Capítulo 7. Una dura realidad.

Alexander Cásterot

Alexander y lo que quedaba de sus hombres fueron a la posada para recoger los cadáveres aquella mañana. A pesar de que la niebla maldita se había disipado, después de haberlos cubierto durante meses, gracias a la purificación que habían hecho los curanderos. Aun cuando se podía vislumbrar con claridad el cielo azul y sentir el cálido resplandor del Sol, para el noble el ambiente no era más vivo que los días anteriores. Apenas las calles denotaron un ligero ocupamiento de la mermada población Galeana, quienes confundidos y temerosos se atrevieron a salir a las calles luego de aquella masacre para llorar a sus muertos. Un hombre de unos cincuenta años daba tumbos desesperado buscando a su hija adolescente, que la vio correr en la oscuridad pero nunca volvió.

Solo algunos pueblerinos al notar la presencia de Alexander, y al reconocer por su atuendo y emblema que se trataba de un noble, se atrevieron acercarse a él para buscar respuesta o alguna información, también para contarle relatos atroces de como seres extraños entraron a sus casas para matarlos. Algunos lucharon inútilmente para proteger a sus hijos, otros huyeron y algunos se escondieron logrando sobrevivir.

No pudo atenderlos a todos ni darles satisfactorias respuestas, pero logró convencerlos para trabajar juntos y quemar los cuerpos. Jasper y Martha también los acompañaron. Ella lloró inconsolablemente al ver el cadáver de Thomas aunque Jasper intentaba calmarla. Peter Mordane, Florence Cóterger y John Serpenthelm ingresaron con él a lo que quedaba de la posada. La estructura parecía intacta a pesar de que todos los muebles estaban vueltos cenizas y parte del techo se había desplomado.

Juntaron todos los cuerpos a las afueras, acomodándolos de manera que pudieran identificarlos una vez cremados, y con la ayuda de los pueblerinos lograron recoger más pronto de lo esperado, madera suficiente para ejercer aquella labor fúnebre. De todos los cuerpos que se consumían en las llamas, el que más nostalgia le produjo al noble fue el de su criada: Sabía lo mucho que su hija la amaba. Lamentaba que ella no pudiera estar allí para despedirla, pero no podían esperar y la joven curandera insistió que a Shelýn había que dejarla dormir.

Una vez de regreso a la nueva posada, Alexander tenía interés de hablar con los prodigios. Los encontró en un pequeño patio a las afueras. Darline estaba junto al fogón vertiendo verduras en una olla con agua hirviendo, y Gabber se hallaba cerca de una pequeña mesa de roble desplumando una gallina a medio coser.

—¿Eso es lo único que has podido encontrar? —le preguntó Darline a Gabber un tanto decepcionada—. Una gallina no es suficiente para tantas personas.

—¡Por los dioses, Darline! ¿Por qué lo preguntas? —Gabber se quejó un tanto irritado—Sabes lo difícil que es encontrar comida en estos días.

—Has podido casar unas aves, se supone que eres experto con el arco.

—¡Bien! ¿Por qué no dejas de quejarte y me dices dónde están las aves?

—Qué sé yo... Tu eres el cazador, es tu trabajo buscarlas: ellas no vendrán solas a ti.

Alexander carraspeó con fuerza para llamar la atención de ellos. Ambos lo miraron, y Gabber se puso de pie dejando la gallina aun sin desplumar sobre la mesa para abandonar el lugar.

—Contigo no se puede —farfulló mientras los dejaba solos.

—Veo que no se la llevan nada bien —comentó Alexander a la joven prodigio con una sonrisa: pensó que se veían como un joven matrimonio al discutir, pero se cohibió de hacer tal comentario.

—Solo es un llorón; yo solo le hice una pregunta y se enojó.

—Tal vez se esfuerza y le molesta que no valores lo que hace.

—No lo creo —contestó ella mientras se dirigió a la mesa para continuar lo que Gabber había abandonado—. Siempre critica lo que hago y a veces hasta se opone a mis acciones. Impidió que terminara de curarlo. Si no es porque ya había avanzado ahora usted estaría muerto. Dígame Lord, ¿quién no valora lo que el otro hace?

—¿Por qué te impedía curarme?

—Porque no es correcto gastar toda la esencia en un solo individuo que tiene poca esperanza de vivir cuando puedes salvar la vida de muchos. Además que si agotamos toda la esencia nos hacemos vulnerables ante nuestros enemigos. Por eso su actitud de impedir que le sanara.

