22. El banquete de los Belmont

Hablar de ciertos temas, revivir los recuerdos cadavéricos de una mujer psicópata, tenían sus consecuencias.

En la noche, la oficina de Azazel se encontraba a oscuras, el director de belleza diabólica se situaba dormitando sobre su escritorio, como era costumbre. Él no iba a su habitación más que para cambiarse. Una copa de sangre estaba a la mitad, y una docena de botellas de Whisky lo rodeaban. El olor a hierro y a alcohol inundaba el espacio y se impregnaba en la ropa en el vampiro, haciendo de ese bálsamo su perfume característico.

—¡Señor director! —prorrumpió Elizabeth, llena de pavor al ver al hombre cayéndose al suelo.

Ella lo detuvo antes de que su cabeza tocara el frío mármol. Pesaba una tonelada y los cabellos largos se le enredaban en los brazos.

Azazel se espabiló, aunque sumido en una borrachera sin pre­cedentes, tanto, que solo lloriqueaba sin reparar en su dignidad vapiresca.

—Director, está borracho, debe ir a la habitación. —Elizabeth se esforzaba para ayudarle a ponerse de pie.

—¡No, no a la habitación! —lloró—. No quiero ir ahí de nuevo. ¡Hip!

—Debe descansar —ordenó ella, sentándolo en su sillón, limpiando los restos de sangre en la cara del hombre.

—Imara va a torturarme... ¡hip!—murmuró despacio.

—¿Su esposa? —Elizabeth pestañeó rápido y llevó su mano al mentón—. ¿De qué habla? Ella murió.

—¡Yo la maté! ¡hip! —gritó enojado, con un tono borracho, y de inmediato tapó su boca—. No, no... yo no fui, fue el Papa.

—¡¿Qué dice?! —exclamó Elizabeth, tomando su cabeza con ambas manos—. Usted está ebrio, ¡vaya a la cama o me enojaré!

—No estuviste nunca para mí —dijo Azazel, levantándose con el cuerpo tambaleante—. Ahora quieres demostrarme que eres agradecida, ya no es necesario ¡hip!, tengo trescientos años y pronto moriré.

—Con todo respeto, ya va siendo hora —respondía ella, sin darle importancia, a medida que lo guiaba a su habitación—. Pero su salud es impecable, ¡y no tienen ninguna arruga! No po­dría asegurar que está robando oxígeno como otros ancianos.

Los dos salieron del despacho, y sin llegar a dar dos pasos, Adam los increpó.

—Azazel, tengo que hacerte una petición —expresó Adam, ignorando la cara descompuesta del vampiro.

—Él está algo descompuesto —explicó Elizabeth, ganándose una mirada furiosa de Adam.

—Tengo una reunión familiar, quieren conocer a mi ofrenda —insistió Adam—. ¿Puedo sacarla del castillo?

—Haz lo que quieras, vampiro. Vas a morir algún día —murmuró siguiendo su camino.

Adam se encogió de hombros, era todo lo que necesitaba. La borrachera de su director no le podía importar menos.

Elizabeth negó con la cabeza, ya era tarde, la decisión la to­maría el director, no su regalo de cumpleaños. Ella, con todo el esfuerzo del mundo, logró transportar al director vampiro hacia su habitación.

Tras una enorme puerta, con detalles abrillantados, estaban los aposentos de Azazel. Cada rincón poseía su esencia dulce amaderada, parecido al de las violetas. Una enorme habitación decorada en tonos rojos, negros y dorados era aquel sitio. Una gigantesca cama se ubicaba en el centro, con sábanas borgoña, repleta de almohadones sedosos, era como si jamás se hubiese acostado allí. Todo lucía en perfecto orden: los muebles de roble, los floreros con rosas del jardín, los sillones de un bordado im­pecable, algunas novelas y libros dispersos.

Elizabeth ayudó a Azazel a sentarse sobre la cama y de inme­diato empezó a deshacerle los nudos de sus zapatos lustrados.

