Capítulo 9. La Ilusión de los magos.
Shelyn Eglimar Cásterot
Quería regresar a casa, eso era seguro; quería ver a sus hermanos, aunque su hogar, con la ausencia de su madre, ya no sería el mismo; pero mucho más que deseosa de volver, tenía miedo: miedo de perder a cuantas personas ella amara. Había aprendido que aquellos a quienes amas hoy, mañana podrían estar ausentes. Lo había visto muchas veces desde que la epidemia comenzó, pero no lo había entendido hasta que con la muerte de su criada y con la muerte de su madre, lo había sufrido en el alma.
Añoraba con todo su ser haber tenido el poder, como aquellas personas prodigiosas, para curar a sus seres queridos. Su madre nunca hubiera muerto, y ella jamás hubiera arrastrado a Emily al viaje que la llevó a su muerte. Abrazada a su almohada se aferraba a la calma de la soledad. No tenía ánimos de salir aquella mañana aunque el sol se encontraba radiante.
Alguien tocó la puerta. Shelyn guardó silencio pero pronto accedió a que pasara. Al principio habría querido que se tratara de Darline aunque esperaba que fuera su padre. Al abrir la puerta comprobó que era de Alexander, y este le abrazó aunque no fue correspondido.
—¿Aún estás molesta conmigo? —Shelyn negó con la cabeza—. Eso espero —expresó su padre adolorido—. Ha venido alguien que quiere verte, y que ha traído noticias para tí.
En ese momento Alexander dió paso a su sobrino. Shelyn se sorprendió al ver a su primo, Leander Cásterot, cruzar la puerta de su habitación. Era cuatro años mayor que su hermano Víctor aunque su apariencia se le asemejaba más a Héctor, su segundo hermano. Le abrazó inmediatamente y luego los tres se sentaron en la cama para conversar.
—¿Entonces mis hermanos están bien? —preguntó aliviada luego de escuchar atentamente a su primo.
—Sí —afirmó Leander—, y la última vez que los vi te extrañaban mucho.
Ella recordó la pesadilla que había tenido y se contentaba al saber que sus hermanos no le odiaban. Aunque nada podía animarle por completo, al menos sentía la esperanza de regresar. Su padre y su primo le insistieron para que saliera pero ella se negó quedándose sola una vez más. Más tarde fue Darline quien le brindo compañía. Le había llevado un pan de centeno y un poco de leche para que comiera.
—¿Estás segura que no quieres salir? —preguntó Darline a la niña.
—No quiero.
—¿Estás segura? —insistió—. Ha llegado mucha gente interesante últimamente que te quieren conocer. —Shelyn no respondió, no le causaba ningún interés; no había alguien de su edad con quién pudiera jugar.
Una vez que había terminado de comer, la niña vió entrar en su cuarto a un extraño conejo de un color ámbar un tanto peculiar que parecía brillar en las sombras. Se quedó viéndolo fijamente mientras éste daba pequeños saltos por la habitación.
—¿Lo quieres? —preguntó Darline y ella asintió—. ¿Por qué no intentas agarrarlo?
Shelyn bajó de un brinco de su cama para atrapar a aquel pequeño animal que resultó ser bastante escurridizo, pero justo cuando al fin pudo alcanzarlo aquel conejo se desvaneció por completo.
—¿Pero qué ha pasado? —preguntó la niña impresionada.
—No era real: era una ilusión —contestó Darline privada de la risa al ver la cara de asombro que Shelyn había puesto.
—¿Tú lo has hecho?
—No, claro que no —respondió—, fue Desmond quien lo hizo.
—¿Quién es Desmond?
—¡Vamos, Desmond, no seas tímido! ¡Entrá ya! —llamó Darline en dirección a la puerta.
En seguida entró a la habitación un chico rubio de ojos verdes cuya edad era un tanto mayor a Shelyn, quizás de la misma edad de su hermano Héctor quién tenía diez años. Darline acababa de conocerlo cuando este llegó con su maestro aquella mañana. El chico, con la cabeza gacha, camino hacia ella pero sin decir una palabra. Darline le insistió que saludara a la niña y Desmond obedeció al mismo tiempo que se sonrojaba.
—Hazlo otra vez —ordenó Shelyn entusiasmada olvidando toda norma de cortesía.