—Parece que tuvo una razón de peso—interrumpió Alexander.

—SÍ, pero lo que él no entiende es que yo poseo más esencia que todos mis compañeros juntos: Yo sé lo que hago —explicó egocéntrica mientras descargaba su enojo desplumando aquel moribundo animal con más fuerza.

—Entiendo, pero aun así creo que has hecho mucho por mí y por mi hija, siendo que somos totalmente desconocidos, razón por la que te estoy agradecido, pero ¿por qué lo hiciste?

—Usted es un hombre con poder militar, eso hace que su vida sea indispensable —le respondió con frialdad, pero sin atreverse a mirarlo a los ojos, concentrándose en terminar de desplumar aquella ave—, y la niña es una prodigio, lo que la hace aún más importante.

Aunque la respuesta parecía certera y podrían ser razones lógicas para haberlo curado, ella sabía que debió consultarlo con Ouwel, su superior, y era por esas libertades que se tomaba que Gabber solía enojarse tanto; mas Ouwel rara vez le llamaba la atención. Estaba segura que Gabber se enojaba porque creía que Ouwel sentía algo por ella. Alexander, por otro lado, sintió que aquella respuesta era fría, pero directa y sincera, y una respuesta que confirmaba que los temores de que ellos quisieran reclutar a Shelýn era un hecho seguro y no una posibilidad.

—Comprendo —dijo él—, pero según los principios de los curanderos, reyes, nobles, clérigos, plebeyos, comunes y prodigios deben ser considerados como iguales. ¿No quebrantas esa norma al dedicarme especial atención?

A Darline aquel noble le parecía inquietante: normalmente los hombres se intimidaban ante su belleza o por el contrario corrían hacia ella a colmarla de elogios para conquistarla, pero Alexander le hablaba con una naturalidad tan propia de aquellos amigos que se tienen mucha confianza. Esa actitud tan segura quizás era común de un hombre cuyo estatus social es tan elevado, acostumbrado a ser superior, a hacer preguntas y a tener lo que quiere. Le resultaba tan agradable como irritante.

—Ese principio del que habla no es favorable en estos momentos de guerra. Salvarlo a usted podría significar salvar a muchos si lucha con nosotros —contestó ella.

—Pero si mi hija es una prodigio, ¿por qué curar a un padre tan poderoso que se puede oponer a su reclutamiento?

Tantas preguntas le hacían sentir que el noble conocía muy bien a los curanderos, y que de alguna manera no dejaría de indagar hasta recibir una respuesta que le diera satisfacción. Era obvio que esperaba saber que dejaba a su hija en buenas manos si tuviera que dejarla ir. Contestar la verdad le traería tristes recuerdos, pero era necesario.

—Eso... —Se detuvo un momento, agacho su mirada y continuó con voz queda—: Lo hice porque hubiera deseado que hicieran eso por mis padres cuando fui reclutada. Pertenezco a la casa Térlinponts, una casa extinta que poseía grandes tierras al norte de la isla sur de Overhilion, el reino más grande de la Alianza del Sur.

—Conozco la historia de esa familia —intervino Alexander conmovido y un tanto impresionado—. Se cree que ningún miembro de la familia sobrevivió a la ira del Rey. Fueron acusados de traición al formar parte de la rebelión fallida que hace doce años sufrió el reinado de Overhilion en aquel entonces.

—Así es —afirmó avergonzada y con un nudo en la garganta—, entraron al castillo de mi familia y mataron a todos. Mi madre y yo huimos con una cuadrilla de hombres, pero descubrieron nuestro rumbo, nos alcanzaron y nos atacaron.

»Mataron a los hombres y a las mujeres no sin antes abusar de ellas, incluyendo a mi madre. Yo la veía morir cuando un hombre me tomaba del brazo para secuestrarme, querían que yo fuera la recompensa del Rey. Por suerte fue entonces cuando los curanderos aparecieron y me salvaron. Mi madre aún estaba viva pero ninguno se dignó a curarla. Solo le prometieron cuidar bien de mí y apaciguaron su agonía.

»Cuando vi a su hija, me vi reflejada en su dolor, en su miedo y en su impotencia: por eso debía curarlo, tenía que ayudarle tanto como me hubiera gustado que lo hicieran por mí o por mis padres.

Terminó aquella historia con su voz quebrantada conteniendo el llanto. Alexander posó su mano sobre el hombro de ella para consolarla.

—Lamento mucho lo que sucedió con tus padres. Hay reyes que se dejan llevar por el odio y no comprenden la fuerza que hay detrás de la compasión, ni vislumbran la lealtad que se consigue cuando se perdona a quienes han fallado.