—Déjeme decirle que solo lo ayudo por el buen trato que me ha dado —murmuró ella, en tanto le quitaba los zapatos—. Usted me dio trabajo, me enseñó muchas cosas y no se ha alimentado con mi sangre.

Azazel no hizo caso, se tumbó contra la almohada mientras la mujer le levantaba las piernas y le quitaba el saco de vestir.

—Su fantasma va a venir —dijo el director cubriendo, con su largo cabello negro, su rostro—. No me dejes —suplicó.

Elizabeth comenzó a arroparlo.

—¿Un viejo vampiro le teme a los fantasmas? —comentó confundida, aunque teniéndole compasión—. Te ves ridículo.

—No soy viejo. —Azazel se hizo un ovillo.

¿Dónde había quedado el intimidante hombre del Báthory? No era más que un borracho loco diciendo incoherencias. Vivir muchos años debía tener sus consecuencias, tal vez era demencia senil, o eso pensaba Elizabeth.

—No lo dejaré solo, pequeño anciano —dijo ella acaricián­dole la cabeza y de inmediato se quitó sus zapatos para acostarse a su lado—. ¿Ve? Voy a hacerle compañía, ningún fantasma va a acercarse si está junto a la mujer más pura, casi como un ángel, sin presumir. —Elizabeth lanzó una risita orgullosa.

Azazel sonrió antes de cerrar sus ojos por completo, hacía mucho no dormía en su cama, hacía mucho no tenía compañía, no lo abrazaban, no sentía la calidez de los humanos, la calidez arrebatada junto a su inocencia. Hacía mucho que no se sentía bien.

Sara esperaba en camisón a que el reloj marcara las doce, para verlo entrar a Adam sin pedir permiso. Todavía repasaba las palabras de Azazel, "pensar en el futuro". Antes lo hacía, pero las circunstancias la obligaban a abandonar las esperanzas. Aza­zel le pedía que las recuperara. Sería difícil en su situación.

—Tú. —Adam abrió la puerta de un azote—. Cámbiate, nos vamos.

El chico vestía de negro; pantalones, zapatos y camisa. A pe­sar de su simpleza, se notaba la finura de las delicadas telas, las minuciosas terminaciones, los botones de rubíes.

—¿Qué dices? —Sara se levantó de su cama—. Son las doce de la noche. ¿A dónde quieres ir?

—Hay una cena en mi casa —respondió evitando mirarla—. Mis familiares requieren la presencia de mi ofrenda para hacer control de calidad. Así que deja de retrasarte y vístete. Nos ven­drán a buscar en quince minutos.

Adam se marchó de la habitación. Si tenía el consentimiento de Azazel ya no tendría nada que discutir.

Sara tomó un vestido negro, el más sencillo que encontró, los combinó con unos za­patos simples de hebillas, y de mala gana abandonó su habita­ción.

Todos los habitantes del Báthory parecían escondidos en sus habitaciones. Adam y su ofrenda, entre tanto, se dirigían a la salida sin verse a la cara.

Un auto de vidrios opacos aguardaba frente a la puerta de en­trada. Ambos subieron sin chistar.

El viaje era más largo en relación a la fiesta del Sabbat. La humana tenía sueño, se dormitaba en su asiento y se espabilaba cada vez que su mejilla se hundía en el hombro del vampiro. Había sido un día dantesco. Una mañana agotadora con los ge­melos y una tarde agitada con Demian; y ahora tenía que estar en vela para visitar a la familia de Adam, lo cual no le hacía nin­guna gracia.

El sendero era oscuro, repleto de una espesa arboleda, apenas se podía ver las estrellas, y tan solo cuando traspasaron un enorme portón con la inscripción de: "familia Belmont", fue que vieron una mansión con todas sus luces encendidas y una fuente central.

Al bajar del auto, las piernas de Sara comenzaron a temblar. Era la segunda vez que salía del Báthory, y que la llevaban a un nuevo nido de vampiros.

