Capítulo X
BAJO LA MÁSCARA DE LA LEALTAD
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—¡Suficiente! —gritó la Mano del Rey, inclinado sobre el barandal de su palco, su rostro regordete hinchado y rojo de la rabia e indignación.
El choque de espadas fue su única respuesta. Un intercambio feroz que robó exclamaciones al público.
Luego de que Ser Harwin haya desmontado a Ser Criston en la segunda vuelta, este último no dejó que el enfrentamiento acabara tan solo ahí. Dejándose llevar cual perro rabioso, desenvainó una espada y demandó continuar el combate. El orgullo y el honor de Quebrantahuesos nunca antes habían sido cuestionados de una manera tan directa y pública, que no le quedó de otra más que ceder en aras de dejar al tormenteño en su lugar.
Elayne también intentó ponerse de pie, pero Alicent sostuvo su antebrazo con fuerza, obligándola a quedarse en su sitio. Hacía un tiempo que no se había sentido tan en desacuerdo con su hermana, tan separada, no desde ese día que la reina se dio cuenta que Ela se había acostado con el rey y al poco tiempo quedó embarazada de Aenys.
—¿Y si no sucedió nada con Rhaenyra? —intentó abogar en un susurro desesperado.
Deseaba que Alicent le ordenara a Ser Criston que se detuviera. De alguna manera sospechaba que el caballero solo escucharía a la reina de ahora en adelante.
—Si no pasó nada, no hay de qué preocuparse —siseó con impaciencia y la miró con el ceño fruncido—. ¿Por qué te pones así? No es la primera vez que vemos un par de brutos pelear por nada en la arena.
La acidez en las palabras de su gemela calaron hondo en Elayne y se asentaron de una forma tan pesada que le costó hablar por un segundo de más. No obstante, en cuanto abrió la boca, un grito de dolor rompió en medio del caos, que hizo que su corazón se estrujase sin razón aparente. Se volvió hacia el combate de inmediato, y su mirada no tardó ni un latido para encontrar a Ser Harwin, quien herido, tenía una rodilla apoyada en la arena, una de sus manos sosteniéndose el hombro.
Ser Criston alzó su escudo para asestar el siguiente golpe.
—¡Ya basta! —ordenó el Rey.
Los guardias no tardaron en lanzarse sobre el caballero para que soltara sus armas y tomara distancia del heredero de lord Lyonel. Harwin se puso de pie con gran esfuerzo, la tensión en su cuerpo era evidente al igual que la mueca amarga de dolor en su rostro apuesto. Ela se zafó del agarre de Alicent con mayor brusquedad de la necesaria, lista para abandonar por completo los palcos. Se puso en pie y apenas alcanzó a dar media vuelta cuando escuchó la voz de su hermana... no, la voz de la Reina, la detuvo en su sitio.
—Ve a verlo.
Elayne no tuvo que girarse para saber de quién hablaba, tampoco para preguntar si tendría opción alguna.
A sus espaldas, la arena había estado llena de murmullos, pero el ambiente no tardó en alcanzar su festividad natural con la orden del monarca, aunque para ella todo había quedado opacado bajo la impulsividad de Ser Criston y la permisividad de Alicent. Empuñó sus manos con incomodidad, la falda de la tela de su vestido arrugada bajo su fuerza. Tenía que admitir que los planes de su hermana sobrepasaban cualquier otra idea sosa que a ella se le pudo haber ocurrido para lograr su cometido.
Acercarse a Ser Harwin.
Sin decir ni una palabra más, Elayne enderezó su espalda y abandonó los palcos finalmente, aunque no se dirigió a un carruaje como había deseado en un principio. Esta vez tomó camino hacia la tienda de heridos, donde sin duda alguna el heredero de Harrenhal había sido llevado por los sanadores, y ahora algún maestre de la Ciudadela lo estaría atendiendo.
Apenas puso un pie al interior de la carpa, el olor a sangre y leche de amapola la golpeó de lleno en el rostro. Arrugó la nariz y procuró hacerse a un lado en aras de no ser un estorbo para los sanadores, aprendices y algunos sirvientes que se movían de un lado a otro con agua caliente, mantas limpias o manchadas de sangre. Todos los heridos en el torneo venían a parar a este sitio caótico y sombrío. Como si el dolor justificara la gloria efímera de una victoria resbaladiza.
—Necesitamos que se quede quieto, milord —insistía un hombre bajito pero robusto, tratando de sostener a un caballero en la camilla, con la ayuda de otros dos hombres.