Darline río impresionada por el aire autoritario con que la niña había hecho la petición; después de todo no se podía esperar menos de la hija de un duque. Desmond le miró indeciso y Darline le animó a que obedeciera. El niño abrió la palma de su mano y de ella surgió una pequeña luz de energía cuya forma era similar a un diente de león, y que apenas podía percibirse. Esa esfera, que los magos solían llamar «el anzuelo» se desplazó lentamente en dirección a Shelyn, y ella asustada dió pasos atrás para que no le tocase.
—No tengas miedo; no te pasará nada. —Le calmó Darline—, si quieres ver las ilusiones debes dejar que el anzuelo te toque.
Shelyn obedeció, y ni siquiera sintió cuando aquella esfera de energía atravesó su pecho. Al instante vio al mismo animal aparecer frente a ella.
—¡Guao! ¿Cómo lo haces? —preguntó emocionada mientras reía y se enjugaba los ojos.
—Soy un mago y hago ilusiones. —El chico se animó a responder con confianza y orgullo al ver la emoción que provocaba en ella, y al ver como en un instante aquellos ojos tristes se tornaban alegres.
Lo primero que diría su maestro es que la ilusión estaba mal hecha, que los conejos no tienen ese color y mucho menos brillan en las sombras; que la representación debía ser exacta a la realidad si quería ser un buen mago; pero para aquella niña su ilusión era perfecta.
—Puedes agarrarlo si quieres —dijo Darline.
—Pero se desvanecerá —contestó la niña.
—Lo hará cuando ya no pueda sostener más la ilusión —informó Desmond tomando aquel animal y entregándolo a Shelyn.
Shelyn cargó en sus brazos aquel conejillo que se portaba de la misma manera que uno real lo haría, pero al tacto era distinto, tan liviano que parecía estar sosteniendo una pluma. Rió cuando este se subió a sus hombros y olisqueó su cuello causando cosquillas en ella, pero luego de unos instantes desapareció. Le preguntó a Desmond que otros animales podría recrear pero la respuesta no fue de su agrado. Escorpiones, arañas, ratones, serpientes y toda clase de criaturas que a una niña no le causaba ninguna gracia.
—También puedo recrear a un bebé dragón que vi en uno de los libros del maestro Sheldon —dijo el pequeño mago con orgullo—. ¿Quieres verlo?
Dicho esto, y al ver como la niña aprobaba curiosa su petición, recreó a una criatura gris y alargada, con la forma de un lagarto, cuya longitud abarcaba una yarda, y dos grandes alas con las que podría volar. Para Shelyn, la ilusión era tan real que a pesar de conocer que aquella criatura no existía, le daba miedo aproximarse. Se subió a la cama deprisa ocultándose detrás de la joven curandera.
—Haz que eche fuego —pidió Shelyn emociona. Cuando Desmond accedió y aquella criatura ficticia expulsó llamas por la boca la niña dio un gritó aferrándose con fuerza al cuello de Darline.
—¡Shelyn, espera! —chilló la joven con voz ahogada, y cuando logró desprenderse de su agarre todos rieron sin parar. En ese momento Alexander, movido por la curiosidad de saber a qué se debía el alboroto, ingresó a la habitación y al preguntar qué ocurría su hija corrió hacía él y le abrazó.
—¡Mirá! —gritó Shelyn señalando a la ilusión—. ¡Un dragón!
—¿Dónde? —preguntó el noble desenvainando su espada, aunque no podía ver la criatura, imaginaba que su hija había sido encantada—. ¡Atrás mugroso animal! No dejaré que hagas daño a mi hija —gritó gallardamente siguiendoles el juego a aquellos niños.
—Ya ha desaparecido —Shelyn hizo saber a su padre. Luego, dirigiéndose al niño mago le pidió que lo hiciera de nuevo para que lo viera su padre.
—No puedo ilusionar a más de una persona—aclaró Desmond cabizbajo— aún me falta mucho por aprender.
—Y no aprenderás nada usando las ilusiones para jugar. —Fueron las palabras de Darius, un prodigio de la hermandad de los magos que había llegado con Desmond aquella mañana, y que fue el último en entrar a la habitación buscando a su discípulo—. Solo desperdicias tu esencia en actos banales.