Adam abrió la puerta de su hogar, en donde una decena de chupasangres ya se deleitaban con algunos bocadillos mientras hablaban entre perversas risas.

—Hasta que por fin llegas —comentó una mujer con un tono agresivo. Tenía unos treinta años, el cabello castaño y los ojos pequeños con cejas enmarcadas.

—Madre —murmuró Adam con la vista a un lado—. La­mento la tardanza.

La mujer frunció su expresión, repleta asco con sólo verlo, enseguida se dio la media vuelta con furia. A Sara, en cambio, la ignoró por completo.

Una joven de rizos dorados, y pechos exuberantes, se acercó con el paso rápido, haciendo que su vestido rosado se bambo­leara para todos lados. Ella no tenía un rostro amigable, y en cuanto estuvo frente a la humana, ésta se paralizó.

—¡Así que eres tú! —le gritó en la cara, y de inmediato la tomó del cuello.

Sara se ahogó en un grito, forcejeando con su brazo, pero la vampiresa era demasiado fuerte, inhumana. La ahogaría.

—¡Laia! —gritó Adam con firmeza. Ésta no hizo caso.

—Eres la puta del Báthory —gruñó, apretándome más—. No vales nada, zorra.

—Laia, déjala en paz —dijo un joven rubio similar a Adam—. No vale la pena.

La blonda soltó a Sara, arrojándola al suelo. Una tos carras­posa escapó de la ofrenda. Estaba aturdida, asustada. Laia era la hermana de Adam, ahora lo recordaba, la habían querido casar con Tony, pero él había desistido de su propuesta, en cambio todo el mundo lo había visto en compañía de su comida.

—A estas perras hay que ponerlas en su lugar. —Laia escupió al suelo—. Nuestra familia ya no tolerará ninguna víbora trepadora.

Tras esas palabras, Laia se alejó y todo continuó como si nada hubiese ocurrido. Adam no la ayudó a levantarse, ella lo hizo por su cuenta, queriendo romper en llanto. Claro que no le daría el gusto a nadie.

Adam se limitó guiarla hasta un enorme comedor, en donde comenzaban a ubicarse los comensales. Él, por su parte, apretaba sus muelas con fuerza. Sara supuso que la situación no era menos hostil para su compañero. Por donde miraba, los vampiros no se parecían en nada a los del Báthory.

La familia Belmont era oscura y agresiva.

Los vampiros ya reflejaban ni un atisbo de humanidad, podía decir con seguridad que eran descendientes de demonios. Podía aseverarlo por el pánico que le provocaban, por el hedor a catacumbas que emanaban, por sus miradas dementes, sus expresiones desencajadas.

Todos tomaron asiento, menos Sara. La ofrenda debía mante­nerse parada tras la silla de Adam, quien a su vez se había sen­tado al lado de una muchacha de sonrisa rosada y bucles castaños. Tras la muchacha, y tras otros vampiros, había algunas personas paradas, eran esclavos y ofrendas, y no tenían derecho a comer, hablar o moverse de su lugar.

La mesa era larga, y en total había unos treinta vampiros, contando a Laia, que la miraba furiosa. Todos se parecían entre sí: cabello rubio, ojos marrones, de los cuales, Adam los poseía de un tono más similar a la miel.

La comida fue servida a los vampiros. Una copa de vino y un trozo de carne cruda. Adam la hizo a un lado.

—Cené en el Báthory —dijo con un tono más bajo de lo habitual.

—Es cortesía hermanito, tu prometida Carla está aquí —dijo uno de los tantos jóvenes presentes.

—No es ninguna molestia —sonrió la muchacha de bucles castaños, quien era la prometida de Adam.

—Esto es culpa de Azazel —dijo la madre de Adam—. Él los estupidiza, los desnaturaliza. Les sirve comida para humanos, los vuelve débiles como él.

—Tan idiotas y asquerosos como para revolcarse con la co­mida —expresó un hombre, clavándole los ojos a Sara.