—¿Crees que debió perdonar una traición?

—Creo que debió castigarlos, pero jamás extinguir a una familia entera. Por suerte, aún existe una Térlinpont que dará honor a su casa. Tus padres estarían orgullosos de lo que te has convertido.

Darline levantó su rostro y cruzó su mirada con la de aquel noble de Marfín. Comprendió que no solo se trataba de un hombre con grandes títulos; parecía ser un gran padre y una excelente persona.

—¡Gracias! —susurró mientras sonreía y agachaba su mirada de nuevo.

—Shelýn, ¿aún duerme?—Preguntó Alexander.

—Así es, dentro de poco despertará.

—¿Y dónde está Adolph Tárrenbend?

—¿El chico? —preguntó ella y Alexander afirmó con la cabeza— No ha salido de su habitación desde que le confirmaste esta mañana la muerte de sus padres.

—No me lo recuerdes —dijo cabizbajo—, aun no le digo a mi hija sobre la muerte de su madre ¿cómo se puede darle una noticia así a una niña tan pequeña?

—Es duro, lo imagino, pero tendrás fuerza, ya lo veras.

Alexander la miró y ella le sonrió. Le pareció una joven muy hermosa y madura para su edad. En un momento fantaseaba en su mente con aquella chica a quién doblaba en años; pero sabía que los curanderos no se relacionaban amorosamente con los hombres comunes, ni siquiera con otros prodigios que no fueran de su hermandad. Tal vez si fuera más joven ignoraría las reglas y se aventuraría a lo imposible, pero ¿en qué estaba pensando? Aún estaba de luto por una gran mujer a quien amaba, Caroline Cásterot; su difunta esposa merecía más respeto. Quizás al saberse solo buscaba refugio en otra mujer que llenara su vacío, y en alguien quién pudiera hacer la labor de madre para sus hijos. Pensó que era mejor para él distanciarse de Darline momentáneamente. Se excusó con ella y se marchó.

Se excusó con ella y se marchó.

Adolph Tárrenbend

Sentía que lo tuvo casi todo en la vida. Había nacido en una familia de prestigio. Nunca tuvo porque preocuparse por la comida en la mesa, o por no saber dónde dormir como otros niños a los que tuvo ocasión de ver algunas veces. Vivió en un castillo con unos padres maravillosos, y gente que lo respetaba. Tuvo grandes maestros que lo instruían en la historia, la geografía, la política, la guerra, y en todo lo que un futuro Lord debía saber. Lo único que le faltó en la vida fue haber tenido un hermano, o una hermana tal vez, pero no: el destino se lo había quitado todo.

Cuando despertó en la posada de Thomas aún tenía esperanza de que sus padres estuvieran con vida, pero aquel noble de Marfín fue portador de la noticia que más temían: Sus padres habían muerto.

Jamás en su vida se imaginó ver como todas aquellas personas con las que había crecido se habían ido en un pestañear. Ahora estaba solo, huérfano, sin esperanzas; dependiendo de gente desconocida que seguramente lo verían como un estorbo. Aunque el Sol irradiaba como nunca y se colaba su luz por las ventanas cerradas; él no quería salir. Solo quería llorar hasta ahogarse en un mar de lágrimas si eso fuera posible.

—¿Quién es? —preguntó tras escuchar que tocaban la puerta de la habitación que le habían dado. Cuando le dijeron de la muerte de sus padres se encerró y no quiso salir más.

—Soy Alexander Cástero, el Duque de Marfín, ¿recuerdas? ¿Puedo pasar?

—¡No gracias! Quiero estar solo.

A pesar de la negativa Alexander hizo caso omiso a su petición. Al notar que la puerta no había sido cerrada con llave decidió pasar porque imaginaba lo que aquel chico estaba pasando y quería ayudarlo. Lo encontró sobre su cama con las piernas dobladas hasta su pecho rodeándolas con sus brazos, y recostando su rostro sobre las rodillas para ocultar su llanto.

—Le dije que no pasara —le reprochó inmediatamente.

—Prometo no quedarme mucho tiempo si accedes a hablar conmigo.

—Está bien —declinó—, pero que sea rápido, por favor.

Alexander se sentó a su lado. No sabía cómo abordar el tema: cualquier cosa que pudiera decir para consolar a un joven de catorce años que había perdido a sus padres sería totalmente inútil. Tras un corto y breve momento de incómodo silencio se atrevió a hablar.

