Capítulo III

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LO QUE ILUMINA EL CAMINO

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 ►                    Deber. Su vida giraba en torno a cumplir con expectativas que en la actualidad pesaban demasiado sobre sus hombros. Estaba llena de obligaciones. Tenía que cumplir con compromisos. Por su condición de mujer y severas semejanzas con la reina, en sus manos llevaba la responsabilidad de acciones que prefería nunca haber hecho.

          Sacrificio. Un esfuerzo que le fue impuesto por su padre en aras de poder beneficiar a su familia y a los Siete Reinos. Una acción diseñada para evitar la guerra, para salvar vidas, pero sobre todo, para crear una. Elayne rogó a los Siete para que puedan darle el fruto que le concederá la libertad de no regresar a los aposentos del rey.

          Lealtad. Si bien ya no cabía en ella ninguna noción de respeto hacia sí, todavía la conservaba para Otto y Alicent. Por más que pudiera llegar a sentir un desprecio de gran magnitud hacia sí misma, por tener que entregar su cuerpo al esposo de su hermana sin rechistar, ella sabía en dónde permanecería su apoyo. De no ser así, ella habría encontrado la manera de regresar a Antigua mucho antes de lo previsto.

          Su camino se había oscurecido por completo una vez más. El árbol arciano que fue testigo de cómo se alejó de su hermana aquel día, era reemplazado por las estrellas en el firmamento que alcanzaba a contemplar desde su posición.

          Un contundente empujón en su cuerpo le hizo regresar la cabeza, empero evitó los ojos ajenos. Contempló el techo de la habitación y la misma oscuridad le devolvió la mirada, burlándose de ella, recordándole que apartar sus orbes de los de él no cambiaba nada. Su cuerpo se siguió moviendo por inercia, su respiración se volvió entrecortada y el aire soplado en su pómulo derecho fue cálido y constante.

          Si alguna vez Elayne soñó con entregarse a su señor esposo y que en el acto pudiera encontrar siquiera un ápice de placer o amor, ya no lograba rememorarlo o siquiera desearlo. No recordaba querer algo. No recordaba nada. No quería nada.

          No existía comodidad, confianza ni armonía, pues sus anatomías no encajaban. La rigidez y el dolor perduraron. La sensación de un cuerpo forzando su paso en el interior de otro persistió hasta el final. Viserys Targaryen se desplomó sobre ella por unos momentos antes de rodar hacia el otro lado de la cama y Ela soltó un fuerte suspiro, que se tambaleaba entre el alivio y la desesperación.

          Giró la cabeza para ver cómo el rey se levantó y se dirigió al cuarto de baño, dejándole así un espacio en el que pudiera por fin derramar las lágrimas que creyó agotadas. El diminuto sollozo hizo que se tapara la boca con uno de sus antebrazos, empero el hombre de cabellos plateados no dio señales de haberla escuchado. La situación se le hizo imposible y una gran desgracia; eso en verdad no podía ser lo que alumbraba su camino. Los dioses no debieron haberla maldecido con un rostro tan idéntico al de Alicent. Aunque, de no haberlo hecho, ¿cuál sería su propósito?

          Una mueca desamparada cruzó su rostro, al darse cuenta que no podría huir de las consecuencias de lo que hizo esta noche. Por su padre, por su hermana, por el reino. Todo por alguien más que ella. Quisiera confiar en que el suplicio terminará una vez regrese a la seguridad de su propia habitación, empero todo era reciente e intenso y ella se sentía demasiado frágil. Temió con todo su ser que su memoria fuese tan aguda como lo demostraba con los libros de historia.

          Sintió pánico. Fue insoportable permanecer allí, tendida y enredada entre sábanas húmedas, así que no esperó más y se puso en pie también. Sus piernas débiles y el constante dolor entre ellas apenas le permitió lanzarse sobre su pijama para deslizarla sobre su cuerpo y tapar su vergonzosa desnudez. Se giró y observó la mancha carmesí que sobresalió en un campo blanco. Ni la tela ni ella pudieron conservar su pureza.

          Arrancó toda evidencia de su virginidad de la cama y se dirigió a la salida sin mirar atrás.

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          Elayne temía tomar por costumbre el evadir todas las batallas que de seguro tendría que librar en su vida. No podía ignorar una parte de ella y pretender ser feliz o miserable el resto de sus días. También sabía que no tenía la osadía para sucumbir al encuentro con la respuesta a la pregunta, esa que llevaba rondando su cabeza una vez que se encerró. Y es que adentrarse a la búsqueda de una identidad que creyó poseer fue lejos de ser motor suficiente para aceptarlo.

          Ella no era Alicent y, sin embargo.... Esa noche lo fue.