Ella no fue capaz de afrontarlo, no podía jugar a la chica fuerte allí. De inmediato miró al suelo.

—No tengo hambre —repitió Adam, todavía más bajo.

Carla lanzó una risita.

—Por cierto, estoy muy feliz que me quieran aceptar en su familia. Desde mi relación con Joan, pensé que sería un escándalo —dijo la muchacha.

<<¿Con Joan? Entonces, ella era su prometida>>, Sara ató los cabos de inmediato.

—Querida, eres una Arsenic —dijo Laia—. El linaje de la madre de Joan sigue siendo dudoso a pesar de las pruebas que le hicieron para corroborar su pureza. Deberías ver a esa mujer, parece cualquier cosa menos un vampiro. Es increíble que te hayan querido juntar con él. Merecías algo mejor.

—Es lo que dice mi padre, pero soy su hija menos preferida. —Carla se encogió de hombros—. Le daba igual con quien me iba a casar. Después de todo, la familia Báthory viene en picada desde la muerte de Imara. Dejando eso a un lado, me alegra no acabar con Joan. Tan bello como insípido.

—Joan es inteligente, y ya maneja el negocio familiar de los Báthory a la perfección —comentó Adam, lo cual sorprendió a Sara su modo de defenderlo—. Es mejor partido que cualquier parásito de una familia de la más alta pureza.

Todo el mundo se echó a reír como si hubiese dicho un gran chiste. Por un momento, Sara sintió la frustración de querer decir lo mucho que Joan valía, él le había enseñado tantas cosas, que a mansalva ellos no sabían en sus centenares de años. Además, como su amabilidad y respeto no había, pero ellos no lo com­prenderían jamás.

—Quizás tú deberías casarte con él —rió uno de sus hermanos.

—Eso no cambiará la sangre jamás —comentó la madre de Adam—. La zorra de su madre no pertenece a ninguna de las cinco familias, es un hecho.

Un hombre se levantó de su lugar, elevando su copa inte­rrumpió a la madre de Adam.

—Mejor brindemos porque se agrande la familia —dijo éste—. Como en los viejos tiempos, por nuestros fallecidos, por­que todo vuelva a su antiguo régimen, porque podamos volver a ser los dueños de las ciudades.

Adam giró sus ojos con una falsa sonrisa. Más de uno con­templó la desfachatez con rabia.

—¡Salud, familia! —exclamaron todos levantando sus copas.

Todos comenzaron a comer, menos Adam, que se había que­dado mirando su plato de carne cruda con el mismo asco que Sara. Era increíble como todos los acechaban con sus miradas maliciosas, era la primera vez en la vida que Adam le parecía el más indefenso de todos, era la primera vez que quería mante­nerse a su lado para sentirse un poco más segura.

Podía entenderlo, la personalidad de Adam no era casualidad, su familia era asquerosa, no podía imaginar de lo que eran capa­ces de hacer con tanto veneno.



La cena acabó, y todos comenzaron a dispersarse por la sala. Hablaban entre sí, se contaban sus cosas. Era fácil dilucidar que no todos habitaban esa mansión.

—Tu familia es grande —comentó Sara.

—De hecho somos todos los que quedamos de pie, muchos fueron asesinados, o se han suicidado —confesó él, y a ella le pareció extraño que respondiera sin insultos—. En seiscientos años, mis padres han tenido un centenar de hijos, cada uno se casó, tuvo su familia. Yo soy el menor, imagínate. Habríamos poblado una ciudad entera si todo hubiese salido bien. Ahora no somos más que un manojo de chupasangres en peligro de extin­ción. En dieciocho años, soy el único varón que ha nacido.

La sorpresa de Sara era notoria; la madre de Adam era mucho más vieja que Azazel, a pesar de ello, y a la vida de desenfrenos, tenían más de un problema para reproducirse y seguir en pie.

—Lo siento —barbulló Sara, a quien en realidad le importaba un comino la extinción de los Belmont.