—Quiero decirte que lamento mucho tu pérdida.

—Gracias —contestó con frialdad—, si eso fue lo que vino a decirme ya puede irse.

Aquel chico tenía razón: eso era lo más inútil que pudo haberle dicho. Alexander pensó que tal vez no tenía nada que hacer allí y dejarlo solo era lo mejor, pero por alguna causa se quedó allí y comenzó hablar.

—Tu padre y yo éramos grandes amigos. Lo conocí en un torneo de justas en Stormbrich, la capital de este reino, cuando se celebraba el décimo primer año de paz en todo el imperio. Si mal no recuerdo, era el año 690 después del nuevo mundo. Ninguna de nuestras casas ganó ningún torneo, pero recuerdo que tu abuelo casi logró vencer al mismísimo Lucian Blackwars: aunque no fue coronado campeón, se convirtió en una leyenda.

»Conocí a tu padre cuando viajamos de regreso a Occidente comentando cada hazaña que habíamos visto. Los Cásteros hicimos parada en el fuerte Tárrenbend y después de una semana nos despedimos de tu familia y retomamos el camino a Escortland. La amistad que tuvimos perduró con los años a pesar del tiempo y la distancia. Nos veíamos en celebraciones de eventos importantes y...

—Lamento interrumpirlo Señor, pero ¿para qué me cuenta todo esto?

—Porque no quiero que el hijo de uno de mis mejores amigos crea que su mundo está derrumbado, o que crea que está solo.

—Claro que estoy solo.

—No lo estás.

—¡Claro que lo estoy, ¿no entiende?! ¡Usted sabe que mis padres murieron! ¡Si ya terminó puede dejarme solo!

—Bien, te dejaré solo —contestó Alexander poniéndose de pie y parándose frente a él—, pero antes quiero que sepas que estaré enviando un mensaje a la familia de tu madre para anunciarles lo que sucedió. Ahora, eres el Lord Tárrenbend y Señor de estas tierras. Tu familia debe proporcionarte todos los medios para que puedas gobernar en lugar de tus padres.

—Si de verdad quiere ayudarme no contacte a la familia de mi madre —dijo aquel joven un tanto desesperado— Mi madre era una gran mujer pero su familia nunca nos quiso.

Aquella petición sorprendió Alexander, pero recordó que los Findergrey eran una familia menor de nobles vulgares, codiciosos y de dudosa reputación que querían casar a su hija Emma, la menor de cinco hermanos, con una de las familias más grandes de la provincia occidental de Ástergon, ya que su atractivo la hacía codiciable. Por suerte, cuando Emma se enamoró de Edmund Tárrenbend aún no había sido comprometida con ningún Lord. Su viejo amigo consiguió la mano de ella cuando en un evento de justas donde se coronó campeón se rumoraba que habían escapado juntos. El Lord Marcus Findergrey se vio obligado a aceptar que se casaran para así evitar una guerra y un escándalo que impidiera casar a sus otras hijas con algún Lord de las casas mayores. Los Tárrenbend nunca fueron aceptados por los Findergrey y seguramente Adolph tenía suficientes razones para no querer estar con ellos. Alexander guardó silencio por un momento y luego le hizo una oferta de la que no estaba muy seguro.

—Entonces te propongo que vayas conmigo a Escortland y seas mi pupilo. Quizás no pueda suplantar a tus padres pero haré todo lo posible porque te sientas en casa. Tengo dos hijos más que podrían ser de tu agrado. Te educaré hasta que seas mayor, y resguardaré las tierras que te pertenecen hasta que tengas las condiciones para protegerlas por ti mismo. Solo necesito tu aprobación como Lord Tárrenbend.

Adolph por un momento no dijo ni una palabra, y aunque no tenía ánimos de nada, aquella oferta era una que no podía rechazar.

—¿Por qué hace esto por mí? —preguntó después de un breve silencio.

—Porque estoy en deuda con tu padre... Me gustaría que bajaras a comer cuando el almuerzo esté listo. Te estaré esperando.

Te estaré esperando.

Darline Térlinponts.

—Shelýn, despierta —le insistió a la niña varias veces empujando sus hombros sin mucho éxito.

—Déjame dormir Héctor —se quejó al fin la niña con menguada voz.

—¡Vamos, despierta! Yo no soy Héctor —Darline insistió nuevamente privándose de la risa al ver que la niña tenía un sueño muy profundo.

—¿Emily? —preguntó Shelýn estirando sus brazos y abriendo al fin sus grandes ojos.