Por su vestimenta y las cadenas colgando de su cuello corto, Elayne supo que era el maestre y no tardó en dirigirse hacia esa zona, pues lograba reconocer los gruñidos y algunas palabrotas por parte de Ser Harwin.
—Tiene la clavícula y el brazo roto, Ser —insistió el señor.
Ella tragó saliva y se detuvo a tan solo un metro de distancia de la camilla improvisada. Se sobresaltó cuando un aprendiz se tambaleó hacia atrás cuando el caballero lo empujó lejos de sí con fuerza. Ni siquiera los huesos rotos parecían ser suficientes para detener a Quebrantahuesos. Elayne no pudo evitar pensar en la ironía de aquel apodo en ese día.
—Necesitamos más leche de amapola para adormecerlo —sugirió el pobre que había sido sacudido cual mosca.
—Estoy bien, ¡maldición!
Un terco Harwin gruñó intentando sentarse, pero se detuvo a media acción cuando notó a Elayne de pie a pocos pasos de donde el maestre y sus ayudantes intentaban atenderle. Cada par de ojos que antes habían estado fijos en el hombre corpulento se fijaron en la figura menuda de la gemela de la reina, quien se quedó entumecida y sintió sus mejillas acaloradas, incomodada al ser el centro de atención.
—Mi lady, no debería estar aquí. No es un ambiente propicio para una dama —dijo el maestre, su voz ronca y gruesa como era de esperarse de un hombre con su semblante y contextura.
—Lo sé, maestre, yo... —No pudo terminar la frase ni mirar al señor el tiempo debido, no cuando Harwin parecía haber quedado paralizado con su presencia también—. Uh, la Reina quería saber cómo se encuentra Ser Harwin Strong.
—¿La Reina? —repitió el caballero, sus ojos escépticos la detallaron de pies a cabeza y Elayne, por alguna razón que se negaba a nombrar, tuvo que recordar que no se encontraban solos en absoluto.
—Así es —respondió con mayor firmeza y seguridad de la que sentía.
—¿Qué hay de usted?
Ela no soportó más su forma de mirarla y se dirigió al maestre.
—Quisiera ayudar —declaró con cortesía, su rostro impávido, a pesar de que su corazón amenazaba con desaparecer de su pecho por lo rápido que latía.
—Mi señora, debo insistir. Será mejor que usted...
—Por favor —insistió, interrumpiendo al hombre.
No supo si fue una acción lo suficientemente premeditada, pero era demasiado tarde para retractarse ahora. Elayne se había acercado al costado izquierdo del heredero de Harrenhal y posado una mano en el hombro ileso. Aquel contacto no había pasado desapercibido para nadie en la carpa de heridos y, sabía con certeza, que Ser Harwin, quien parecía haber palidecido mucho más, podía sentir su piel quemándolo a través de la tela de lino de su túnica sudada.
¿O tal vez era la calidez de él que parecía traspasar la tela y hacerle sentir de esa manera a ella?
De igual forma, Elayne no se permitió pensar mucho en eso y tan solo se dedicó a hacer una ligera presión, suficiente para sacar al caballero de su estupor y hacer que se recostara de regreso en la camilla. Ela evitó mirarlo directo a los ojos, evitó familiarizarse con la idea de que él fácilmente podría no haber cedido a ese pequeño empuje. Por la Madre, él podría sacar a todos los aprendices, al maestre y a ella de su camino con un solo movimiento, si así lo deseaba.
Pero no lo hizo. Con sus ojos cansados, tan solo la miró a ella hasta que su cabeza quedó recostada sobre la almohada de paja. Tan solo se dejó hacer ahora que ella estaba ahí.
—Pronto estará mejor, Ser Harwin —le dijo Elayne con amabilidad, y asintió hacia el maestre para que pudiera ponerse manos a la obra e inmovilizar el brazo derecho del caballero.
—Creí que estaba molesta conmigo, Elayne.
Ella trató de que no se le notara la forma en que le afectó que él la llamara solo por su nombre.
—¿Por qué habría de estarlo?
—¿Entonces no lo está?
—Por supuesto que no —resopló como si la sola idea de estar enojada con él fuera casi ridícula.
Aunque una parte de ella sí que estaba molesta. Con su hermana, con él, tal vez un poco, pero sobre todo consigo misma. Por sentir tantas cosas confusas que le revolvían el estómago, sobre todo cuando estaba cerca de él.
—¿Entonces estaba celosa? En el banquete de la boda de la princesa.
Elayne se sonrojó aún más y giró su cabeza para que no pudieran ver sus mejillas encendidas. Su cabello cayó en cascada y le ayudó a tapar su rostro. De reojo podía ver al maestre concentrado en su trabajo, pero ella sabía que también los escuchaban hablar, atentos a cada palabra y reacción.