—No me importan —dijo él, guiándola por los pasillos de la mansión, siendo más gentil que nunca—. De hecho, me alegra que esta familia se esté desintegrando. Mi madre cree que todo será como en su época, es tan ilusa. Hoy, los humanos inmundos, pueden hacernos polvo con sus armas, ellos han evolucionado, mientras vampiros piensan en involucionar, volver a la tortura y las ejecuciones públicas. Es por eso que vivimos en los bosques, aislados, sometidos al control del Vaticano y de los impuros.

Ella quedó en silencio, absorta. Poco sabía del mundo, de he­cho, le parecía conocer más del mundo de los vampiros que de los humanos. Pero ahora Adam le revelaba que no tenían chance. Satanás no les daba una mano para prosperar.

Adam abrió la puerta de una habitación, era bastante amplia y bien decorada en tonos oscuros, pero carecía de su esencia.

—Quédate aquí —ordenó con firmeza—. Es mi habitación, yo tengo que ir a resolver algunos asuntos.

—¿Con tu novia? —preguntó de entrometida.

Él encogió el ceño, pero antes de retirarse, cuatro muchachos de su familia, se posaron en el marco de la puerta, impidiéndole el paso.

—Hola, Adam —dijo uno de ellos metiendo su vista hacia donde estaba Sara—. Hace mucho no nos veíamos, ¿ya te vas a dormir?

—No se metan aquí, Sara es protegida de Azazel Báthory —indicó Adam—. Le tocan un pelo, y les aseguro que tomará re­presalias.

Sara iba a entrar en pánico. Agradecía el intento de Adam por protegerla, sin embargo no podía asegurar que a esos hombres les importara lo que dijera Azazel.

—No nos interesa una sucia humana —respondió otro, mi­rándola de arriba abajo—. Tú, ven con nosotros.

—T- tengo que ir con Carla —balbuceó Adam.

Sara tragó saliva al verlo desestabilizado con los de su espe­cie. ¿Era el Adam que conocía?

—Carla la está pasando muy bien, está conociendo a nuestra familia —respondió uno de ellos, guiñándole el ojo—. Es una chica muy lujuriosa, como se esperaba de una Arsenic. En nues­tra morada se sentirá de maravilla.

—Ahora, ven aquí —ordenó otro, tirando de su brazo, lleván­doselo de la habitación de un arrebato.

En blanco. Sin saber qué hacer, Sara se sentó al borde de la cama admirando la inmensidad y las decoraciones suntuosas, sin poder dormirse. A Adam se lo habían llevado contra su voluntad, ¿debía preocuparse? Se suponía que estaba en casa, que eran sus familiares. Aunque, con los murmullos, las risas eufóricas, y los gritos histéricos que se oían por toda la casa, podía esperarse cualquier cosa.

—¡Mierda! —refunfuñó apretando sus puños.

No podía contenerse, por lo que la ofrenda se acercó a la ce­rradura de la puerta y miró con el rabillo del ojo. Nadie pasaba por el pasillo.

<<Adam, ven rápido>>, pensaba antes de que se le ocurriera lo peor.

De decir en ese mismo instante que alguna vez, Sara, había sido irreverente, contestadora, de ideas estúpidas y rebeldes, na­die le habría creído. Era lógico, porque para salvar su pellejo se había vuelto retraída, sumisa y calmada, pero ¿qué tenía que ver esto? Bueno, desde la charla con Azazel, las situaciones vividas y eso mismo que le pasaba ahora, sentía que esa vieja Sara nece­sitaba renacer, ¡era su deber hacerlo! Algo estaba mal y era su responsabilidad entrometerse.

En ese mismo instante quería ir a ver a dónde se habían lle­vado a Adam, porque su presentimiento se lo decía así. Por otro lado, la actual Sara le decía que se quedará amansada, callada, que esperara, que no corriera riesgos de los que pudiera arrepen­tirse, y así conservaría su integridad, su vida.