—No, yo soy Darline, la curandera.

—Creí que eras Emily —se lamentó Shelýn con voz queda y un tanto decepcionada mientras se disponía a sentarse con extrema lentitud porque aún arrastraba la pesadez de su sueño.

—Lamento decírtelo, pero Emily murió ¿recuerdas? —informarle aquello nuevamente le hizo temer que la niña se entristeciera—. Ella dio la vida protegiéndote, y no lo hizo para que estés triste.

—Lo sé, ella está en un lugar mejor ¿cierto? Eso es lo que dicen siempre cuando alguien muere por la enfermedad.

—¿Qué te parece si hablamos de otra cosa?

—Está bien, ¿Eres una prodigio curandera?

—Sí, lo soy ¿no lo recuerdas? Curé tu herida y salve a tu padre.

—Lo sé, pero ¿por qué no te curas? —dijo Shelýn señalándole una pequeña cortada que Darline se había hecho en el pulgar al picar las verduras.

—Ah, ¿esto? No es nada.

—¡Cúrate por favor! —suplicó emocionada— ¡Quiero ver como lo haces!

—Lamento decepcionarte, pero los curanderos no podemos usar los poderes de curación en nosotros mismos, solo en los demás.

—¿Por qué?

—No lo sé, pero ningún prodigio puede hechizarse a sí mismo para bien ni para mal.

—Entiendo, pero debe haber una razón.

Para Darline aquella niña era igual a su padre: preguntaba cualquier pequeñez que se le pasaba por la mente, pero con mucha más gracia.

—Los curanderos tenemos un dicho muy peculiar cada vez que no podemos hallar la respuesta a una pregunta. Este dicho dice así: «Cuando la confusión hoy cubre tu alma, mañana el misterio será desvelado». Lo ideal es que primero cito una parte y luego tú respondas con otra, ¿entiendes?

—Sí, entiendo —contestó la niña.

—Veamos si es verdad: «Cuando la confusión hoy cubre tu alma...»

—«..., mañana el misterio será desvelado»

—¡Bien, que rápido aprendes! —dijo Darline dando unas palmadas, pero Shelýn apenas dibujó una pequeña sonrisa— Aún estás triste ¿cierto? Veamos si esto te hace feliz. Cerré las ventanas antes de despertarte para darte una sorpresa.

La habitación aún estaba a oscuras por lo que Shelýn no se había percatado de la luz del Sol. Cuando Darline abrió las ventanas la niña se levantó de prisa y corrió para ver a través de ella.

—¡Es la luz del Sol! —Gritó de la emoción— ¡Mi padre tiene que ver esto!

—Tu padre ya está despierto esperando por ti en el comedor.

En ese momento Shelýn sintió el olor a estofado y un pequeño rugido emerge de su estómago. El aroma comenzaba a colarse y el apetito le invadió cual León voraz en busca de su presa. Al encontrarse con su padre corrió hacia él y le abrazó.

—¡El sol está deslumbrando! —dijo Shelýn a su padre— ¿Viste el cielo? ¡Está hermoso! Azul como antes.

—Sí, ya lo he visto —contestó Alexander revolviéndole el cabello— y tú también estás hermosa como siempre.

—¡Ahora podemos regresar a casa con los curanderos como lo prometiste, y curar a mamá y a mis hermanos! ¡Todo será como antes!

Verla tan feliz y saber que tendría que contarle la verdad le hizo sentir un fuerte nudo en la garganta. Alexander era un hombre valiente que podría enfrentar a la muerte si era posible, pero decirle a su hija sobre el fallecimiento de su madre le causaba terror. Miro a Darline como quien busca auxilio y ella solo le hizo un ademán de tristeza.

—¿Qué te parece si comemos primero y después hablamos del regreso a casa? —preguntó a su hija simulando una vaga sonrisa de felicidad.

Una vez acomodados en la mesa de aquel pequeño comedor Martha y Jasper servían a todos los presentes. Shelýn saludaba emocionada al ver cada rostro conocido de aquellos que habían sobrevivido. Shelýn se encontraba sentada junto a su padre y al frente de ella estaban Darline y el joven Tárrenbend, quien fue el último en incorporarse. A lo largo de la mesa estaban Gabber el curandero, y los demás hombres de Alexander. El almuerzo de aquel día no era para nada cercano a lo que los nobles estaban acostumbrados a comer: apenas un pan de centeno y un estofado repleto de verduras, pero escaso de pollo era el plato de aquel día. Sin embargo, ya estaban acostumbrados a que la comida escaseaba aquellos días y los lujos eran cosas del pasado.

