1 || PROPUESTA
𝐂𝐀𝐏Í𝐓𝐔𝐋𝐎 𝐏𝐑𝐈𝐌𝐄𝐑𝐎:
𝐏𝐑𝐎𝐏𝐔𝐄𝐒𝐓𝐀
<<La razón de mi visita es hacerle una propuesta...
Una propuesta que no podrá rechazar.>>
𝟏𝟏 𝐝𝐞 𝐦𝐚𝐫𝐳𝐨, 𝟏𝟖𝟓𝟕.
𝐂𝐫𝐢𝐦𝐬𝐡𝐚𝐰 𝐇𝐚𝐥𝐥, 𝐑𝐞𝐝𝐝𝐬𝐡𝐢𝐫𝐞 (𝐈𝐧𝐠𝐥𝐚𝐭𝐞𝐫𝐫𝐚)
𝐀gotado, Tobias, marqués consorte de Moncrief —"no, ya no", se tuvo que recordar a sí mismo— y conde de Reddshire, se dejó caer sobre el diván de terciopelo escarlata con todo el cansancio que había acumulado en los últimos tiempos pesándole en el cuerpo. Se cumplía el tercer mes desde que aquella pesadilla había dado comienzo, y sabía la diosa Luna que aquello aún estaba lejos de terminar. "Quizás todo esto, las miradas, los rumores, la vergüenza... quizás nunca cesen", pensó con amargura, mientras se masajeaba la frente con un rictus de dolor grabado en el rostro. Una migraña se gestaba entre sus cejas desde hacía casi una hora y lo único que deseaba en aquel momento era tumbarse allí mismo y dormir. Dormir... Últimamente, el sueño era la última e infranqueable barrera entre aquella dolorosa realidad y él.
Había fallado. No, le habían fallado a él, como le había corregido su hermana con resolución, en un estimable intento de relevarlo del peso de la culpabilidad que el ojo público había puesto sobre sus hombros, pero aquello no cambiaba en nada la opinión respecto a él. Toda Inglaterra sabía que había fallado a su esposo. Porque no era misterio que un Alfa podía —y muy frecuentemente, llegaría a— ser infiel, ¿pero abandonar a su Omega? ¿Qué tan patético tenía que ser para que el otro tomase esa decisión?
"Patético". La palabra hizo eco en su embotada mente. Tal vez aquél era el calificativo que mejor le quedaba.
Sus pensamientos quedaron suspendidos en el vacío cuando su doncella, Albertine, entró a la sala con un cuenco de frambuesas que no recordaba haberle pedido. Tobias la saludó con un lamentable intento de sonrisa que hizo que la mujer adquiriese una expresión piadosa, como una madre que ve a su cachorro regresar a su lado con una rodilla raspada y los ojos desbordantes de lágrimas. Su sola presencia amainó la tormenta de emociones encontradas que se había abatido sobre sus pensamientos; hacía tiempo que aquella humilde Beta de buen corazón se había convertido en lo más cercano que tenía a una madre, y le agradecía todos los días por ello.
—¿Puedo hacer algo más por usted, mi señor (1)? — preguntó, después de dejar el plato en una mesa a su lado.
—No, querida —negó. A pesar de conocer que eran nacidas de la compasión y del cariño, no deseaba sus atenciones, ni su lástima. Solo quería estar solo, escondido... Hasta que todo acabase por fin — Puedes retirarte.
La mujer abandonó el salón, pero a penas unos minutos después, cuando los párpados comenzaron a pesarle alarmantemente para ser mediodía, volvió a entrar, con un rostro inquieto.
—Mi señor...
—No necesito nada — repitió con una voz adolorida.
—No se trata de eso... Hay un hombre en la entrada. Dice que quiere hablar con usted.
La somnolencia lo abandonó de golpe. Como pudo, volvió a sentarse recto en el canapé, con todos los miembros en tensión.
—¿Fabien? — preguntó, temeroso de la respuesta. Lo último que deseaba aquel día era tener que lidiar con el hombre que había comenzado aquel infierno. Para su alivio, la Beta negó.
—No, no es el marqués. Pero no lo conozco. Dice que su nombre es...
—... Kian Aitken, vizconde de Lydhe — terminó una voz masculina.