—Creo que la leche de amapola le ha soltado la lengua, Ser.
—¿Lo estaba? —insistió él y trató de elevarse un poco, pero el dolor no se lo permitió y Elayne misma lo obligó, con ayuda de los otros sanadores, a que se volviera a recostar.
Ser Harwin no protestó como antes y descargó su peso una vez más en la camilla.
—No —zanjó ella con fingida indiferencia—. Ya se lo dije, no necesitaba su ayuda para salir de ahí.
—Me hubiera gustado que sí —murmuró él.
Había un deje de intensidad en sus palabras que hicieron que la garganta de Elayne estuviera seca de repente. Su mirada tampoco ayudaba en absoluto, y mucho menos cuando ella, sin saberlo, perdió la batalla al dirigir sus orbes cafés a los de él.
—Supongo que salvar a todas las damas en aprietos es el pasatiempo preferido de los caballeros ungidos.
—No. No a todas. —Su voz salió más ronca y sus palabras más lentas, como si el tranquilizante por fin comenzara a hacer efecto en él—. Solo quería... a usted...
El aire en la carpa se volvió denso con aquella frase sin terminar por parte de Harwin que, sin embargo, había dejado todo un desastre a su paso. Cual huracán, arrasó con todo en el interior de Elayne. Borró las líneas que determinaban un pasado, el presente y los deseos ocultos que hacía años no se atrevía a susurrar a las estrellas. Solo quedó el susurro entrecortado de su voz, ronco y profundo, vulnerable y quizás estúpidamente valiente.
A Elayne le quedaba claro que las agallas de un verdadero caballero no solo relucían en el campo de batalla, medidas en sus golpes contundentes y defensas astutas. Elayne tenía claro que la intrepidez de Ser Harwin también estaba en su corazón, en sus emociones y el no mostrarse avergonzado por ellas.
Si tan solo ella pudiera lograr siquiera una mínima parte de eso, quizás habría seguido su impulso de inclinarse hacia él y rozar sus labios contra su sien. O tal vez la tensa comisura de su boca. No obstante, la joven quedó plantada en su sitio, con los pulmones a punto de colapsar por haber olvidado cómo respirar como una persona normal.
Tan solo se permitió retirar rizos rebeldes de la frente sudorosa del hombre, sorprendida por la suavidad del cabello.
—Descanse, Ser Harwin —murmuró, incapaz de ocultar la ternura en su tono de voz.
Minutos después, la respiración del caballero fue pausada y relajada. El maestre terminó de inmovilizar su brazo y hombro, sin hacer ningún comentario. Elayne no se movió del lado de Harwin, ni siquiera cuando el señor se alejó para atender a otras personas.
Sí. Si Elayne siguiera siendo la misma de la boda de Alicent con el rey Viserys, tal vez habría cedido a sus impulsos. Y tal vez el quedarse allí era un visaje de aquella que ya no era ni podría volver a ser.
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Elayne se estiró en la silla que había tomado prestada hacía algunos minutos. Detestaba cuando no tenía espaldar, pero lo que más detestaba era no ser capaz de moverse de su sitio hasta comprobar por sí misma que Ser Harwin despertara y la mirara. Tan solo se quería asegurar que estaba bien y que se iba a recuperar. Aunque ya tuvo las buenas nuevas de parte del maestre hace poco, ella no se sintió capaz de creerlas hasta que salieran de los labios del mismo caballero.
Pasó el paño húmedo por la frente del heredero de Harrenhal, asegurándose que no le subiera la fiebre. Apenas sumergió la tela una tercera vez en el agua templada del cuenco que tenía en su regazo, unos gritos la sobresaltaron. Giró la cabeza de sopetón hacia la entrada de la tienda, justo a tiempo para ver a un grupo de guardias ingresar mientras sostenían entre ellos a un hombre de cabellos rizados y dorados.
Ela se levantó luego de asegurarse que Ser Harwin seguía inconsciente, y su rostro hizo una mueca de horror al ver al pobre hombre moribundo.
Su armadura esmaltada denotaba un rango noble, y aunque ella no lo pudo distinguir por la cantidad de sangre que brotaba de la cara del caballero, se hizo una idea de lo grave que sería. El pobre balbuceaba adolorido, su voz quebrada y sus palabras ilegibles. La urgencia con la que era trasladado hizo de la situación mucho más preocupante.
—¡Por aquí! —anunció un sanador haciendo señas a los guardias.
—¡Necesito mis implementos! ¡Y traigan más leche de amapola! —ordenó el maestre, abriéndose camino hacia el grupo.