Vaciló unos cuantos minutos, los cuales contaba esperando a que él regresara, pero no lo hacía, Adam no volvía. Así que lo decidió.

Tomó la perilla de la puerta y la giró con suma cautela. Se es­currió por los pasillos, esperando a no ser descubierta. Iría a ase­gurarse que Adam estuviera bien, y si podía le pediría que vol­viera a su lado, por más que perdiera su orgullo en el intento.

En un principio fue guiada por unos lujuriosos gemidos de mujer, reconocía la voz de Carla, por lo que se tranquilizó bas­tante, ya que él había dicho de ver a su prometida. No obstante, las cosas cambiaron en cuanto se acercó a aseverarse de que así fuera.

La habitación tenía la puerta semiabierta. En cuanto asomó su curiosa nariz, el corazón le dio un vuelco lleno de confusión.

Carla gritaba del goce, su sonrisa demente ocupaba toda su cara, sus pechos grandes y blancos rebotaban al son de las es­tampidas de uno de los hermanos de Adam, fornicaba como animal con uno de ellos. En la habitación, había otros cuantos vampiros uniéndose a la orgía.

La vergüenza entró en Sara, asqueándola al sentir el olor a sexo que de allí emanaba. Tapó su boca antes de vomitar. Para su desgracia o suerte, Adam no era parte de ese desenfreno y liber­tinaje. Ella siguió su camino, esta vez algo mareada por la escena presenciada.

En las siguientes habitaciones, las situaciones se repetían, pero no fue hasta que lo halló, que se encontró con el horror y el secreto de la familia Belmont.

Adam era apaleado y desnudado en el suelo por cuatro de sus parientes, esos cuatro que los habían increpado en la habitación. Ellos reían y lo pateaban generando que la sangre salpicara por todo el lugar, no tenían compasión.

—¡Te crees muy inteligente ahora! —gritó uno antes de propinarle una patada.

Adam tosió sangre, sin poder responder o clamar piedad.

—¡Solo deberías hacer tu trabajo y cerrar la boca! —añadió otro, destrozando su camisa.

Sara tapó su boca ahogando un grito; su cuerpo había que­dado petrificado ante esa escena, sus pies no respondían, quería huir y vomitar.

Uno de ellos se subió encima de Adam, desabrochándose los pantalones. Ella giró su rostro para no mirar. Abusarían de él, lo sabía. Quiso escapar, pero una mano la detuvo: Laia.

—Qué ofrenda más chismosa —dijo empujándola lejos de la habitación—. ¿No me digas que estas cosas te excitan?

Los puños de Sara se contrajeron con fuerza, deseaba gol­pearla, por más inútil que fuera. A la vez quería llorar de impo­tencia, no sentía más que pena por Adam, no sentía más que miedo y horror en esa casa. Una casa de verdaderos demonios.

—Siempre ha sido nuestro juguete, está acostumbrado —co­mentó Laia, ladeando los ojos, restándole importancia.

¿Cómo podía ser tan desalmada? ¿No era su propio hermano? ¿Qué mierda tenían los vampiros en la cabeza?

—Por favor... —Sara intentó dialogar con la vampiresa, siendo inútil su intento.

—Mira, cerda, vuelve de donde viniste —interrumpió Laia—. Y, otra cosa, si aprecias tu vida, aléjate de los puros del Báthory. Dedícate a alimentarlos y nada más, o yo misma me encargaré de ejecutarte una vez pasada tu dulce estadía como ofrenda.

Sara giró su rostro al oír un grito de dolor proveniente de Adam, pero Laia la tomó del rostro obligándola a mirarla.

—No creas que Tony seguirá jugando contigo mucho más. —Laia prosiguió, ignorando los gritos incesantes de Adam, los gritos que desesperaban a Sara—. Para mi desgracia, él sigue enamorado de Clarissa. Ve a ella en ti. Pero ni él, ni nadie, te asegurará un futuro mejor que el de una eterna sierva.