Un penetrante aroma a leña quemada con notas de uvas maduras comenzó a acariciar su nariz, y sintió que un largo escalofrío ascendía por su espalda, dejándolo desconcertado y tembloroso. "Un Alfa", supo entonces.
—He venido a hablar con usted, mi señor.
Un peregrino no habría estado más desorientado en un campo de batalla de lo que él lo estaba al oír aquellas palabras. El hombre o, más bien, el joven que emergió del umbral, era un completo desconocido para Tobias. Tenía una cabellera oscura y ondulada y un rostro atractivo y dorado por el sol en el que unos ojos claros le dedicaban una mirada tan intensa que le costó sostenerla. Vizconde de Lydhe... Saboreó aquel título en silencio, en busca del origen de la inusitada familiaridad que le suscitaba.
Un pequeño carraspeo lo despertó de sus cavilaciones. Volvió la mirada hacia la Beta, que alternaba su atención entre el recién llegado y su empleador con justificada intriga.
—Déjenos, Albertine — le mandó, algo azorado. Su doncella asintió, aunque había un destello de interés en su mirada de ojos negros.
Tobias aguardó hasta que los quedos pasos de la Beta se perdieran en la lejanía para volver a encarar a su apuesto y misterioso visitante. La segunda mirada le hizo ver detalles que en el impacto de la primera habían pasado desapercibidos, como que su cabello, que en un principio le había parecido moreno, en realidad era de un oscuro color caoba al que la caprichosa luz matutina arrancaba reflejos rojizos y dorados, y que su vestimenta, aunque elegante, eran anticuada y se veían algo desgastada. Pero lo que más le llamó la atención fueron sus ojos; unos ojos de un gris profundo, como la bruma invernal o la plata batida. Unos ojos que no se apartaron de él mientras le acercaba una silla para que se sentase en ella, ni cuando volvió a dejarse caer en el diván.
—Espero no resultarle grosero si le pregunto de donde proviene, señor Aitken — comenzó, apelando a todo el tacto del que era capaz —. Pues, aunque el nombre me resulta familiar, no puedo ubicar en mi mente a Lydhe.
—Es comprensible que no pueda. Se trata de una pequeña aldea al Sur de Escocia, mi señor — puntualizó el joven — A dos días a caballo de Melrose (2).
—Vaya — dijo, francamente asombrado — Si es así, debe haber hecho un largo viaje para llegar a Reddshire. ¿Qué le ha traído hasta aquí?
—Hablar con usted.
Aquella respuesta hacía aún más enigmática la cuestión. ¿Quién era en verdad aquel hombre y qué quería sacar de aquella conversación por la que había atravesado media Gran Bretaña?
—En tal caso, soy todo oídos para lo que tenga que decirme — contestó Tobias.
Aitken esbozó una sonrisa de satisfacción, como si hubiese superado una gran dificultad, y permaneció unos instantes en silencio, como eligiendo sus palabras con especial cuidado.
—En primer lugar, debo decirle que lamento que su familia, y usted en particular, estén pasando por tiempos tan difíciles. Lo que el marqués de Moncrief ha hecho es, cuanto menos, un acto de un egoísmo despreciable, y ni usted ni nadie que haya sido afectado por sus acciones merece esta vergüenza ni este escrutinio a la que están siendo sometidos...
Tobias apretó los labios en un tenso rictus, pero trató de disimularlo: —Imagino que no ha venido desde tan lejos solo para ofrecerme su consuelo, ¿no, vizconde?
El Alfa negó, pero no se dejó amedrentar por su ironía.
—Aunque confortarlo es uno de mis objetivos, estaría mintiéndole si dijese que es el único que me ha traído ante su presencia hoy— aclaró con sencillez —. La razón de mi visita es hacerle una propuesta... Una propuesta que no podrá rechazar.
—¿Una propuesta? — Tobias deliberó para sus adentros. Quizás deseaba hacer un negocio con él. Con todos los gastos y deudas que Fabien había dejado atrás, no rechazaría ninguna oportunidad lícita de conseguir un poco más de dinero — ¿Y qué propone, señor Aitken?