—Sé que ha sido de alegría para todos ustedes ver que la niebla ha desaparecido —se dirigió Gabber a todos los presentes—, pero es importante que sepan que la niebla solo fue dispersa a unas cuantas yardas más allá del pueblo. Hasta que no se descubra la fuente que la produce será imposible eliminarla del todo. La niebla regresará y no siempre podremos dispersarla.

—¡Maldición! —exclamó Florence Cóterger—¿Por qué razón no pueden desaparecerla de nuevo?

—Cada prodigio tiene un nivel de esencia que es la energía espiritual que nos permite obrar de manera sobrenatural —respondió Darline—. Esa esencia se agota cada vez que hacemos uso de ella, y dependiendo del poder que realizamos se agota con mayor o menor rapidez. La purificación requiere de mucha esencia para que sea efectiva, y se necesitan mínimo cinco curanderos de alto nivel para realizarla con éxito. Una vez ejecutada nos consume casi todo nuestro poder. Recuperamos la esencia perdida después de un tiempo de calma y meditación.

—Es por esta razón que nos cohibimos de curar cualquier herida superficial —intervino Gabber—, y solo sanamos a las víctimas lo necesario: jamás por completo para rendir nuestra energía. Si hay muchos heridos tampoco curamos a aquellos cuyas heridas sean tan graves que implican mucho gasto de poder en una sola persona la cual podría ser usada para sanar a muchos.

—Con razón aun me duele el costado —comentó Florence.

—¿Es por eso que no curas la herida de ella? —preguntó Shelýn a Gabber señalándole la cortada que Darline se hizo en el pulgar.

—¿Cuál herida? —preguntó Gabber.

—La cortada que me hice cuando picaba las verduras —respondió Darline enseñándole el pulgar—, ¿no recuerdas?

—¡Ah! Esta —contestó tocando la herida con su dedo índice. Una chispa blanca surgió de él al instante curando aquella cortada.

—¿Por qué hiciste eso? —preguntó Darline impresionada.

—Para que me dieras las gracias.

—¡Acabas de decirles a todos que no curamos heridas superficiales y es lo primero que haces! —Le reprendió Darline enojada—. Nuestras acciones tienen que estar acorde a nuestras palabras.

—Está bien, perdona por curarte el dedo —farfulló.

—¡Jamás te voy a entender!

—Cuando la confusión hoy cubre tu alma... —murmuró Gabber sabiendo que a Darline le molestaba aquel dicho mal aplicado, pero justo antes de que ella le refutara con algún insulto fue Shelýn, para sorpresa de todos, quién le contestó:

—..., mañana el misterio será desvelado.

—¡¿Ves?! —gritó Gabber emocionado—. Deberías aprender de la niña, no es curandera y sabe más que tú —culminó burlándose de ella con una fuerte carcajada.

Darline le hubiera refutado enojada, pero aquellas reacciones le resultaron tan inesperadas que pronto comenzó a reír y seguidamente casi todos se contagiaron de risa a excepción de los Cásteros y el joven Tárrenbend.

—¿Cuándo regresaremos a casa? —preguntó Shelýn a su padre porque al ver a casi todos reír en aquel almuerzo le trajo nostalgia: Recordó los momentos en que en familia los Cásteros se reunían a comer.

—Come primero y después hablamos —respondió Alexander sin atreverse a mirarle a los ojos.

—¿Por qué no me respondes ahora? —preguntó insistentemente—. Yo quiero ver a mamá.

—Por favor come y después hablamos.

—Pero yo...

—¡Qué comas te dije! —gritó.

Shelýn se sobresaltó, y sorprendida ante la reprimenda de su padre sus ojos se llenaron de lágrimas y exclamó:

—Ya no tengo hambre.

Se levantó y salió corriendo hasta su habitación.

—¡Shelýn espera! —Le suplicó arrepentido mientras se disponía a perseguirla—, ¡Yo no quería...!

—Aguarda —interrumpió Darline halándole el brazo para detenerlo—, yo iré hablar con ella, y cuando se haya calmado le llamaré, entonces usted le dirá sobre la muerte de su madre.

—¿Cómo lo hago?

—No lo sé, pero mientras más demoré en darle la noticia más difícil será. Sí usted quiere puedo acompañarlos.

Alexander aceptó la petición de la joven curandera, ella entró a la habitación de la niña y después de una larga espera Darline le llamó y él entró para hablar con su hija.

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