A la ofrenda no le importaba lo que la vampiresa podía decir. No le importaba una mierda sus celos absurdos, ¿qué Tony se cansaría de ella? Sara tenía muy en claro que todo tendría un fin. Él que le preocupaba era Adam; quien sufría. Ella sentía sus quejidos entre las risotadas de esos monstruos. El llanto se hacía presente en la ofrenda, no podía hacer nada por él. Se desespe­raba por ayudarlo, era un infierno.

Laia la soltó sosteniendo una sonrisa victoriosa, creyendo que lloraba por ella, pero lo hacía por Adam.

—No eres más que la comida para nosotros —canturreó dán­dole un empujón—. Ahora lárgate, y agradéceme. Otros Belmont no te tendrían piedad. Yo, por mi parte, no quiero ensuciarme las manos contigo.

Tratando de correr por donde había venido, Sara sentía su cuerpo palpitar. No podía creer lo sucedido, no podía creer haber escapado con vida. Limpió sus lágrimas envolviéndose entre sus piernas y brazos, esperando a que Adam regresara con vida. El sentimiento de inutilidad se ramificaba por todo su ser. Por un momento lo olvidó todo, los maltratos, los desprecios de Adam y lo entendió. Entendió que en esa situación no podría ayudarlo, tan solo podía pensar en algo para que la situación nunca más se repitiera. ¿Sería posible cuando no podía con su propia vida? Sara quería creer que sí.

A las tres de la madrugada Adam abrió la puerta.

Fue espantoso.

Estaba desnudo, golpeado, sangrando, desprendía un terrible hedor.

Él trastabilló hacia el baño, cayendo de rodillas al lado del retrete donde comenzó a vomitar. Sara inspiró con fuerza y corrió a ayudarlo.

Adam no la miraba, no decía nada, ella le sostenía el cabello mientras de su estómago salía todo lo que llevaba en su interior. Adam se recostó sobre el suelo, sus magullones se esclarecían con lentitud. La cicatrización era una maldita habilidad de los vampiros. ¿Cuántas veces las marcas se habrían esfumado, siendo cómplices de su infierno?

—Ven aquí —susurró Sara, abriendo los grifos de la bañera, llenando la misma de agua tibia y jabón.

Él hizo caso, se hundió en la misma y se dejó limpiar con cuidado por ella.

—Puedo solo, no tienes que fingir amabilidad —dijo él, mostrándole una mirada apagada.

Ella resopló y lo dejó a solas porque entendía que para él era duro depender de ella. Por otro lado, las marcas de heridas se le habían esfumado, ya no sangraba.

La ofrenda de sangre lo esperó en su cama, sentada, atenta a que no cometiera ninguna imprudencia. Él no iba a hacer nada, no era la primera vez que pasaba por ello.

—Apaga las luces, quiero dormir —ordenó en un susurro ahogado, al salir del baño envuelto en una bata.

Sara obedeció, apagó la luz dejando un pequeño farol rojo en la mesa de noche. Ambos se acostaron y ella se volteó para darle la espalda como siempre. Pocos segundos pasaron, para que esa espalda fuera recorrida por un escalofrío. Adam aguantaba su llanto, su nariz y garganta hacían un sobre esfuerzo por no dejar escapar lamentaciones, pero era en vano, los gimoteos salían solos. Sara apretó sus muelas y se dio la vuelta, enfrentando su irritado rostro. Él apretaba con fuerza sus ojos, algunas lágrimas escapaban, podía verlo gracias a la

No lo pensó dos veces, por un momento dejó que la Sara va­liente, que había sido alguna vez, tomara el mando de su cuerpo, dejó que la sacara del piloto automático y la volviera una persona con sentimientos.

Ante sus ojos, Adam ya no era un mal nacido, sino una víc­tima de ellos.

Rodeando a Adam con los brazos, Sara lo apretó tanto como pudo. Él no se resistió, hundió su cabeza en el pecho de ella, dejando escapar un quejido, humedeciéndole el vestido negro con sus lágrimas.