—¡Ser Joffrey! —gritó el esposo de la princesa, ingresando a la carpa de golpe, completamente desconsolado. Sus ropas estaban manchadas de sangre y desarregladas. Las rastas plateadas que conformaban su cabello estaban fuera del moño, enmarcando su rostro moreno.
Otro grito desgarrador brotó de Ser Laenor al ver al caballero en ese estado una vez se acercó lo suficiente. Elayne misma jadeó en cuanto el hombre fue depositado en una cama cercana. Todo un lado de su rostro estaba desfigurado, como si alguien lo hubiese golpeado hasta el cansancio, una y otra vez. Tuvo que apartar sus ojos de la escena, un escalofrío bajando por su columna. No le cabían dudas de que quizás tenía los huesos de la cara rotos y que su ojo sería imposible de salvar.
—Mi príncipe, no puede estar aquí. Debe dejarnos trabajar —uno de los sanadores le dijo al jinete del dragón Bruma, tratando de evitar que se abalanzara sobre el cuerpo de Ser Joffrey.
—¡No, no! ¡Déjenme estar con él! —Forcejeó, pero pronto perdió la batalla al verse sostenido por los guardias que trataban de alejarlo.
—Dennos espacio para trabajar —ordenó el maestre con premura. Cada segundo perdido contaba y, por la expresión en su rostro, dudaba mucho que el joven sobreviviera más de un día.
—¡Suéltenme! ¡Ustedes deberían estar donde ese Criston Cole! ¡Él hizo todo esto! —gritó Ser Laenor a los soldados que, por el color de sus medias capas doradas, hacían parte de la Guardia de la Ciudad—. ¡¿Por qué esa bestia sigue con esa capa blanca después de esto?!
Ela nunca lo había visto de esa manera, lleno de tanta ira y desesperación. El cuadro le pareció una imagen demasiado penosa, con el príncipe consorte agitándose entre tres pares de brazos, su rostro deformado en una mueca desconsolada e iracunda. No obstante, al escuchar el nombre del Capablanca, un sentimiento con el que ya estaba familiarizada, se hizo presente por enésima vez en su pecho. Culpa.
¿Acaso el hecho de que Ser Criston atacara de esa manera, no solo a Ser Harwin, sino también a Ser Joffrey, había formado parte del plan de Alicent?
¿Qué tan dispuesta estaría su hermana para tratar de herir a la princesa Rhaenyra y sus allegados?
¿Qué tan dispuesta estaría ella misma para hacerlo?
No soportó estar ahí ni un segundo más. Tirando el paño sobre una mesa cercana, Elayne se dirigió a la salida, e ignoró por completo el débil tono de voz de alguien al decir su nombre.
Inhaló profundamente al verse bajo el sol ardiente, aunque la calma no duró lo suficiente, cuando el grito de pérdida se abrió campo incluso fuera de la tienda de heridos.
Ser Joffrey había muerto.
Y Elayne no pudo dejar de pensar que ella también tenía que cargar con la culpa del ataque de Ser Criston.
El día soleado parecía burlarse de su estado. Elayne sintió que el aire caliente la aplastaba, como si intentara hundirla más en su propia miseria. ¿Cuántas vidas más se sacrificarían en este juego de sucesión? Temía saber que quizás este era solo el comienzo. Y no había forma de justificarlo, pero, al mismo tiempo, ¿cómo podría desafiar lo acordado con Alicent sin exponer a Aenys y su parentesco? Todo estaba entrelazado, como una red de la que no podía escapar sin llevarse consigo las esperanzas de proteger a su hijo de la espada de la princesa.
Aun así, algo dentro de ella gritaba, pidiendo que se detuviera, que rompiera con todo, pero no tenía idea de cómo hacerlo. Lo único que Elayne sabía era cómo ocultar la verdad, ignorar sus emociones y negociar con los hilos del destino, esperando que en algún momento las cosas salieran a su favor.
NOTA DE AUTORA
El barco Elarwin despega, pero luego llegan las rocas que lo van a destruir todo jajajaja (yo soy las rocas)
¿Qué tal les pareció el capítulo? Como ya les había mencionado antes, nos desligamos un poco de la serie y tomamos más que todo hechos del libro Fuego y Sangre, por lo que no habrá un salto temporal de 10 años. Así que, con todo respeto, en verdad no tienen idea de lo que se viene ^^
Muchas gracias por apoyar el fic. Prendan velita a ver si alcanzo a traerles un capítulo nuevo antes de que se acabe este 2024.
¡Feliz lectura!
a-andromeda
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