El Alfa sonrió y, en un gesto muy íntimo —el más íntimo que había compartido con otro Alfa desde hacía años— acogió sus manos entre las suyas. La calidez que desprendían lo hizo sentirse confiado y, para su sorpresa, a salvo.
En los escasos momentos que precedieron a la respuesta, Tobias jamás habría podido imaginar lo que le sería ofrecido, ni mucho menos, cuánto aquello cambiaría su vida.
—Casarme con usted, Tobias.
𝒀a estaba entrada la tarde cuando Tobias fue a buscar a su hijo.
Miss Augusta Harkell, la cuarta o quinta institutriz que había pasado por el Crimshaw Hall desde que a él le alcanzaba la memoria, había hecho acto de presencia en su despacho para anunciarle, con una voz tan grave que habría intimidado hasta a un miembro de la Guardia Real, que su hijo se había dado a la fuga justo después de acabar sus clases, y que no podía encontrarlo. "O no se había molestado en buscarlo", que venía a significar lo mismo. Tobias le aseguró que no había nada de lo que preocuparse y que él mismo iría a buscarlo. Aún recordaba vívidamente aquella expresión de desaprobación y horror que torció su puntiagudo semblante cuando dijo aquello último. "Claro, según ella debería quedarme aquí sin hacer nada", había pensado mientras dejaba atrás a una escandalizada Beta y entraba al amplio y solitario recibidor, "o mejor, bordar bastidores y leer poesía en el invernadero, como todo un buen Omega, mientras otros se encargan de criar a mi hijo".
Se había calzados unas altas botas negras y enfundado un sobrio abrigo gris antes de abandonar la propiedad. Era mediados de marzo, pero el fresco invernal aún no había abandonado del todo la provincia, y era tan fácil pescar un resfriado en aquel mes como en noviembre.
Su hijo era un cachorro dócil y tranquilo, pero su torpeza y su facilidad para distraerse despertaba la desesperación tanto de sus ayas como de sus institutrices. "Eres muy blando con él", le había dicho Fabien cuando la tercera tutora que había pasado con más pena que gloria por el servicio de los Moncrief se despidió de ellos con un inequívoco aire de derrota. A lo mejor tenía razón, pero una parte de él se veía incapaz de evitar ser así con él. Durante los nueve años de matrimonio, Tobias había engendrado en cinco ocasiones, pero Allen era, para su dolor, su primer y último hijo.
Había fallado...
Mientras se adentraba solo por el bosque, sintió que el amargo regusto del rencor emponzoñándole la garganta. A pesar de que fuese su primogénito y su único hijo sobreviviente, su esposo había ignorado a Allen casi desde el momento en que nació, y le había instado a Tobias que hiciese lo mismo. Pero no le hizo caso. Por muy común que fuese que los Omegas de noble cuna entregasen sus cachorros al cuidado de diversas amas de cría en la niñez y, más tarde, de preceptores y niñeras, él se había rebelado ante aquella norma. No deseaba que su hijo fuese poco más de un desconocido con el que compartía la sangre. No deseaba que, al morir, su hijo mirase su ataúd y no sintiese nada, como le había pasado a él con su propia madre muchos años atrás.
Oyó un chapoteo y sintió que algo le empapaba la bota: Había pisado un charco. Ahogó una imprecación y sacó el pie del agua turbia y, sin quererlo, miró su reflejo en la superficie. No supo como sentirse con lo que vio; ni el barro ni el espejo bellamente enmarcado de su habitación eran capaces de mentirle. Los años habían pasado, como resultaba natural, aunque había más de uno que decía que no habían sido indulgentes con él. Estaba ojeroso por las noches en vela, llevaba el cabello corto porque le molestaba al cabalgar, tenía ya una arruga en el entrecejo y las manos callosas después de años sosteniendo las riendas de cuero de su caballo y, aunque podría considerársele delgado aún, sus caderas se habían ensanchado desde su último y desgraciado parto, y aún conservaba estrías que ni la fricción con aceite de almendras dulces (3) ni los caros ungüentos que Fabien le había obsequiado habían conseguido desdibujar.