          Abrazó sus rodillas al pecho y se acostó sobre su espalda, sin molestarse en tomar aquella posición sobre la cama. Prefirió permanecer en el suelo, encontrando cierto castigo en la dureza del mismo, aunque no fue suficiente para aplacar las nauseabundas sensaciones que no dejaron de atacarla. Crueles y abundantes, una y otra vez llenaron su cuerpo y su mente para despojarla de todo lo que alguna vez creyó ser.

          Cerró los ojos e hizo lo único que pudo: rezar. Sabía que la Doncella no le regresaría su castidad, ni siquiera sabía si sería escuchada ahora, aunque no dejó que eso cortara su rezo. Pidió poder quedar en embarazo y tener un varón pronto para terminar con aquel suplicio, para no tener que volver a pretender ser quien no era. Entonces también pidió misericordia a la Madre por el hijo que tendría que cargar en su vientre y nunca llamarlo suyo.

          ¿Acaso se podía ser madre sin hijo?

          La pregunta quedó en el aire y fue tragada por la oscuridad, cuando de repente las puertas de su habitación se abrieron de golpe. Ela deshizo su posición con rapidez y se incorporó, el grito producido del susto abandonando sus labios sin dejarle tiempo de detenerlo.

          Ahí en el umbral se encontraba su hermana. Su ropa de cama luciendo bastante parecida a la de ella, y ¿cómo no? Había entrado a hurtadillas a los aposentos de la reina para así llevarse sus vestimentas y poder acompañar al rey a su lecho. Los rizos de Alicent estaban algo desordenados y sueltos, en cambio los suyos se habían alisado casi por completo, dejando en el olvido el trabajo meticuloso de la criada que recreó el peinado de la verdadera esposa de Viserys en la cabeza de la impostora.

          —¡¿Qué hiciste?!

          Nuevas lágrimas inundaron sus ojos. Ya se había perdido a sí misma, ¿debía también perderla a ella? ¿Otra vez?

          —Alice...

          —¡Qué hiciste, Elayne! —exigió dando un paso en su dirección y la nombrada se encogió en su sitio—. Por favor, dime que no hiciste eso, ¡todo, menos eso!

          No pudo contestarle, quiso mentirle pero tampoco fue capaz de ello. Un sollozo fue lo que terminó dejando sonar como respuesta.

          Se cubrió el rostro con las manos y se agitó entre lloriqueos imposibles de contener. Escuchó cómo las puertas se cerraron y, sin ser capaz de ver cómo su gemela le daba la espalda una vez más, de seguro asqueada y traicionada, se dejó caer de lado hacia el costado de la cama para seguir llorando. Se hizo un ovillo y se abrazó a sí misma, recostó su cabeza contra el piso y dejó que la desesperación total la consumiera hasta que el único rastro suyo fuese la piedra humedecida con sus lágrimas.

          Unos familiares y menudos brazos la rodearon y la obligaron a sentarse. Luego sintió la presión de un mentón sobre su hombro derecho. Por último, una valiosa y rota melodía fue tarareada con lentitud, pero no lo suficiente como para perder el ritmo. Lentamente, Ela descubrió su cara empapada y posó sus manos temblorosas sobre las ajenas. Apoyó el costado derecho de su cabeza sobre el izquierdo de la de Alicent y poco a poco la acompañó en la canción, el único retazo de recuerdo de una infancia más tranquila, que se mantuvo congelado en el tiempo.

          Con voz ahogada y ronca, tensa por la presión eterna en su garganta y pecho, continuó entonando la composición musical, mientras su mente y su espíritu no dejaron de gritar una y otra vez las mismas palabras:

          «No me dejes, no me dejes, no me dejes, no me dejes

          —¿Quién soy ahora? —preguntó en un murmullo apenas audible.

          No recibió respuesta alguna, empero el hecho de que su hermana continuara sosteniéndola a través de aquella batalla fue más que suficiente. La presencia que tanto extrañó estaba de regreso. No sabía por cuánto tiempo o si todo lo acontecido sería una porción de su pesadilla y sueños. No le importó. Se aferró al momento como si no hubiera un mañana, y es que de cierta forma, para Elayne ya no habían luminosos amaneceres.

          Estaba sucia, manchada, vacía. Entre sus piernas yacía la prueba de la diferencia entre lo necesario y lo abominable. Una cicatriz indeleble.

          Ya ninguna de las dos podía hacer nada al respecto más que esperar.




NOTA DE AUTORA

Hace medio siglo que no escribía un capítulo tan corto, se siente raro tbh

¿Qué tal les pareció? A comparación de este, tienen que admitir que el anterior fue un regalazo jajajaja

Hagan sus apuestas, ¿queda o no queda en embarazo? Lancen idea de nombres valyrios por si acaso xdd

Bueno, sin más, les agradezco mucho por el apoyo que le han dado a la historia, lo aprecio montones y claramente me impulsa a continuarla (:

¡Feliz lectura! o no ahre

a-andromeda

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