaron, el hombre tenía el ceño fruncido y una expresión de rudeza constante, no parecía alguien a quien se le negaran seguido, él no era capaz de pedir por favor. Preferían obedecer.
Siguiéndolo, Sara tomó a Francesca de la mano, para sentirse más acompañada, pero ella contaba con la pesadez de ese Tommaso, que insistía en siquiera pestañear para darle un respiro a su acoso.
En una cabaña de madera, con olor canela y almizcle, se adentramos para escuchar lo que ese tipo les tenía que decir.
—¿Qué es lo que saben de nosotros? —preguntó el hombre.
—Son exorcistas, matan vampiros —dijo Francesca.
—También ofrendas, humanos —añadió Sara con dureza—. Hace poco en la casa de los Belmont no dejaron a nadie de pie.
El hombre clavó su vista sobre ella cuando dijo tal cosa.
—No eran nuestro objetivo —afirmó—. Estaban en el lugar equivocado y los vampiros los usaron como escudo. En todo caso, tienen una mirada muy arcaica de nosotros, exorcistas fuimos hace mucho, pero los vampiros insisten quedarse congelados en el tiempo en todos los aspectos posibles.
El hombre notó la falta de entusiasmo de las humanas para decir algo, así que fue directo al grano. Era un alivio.
—Seré breve, mi nombre es Adolfo Whitemoon y son quien manda aquí —dijo tomando una bocanada de aire—. Le haré algunas preguntas. Primero, ¿saben que país es este y la fecha exacta del día de hoy?
La mente de Sara se turbó quedándose en blanco, notó que la de Francesca también. Nunca había pensado recibir ese tipo de pregunta, no le molestaba responderla, pero la verdad era que no sabían la respuesta a algo tan simple. Y eso le provocaba una repentina angustia.
¿Por qué no sabía en qué día y lugar vivía? ¿Por qué nunca lo había preguntado? ¿Por qué debía preguntarlo para saber? Podía decir si era lunes o martes, de hecho era domingo, pero ¿qué año era? ¿Qué país?
El hombre suspiró frotando su rostro.
—Dos mil veintidós, del calendario gregoriano —dijo Adolfo—. Y estamos al lado de Hungría, aunque el Báthory no se encuentra en una tierra que pertenezca a una nación específica. Es un punto ciego, un cordón de tierras privadas. Es verdad que al vivir encerradas no les debería importar, además las prefieren ignorantes en todo aspecto posible.
Tommaso interrumpió:
—¿Cómo es el apellido del vampiro que vela por ustedes?
—Báthory —respondió Sara en un hilo de voz.
El hombre giró sus ojos con fastidio al murmurar "Azazel".
—Supongo que sería estúpido pedirles la ubicación cuando no saben dónde están paradas —comentó tronando sus dedos—. Ese maldito está bien respaldado por el Vaticano. Tiene suerte que no tengamos el poder y los recursos con los que él cuenta. De lo contrario, ya habríamos acabado con su castillo.
Aunque lo hubiese sabido, Sara jamás habría dicho tal información, porque eso significaba condenarlos a todos a la muerte, y era lo que menos quería.
—Y bien, una última pregunta —dijo mirándolas fijo a las pupilas, como si quisiera saber más allá de las palabras—. ¿Qué tipo de trato les daban?
Sara iba a responder, pero Francesca se adelantó, clavándole la uña en la palma de la mano, por lo que entendió que debía guardar silencio.
—Como ofrendas —dijo—. Los vampiros nos chupaban la sangre y nos daban un plato de comida a cambio.
—Oí que querían volver a ese lugar —dijo Tommaso, afilando sus ojos acusadores sobre Sara.
—¡Ustedes mataron otras ofrendas! —se interpuso Francesca, esta vez sosteniéndole la mirada—. Ellos nos dan comida y asilo. ¿Por qué deberíamos confiar en ustedes que provocaron una masacre? Perdón, dos masacres...
El hombre las observó con desconfianza, no se tragaba tan fácil sus palabras. Pero no importaba, luego de eso las dejó retirarse. Francesca tomó a Sara de la mano y comenzó a dibujar letras en su palma.
"No quieren salvarnos, somos la carnada".
Ella lo sabía bien. Esos extraños hombres venían masacrando familias enteras, incluyendo ofrendas, sin piedad alguna. Habría sido imperdonable creerles algo, porque eso hubiese significado que, de su sufrimiento, no habían aprendido nada.
Ellos no lo sabían, pero si en algo eran buenas, si algo sabían hacer, era adaptarse y sobrevivir. Podían ser jóvenes, débiles e ignorantes, pero no idiotas, y se lo iban a dejar en claro.
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