—¿Lo dice el hombre que ha estado haciendo ilusiones toda la mañana para impresionar a las chicas? —reprochó Darline la rigidez de aquel mentor. Nunca le gustaron los prodigios de la hermandad de los magos. Siempre eran hombres orgullosos que utilizaban sus poderes para satisfacer toda avaricia y lujuria que alguien se pudiese imaginar, y las mujeres, egocéntricas, no se diferenciaban mucho de ellos aunque fuesen más moderadas.
Darius no respondió, pero se llevó a Desmod de la habitación sin antes mirar a Darline con una sonrisa maliciosa. Luego ella invitó a Shelyn a salir logrando que al fin accediera. Alexander le dió la gracias a la joven curandera por lo que había logrado con su hija; tenía meses que no la veía divertirse de aquella forma. Una vez afuera la niña pudo jugar casi toda la mañana, pero su alegría era tan duradera como el pasar de una brisa en el verano, y era habitual verla aislarse alicaída cuando recordaba a su madre.
Nuevos prodigios de distintas hermandades seguían llegando en aquel día, y pronto anunciaron una reunión a la que todos debían acudir antes del atardecer. Se concluyó que la vieja posada, cuyos escombros habían sido despejados, ofrecía espacio suficiente para albergar a todos los participantes. No hubo quien no estuviera de acuerdo y pautaron la reunión. Alexander vió con preocupación cómo cada uno de ellos preguntaban por su hija. Estaba decidido a no alejarse de ella y no cedería a la idea de dejarla ir con alguna hermandad.
Nelda fue una de las más interesadas. Aunque a Alexander no siempre le agradaba su recurrente sarcasmo al hablar había logrado entretener a su hija leyéndole la mente, adivinando sus gustos y prediciendo el futuro cercano de lo que acontecía alrededor. Otra fue una de los tantos hechiceros que llegaron a Galean. Cuando Shelyn los vió corrió a su habitación atemorizada creyendo, por la semejanza de sus atuendos, que se trataba de los brujos. Los hechiceros portaban túnicas similares pero más claras, y varas mágicas como armamento idénticas a la que llevaban los brujos. La diferencia más notable radicaba en que ellos no practicaban magia oscura.
Una hechicera de nombre Whitney, cuya edad alcanzaba los cuarenta años, invitó a Alexander para que la acompañase a hablar con Shelyn, y así lo hizo. No fue muy difícil que la niña comprendiera que no se trataba de los brujos al verla acompañada de su padre. A pesar de eso no despertó mucho interés en la hermandad de los hechiceros, aunque le pareció impresionante cada vez que Whitney, con su vara, levitaba cada una de las pócimas que llevaba con ella y luego le explicaba para qué era su uso. Casi todas estaban diseñadas para influir en el comportamiento de las personas, y la que le llamó más la atención, fue una que aquella mujer denominó como el elixir de la verdad.
—Todo aquel que toma un trago de esta bebida no podrá mentir hasta el día siguiente —explicó Whitney—. Sí lo intenta, sufrirá grandemente, pero si lograra mentir, el elixir le provocará la muerte.
—¿Y si quién la bebe no conoce la verdad? —Preguntó Shelyn preocupada.
—Buena pregunta —Contestó la hechicera—, pero no debes preocuparte: estará bien mientras sea siempre honesto.
—En ese caso debería llamarse el elixir de la honestidad —intervino Alexander que hasta ese momento había estado callado observando el momento.
—Deberían tomarla mis hermanos —dijo Shelyn meditando en la idea—. Admitirán que mi cabello es rojo.
Whitney no entendía a qué se refería aunque le causó gracia la sugerencia de la niña hacia sus hermanos. Alexander en cambio, después de una risotada, le dijo a su hija que su cabello era de un color rojo muy oscuro por lo que Shelyn quedó muy complacida. La niña pronto se animó a salir de nuevo y jugaba con Desmond cada vez que lograba distraer la mente de sus tristes recuerdos. Quién se encontraba más solitario era Adolph Tarrenbend, los únicos momentos que buscaba compañía era cuando Otto o Gabber lo invitaban a entrenar con la espada, lo que evidenciaba que había en él un gran deseo de obtener venganza.
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