No era belleza a la que le llovían propuestas de matrimonio, sino un Omega maduro y serio, con un hijo y una propiedad que sacar a delante. Y, sin embargo... El recuerdo de la súbita e indecorosa propuesta que le había sido hecho aquella mañana volvió a él con la fuerza de una ola. "Casarme con usted", volvió a oír la aterciopelada voz del Alfa, y sintió que la piel se le erizaba de nuevo. ¿Cómo podría olvidar aquello? Después de que oyese aquella propuesta, Tobias había dejado que un acongojado silencio cayese sobres la conversación antes de lograr piar un "está usted bromeando, ¿verdad?". Para su sorpresa, el rostro de Kian Aitken se volvió mortalmente seriedad. "No. Yo nunca haría eso", había dicho con una dureza inquietante. Tobias se había removido con incomodidad, y el vizconde pareció percibirla, porque se incorporó con cautela y dijo: "quizás ya he dicho demasiado para una primera visita. Lo lamento". Le había tendido una tarjeta de visita con la dirección de la posada en la que estaba residiendo temporalmente y la indicación de hacerlo llamar si deseaba discutir su oferta, antes de retirarse con la misma premura con la que había arribado, dejando a Tobias sin más compañía que la que le otorgaban sus pensamientos alterados. Pero, ¿qué diablos quería de él aquel hombre?
El sonido de maleza moviéndose lo alertó. Se puso en guardia, esperando durante unos agónicos instantes que alguna fiera salvaje saltase de la espesura y se abalanzase contra él, hasta que reparó en que la agitación provenía de una zarza, y que la provocaba alguien de baja estatura cuya mata de pelo claro y enredado sobresalía de la maraña de hojas serradas y espinas.
—¿Allen? — lo llamó, algo confuso — ¿Qué estás haciendo, cariño?
Por toda respuesta, su hijo sacó la cabeza de la zarza. Al verlo, Tobias no pudo evitar que se le escapase una pequeña carcajada. Tenía el pelo revuelto y lleno de hojitas, pero no había ni una sola mancha ni ningún rasgadura en su chaqueta, ni se había manchado de barro sus botines. Para lo patoso que decían sus profesores que era, había sido lo suficientemente hábil como para no acabar cubierto de lodo y arañazos.
—Alguien tenía que recoger las moras, y desde luego que no iba a ser miss Harkell — se justificó con indolencia, mientras volvía a estirarse para alcanzar una más. Tobias sacudió la cabeza, aún sonriente.
Su hijo era un niño menudo de apariencia invernal, que había heredado los ojos azul plata del marqués de Moncrief y ni una sola pizca de la picardía en ellos, y tenía una fina y lacia cabellera de un rubio pálido que había hecho que las malas lenguas pusieran en duda su legitimidad, y más aún en los tiempos recientes. A pesar de la vulnerabilidad de su apariencia, el pequeño poseía un carácter maduro y solitario; casi daba la impresión de que nunca había sido un niño del todo. Desde que había podido leer pasaba sus tardes ora en la biblioteca, con un pesado libro de animales en el regazo y las flacuchas piernas colgando de la butaca frente a la chimenea, ora en el bosque, donde trepaba árboles para ver nudos de pájaros, jugaba con bichos y recogía moras. Había sido extraño criar a un niño como su hijo, silencioso hasta que encontraba algo que le gustaba lo suficiente para hablar durante horas de ello, que siempre estaba en su mundo y a quien los fijos ojos de vidrio de las muñecas se le antojaban aterradores. Para él, su alma era demasiado vieja para un niño, pero estaba confinada en un cuerpo infantil, lo que lo dejaba excluido de ambos mundospues no podía compartir sus excentricidades con otros niños ni sabía seguirlos en sus juegos, y no era tomado en serio por los adultos que lo rodeaban, entre ellos su padre, el marqués.
Esperó pacientemente a que el niño terminase de recolectar las moras para seguir interrogándolo.
—Miss Harkell dijo que te habías escapado después de su clase — comenzó en tono serio. El niño se detuvo a dejar su cosecha en un pedazo de lino arrugado y resopló, tratando de apartar un mechón de pelo que le caía sobre la frente.
—Miss Harkell también dice que no hiciste todo lo necesario para mantener al marqués a tu lado y tampoco es cierto. De su boca solo pueden salir mentiras y cosas feas, y por eso no quiero oírla.