—Bebe mi sangre —dijo, besando su frente—. Nos hará sen­tir bien.

Ella lo vio levantar la cabeza, abrir la boca para mostrarle sus amenazantes colmillos; y, finalmente, hincarlos en su cuello. Sara gimió por lo bajo, pero luego, como siempre, el dolor se desvanecía en puro placer.

Adam gruñía como un animal hambriento, succionaba más que antes, le apretaba el cuerpo y se contraía como una bestia; para luego tranquilizarse, sosegarse, extasiado, satisfecho.

—No necesitas esto —balbuceó Sara, acariciando su cabeza. Él la miró con sus ojos irritados, con sus labios mojados en san­gre—. Nadie puede obligarte a estar aquí.

—No sabes nada ¿quieres la verdad? Soy un mestizo —con­fesó, ciñéndola más a él—. Mi madre era una ofrenda convertida, mi padre era un Belmont puro. Nadie lo sabe más que nuestra familia. Decidieron hacerme pasar por puro porque mi familia ya no puede reproducirse por sus medios. Soy la vergüenza, su se­creto. Si las otras familias se enteran me ejecutarán a mí, no a ellos. La pureza es lo único que les importa.

—¡Eso no les da derecho a hacerte lo que vi!

—¡¿Qué viste?! —chilló dando un brinco.

—No somos tan distintos.

Él tragó saliva. Sara pensaba que iba a matarla por decirlo, por haberlo visto humillado hasta lo más bajo, claro que no lo hizo.

—Son mi única familia, este es mi hogar —respondió, como si necesitara hablar con alguien.

—El Cordero de Dios también lo era para mí —contestó ella.

—Eres una humana —replicó—. Puedes ir a la ciudad si escapas, puedes encontrar gente como tú que te ayude, yo no. Yo no tengo a donde ir. No tengo elección, nunca la tendré.

—Preferiría no tener a donde ir que volver a esta casa —alegó.

Él la miró como si le hubiese hecho alguna especie de revelación.

—¡Cállate, Sara! —contestó volviendo a ser él, dándole la espalda.

—¡Vámonos ahora! —insistió ella, buscándole la mirada—. Escapemos, no hay manera que pueda dormir en ese sitio. Por favor, Adam.

Adam hizo silencio unos segundos, pero luego se destapó, se levantó para ponerse el pantalón y la camisa, miró el reloj en la mesa de noche, y Sara se detuvo en sus ojos.

—¡Vamos! —dijo él como una orden.

<< ¡¿En serio?! ¡Gracias al cielo!>>.

Adam la tomó de la mano, con cuidado abrió la puerta, y co­menzaron a correr hacia la salida.

Corrían, corrían por los pasillos nauseabundos. Era una lo­cura.

Algunos se asomaban desde las habitaciones, pero nadie pudo detenerlos. Tal vez nadie se imaginaba que él podría querer huir, ya que no era un prisionero.

Adam se dirigió seguro al mismo vehículo que los había traído, las llaves estaban ahí, pues nadie les robaba a los vampi­ros. Él subió a la parte del conductor, ella a la del acompañante. Colocó las llaves, y comenzó a hacer gruñir el motor.

—¡¿Sabes manejar?! —preguntó Sara, exasperada al ver como los vampiros se asomaban por la puerta. Parecían más sor­prendidos que iracundos, pero temía que los bajaran para hacer­les cosas horribles.

—¡Un poco! —gritó al momento que el auto aceleró a toda velocidad.

La física los estampó contra el asiento.

Una risa histérica escapó del interior de Sara, ella veía la mansión achicarse por la distancia, se alejaban de la familia Belmont. No volvería allí jamás.

El escape era un éxito, aunque bien sabían que era momentá­neo. Los fantasmas de las desgracias los seguirían en cualquier trayecto que hicieran, por lo menos, un tiempo más.

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