Tobias encajó aquellas palabras como una bofetada y sintió que se le formaba un nudo en la garganta, arrebatándole el aliento.
—Qué mentirosa es — masculló el pequeño — Cuando terminamos la clase, le dije que me iba al bosque y la señora Harkell me dijo que debía ser "tranquilo y obediente" y quedarme en mi habitación, y cuando le dije que tú me dejabas salir cuando quisiera, ella me dijo que estaba siendo un mal niño y que por eso "el señor de la casa" no estaba contento conmigo. Y supe que se refería a... ¿estás bien?
Los claros ojos de su hijo lo miraron con preocupación. Tobias reparó en la repentina pelicula acuosa que cubría sus ojos e hizo un gesto con la mano, restándole importancia: —Alergia. Siempre que viene la primavera y el bosque se llena de pelusillas y polen me pongo muy malo.
El niño asintió con lentitud, pero no parecía convencido en absoluto por aquella banal explicación
—A Dottie se le escapó que un hombre vino a visitarte esta mañana — habló con cautela — ¿A caso era...?
—No — lo atajó Tobias — No era él.
En la expresión que cruzó fugazmente por la faz de su cachorro había tanto alivio como contrariedad, y no supo cual de las dos lo entristeció más.
—Mejor. No quiero verlo por aquí — gruñó, y dio por finalizada la discusión.
𝑲ian se subió en el carruaje alquilado con la seguridad de que había ejecutado exitosamente la primera parte de su plan.
—A la posada de Anne Blount — indicó al cochero Beta, mientras trataba de buscar una comodidad inexistente en los duros asientos revestidos de piel. El hombre asintió con diligencia y espoleó a los negros caballos.
Al ver como la imponente mansión comenzaba a perderse en la distancia, pensó en el Omega que había conocido allí. Tobias Moncrief —"no, ya no", le recordó su Lobo con placer— no hacía justicia a lo que de él se decía. A pesar de su más que evidente cansancio, se había mostrado firme y resuelto a la hora de hablar con él; cortés, a pesar de que era un extraño y de que se había dado cuenta de que no estaba en una posición económica tan holgada como la de los miembros de su círculo social; y astuto, lo suficientemente astuto como para reparar en que su pequeña visita al Crimshaw Hall distaba mucho de haber sido ideada con fines benéficos. "Y olía tan bien", su Lobo matizó, embelesado, aunque trató de ignorarlo. Se preguntó por qué la gente lo señalaba a él como el causante de su desastrosa separación con su marido, pues cualquier Alfa con dos dedos de frente se hubiese sentido afortunado de tener a su lado a un Omega como Tobias: adinerado, responsable, inteligente... hermoso.
Perturbado por la repentina adoración de su Lobo hacia el Omega, Kian sacudió la cabeza y buscó el medallón en el bolsillo de su pantalón. Lo extrajo casi con ternura, y al abrirlo, contempló larga y dolorosamente el retrato en miniatura que escondía su interior. Mirándolo, se forzó a repetir que no debía permitirse olvidar aquel rostro, aquel nombre, aquella vida pérdida, condenada por el egoísmo y la vanidad de un hombre, no hasta que su pérdida hubiese sido vengada.
"Fabien, marqués de Moncrief", se dijo para sí mismo mientras lo cerraba con aquella delicadeza que se tiene con los objetos sagrados y volvía a guardarlo en su bolsillo, a salvo de todo. "Duerme bien mientras puedas, porque mi venganza comienza ya".
1) Honorífico que se le da a un conde.
2) Localidad escocesa del concejo de Scottish Borders que se encuentra próxima a la frontera con Inglaterra y a la costa del Mar del Norte.
3) Remedio tradicional para borrar las estrías.
Nota de R:
Bienvenidos a una nueva historia llena de romance, intrigas y cosas de época :D)
Antes de nada, debo aclarar que seguiré publicando "Fire in the Blood" y "A Vow of Lies", solo que ahora dispongo de menos tiempo que antes para hacerlo.
En segundo lugar, esta historia no está relacionada con "A Vow of Lies"
En tercero:
✨Hugh Dancy en David Copperfield (2000) será el vizconde Kian Aitken en esta historia✨
Nada más que decir.
¡Hasta la próxima actualización!
R. M. Elster
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