Prólogo.
Siempre me he preguntado cómo sería vivir una vida normal. Una con un hogar, una familia y alguien que te arrope por la noche. No es que tenga recuerdos claros de algo parecido. Mis primeros años los pasé esquivando las botellas de vidrio que mi madre arrojaba en sus arranques de ira y tratando de evitar a los hombres que ella traía a casa. Nunca entendí cómo alguien podía beber tanto y, al mismo tiempo, olvidar que tenía una hija.
Pero había algo, o más bien alguien, que hacía que todo aquello fuera soportable. Ashton. Mi hermano mayor. Bueno, técnicamente mi hermanastro, pero eso no importaba. Él era mi único refugio, mi única constante en un mundo que parecía diseñado para romperme. Me llevaba seis años, y aunque éramos diferentes en muchas cosas, siempre me hacía sentir que no estaba sola.
Me enseñó a jugar a las escondidas, no solo como un juego, sino como una estrategia para sobrevivir. Cuando los gritos se volvían demasiado fuertes, él me tomaba de la mano y me llevaba al armario más cercano. "Cierra los ojos, Luna. Todo pasará pronto", solía decirme, su voz calmada aunque él mismo temblaba.
Hasta que no pasó.
Un día, los servicios sociales llegaron y se llevaron a Ashton. Lo recuerdo como si hubiera sido ayer: el ruido de las puertas cerrándose, los gritos de mi madre, y yo, corriendo hacia la ventana para verlo irse en un auto gris que desapareció al doblar la esquina.
"Voy a volver por ti, Luna", me dijo antes de irse. Su voz temblaba, pero sus ojos me miraron con tanta convicción que lo creí.
Esperé. Esperé días, semanas, meses. Esperé hasta que dejaron de importarme las estaciones o los años.
Ashton nunca volvió.
Cuando finalmente me sacaron de aquella casa, no había nada de heroico en mi rescate. Fui arrojada de un lugar horrible a otro que no era mucho mejor. El orfanato estaba lleno de niños como yo: desechados, olvidados, invisibles para el resto del mundo. Intenté hacer amigos, pero era difícil confiar en alguien cuando todos luchábamos por lo mismo: comida, espacio, atención.
Fue en esos años que aprendí a endurecerme. La Luna que Ashton conocía habría llorado, se habría roto bajo la presión. Pero esa Luna murió el día que me prometió volver y no lo hizo.
A los trece años, me escapé del orfanato. Sobrevivir en la calle no era fácil, pero al menos era mejor que quedarme en ese agujero. Me uní a un grupo de chicos que estaban en la misma situación que yo. Robar, mentir y correr se volvieron nuestras herramientas de vida. No éramos una familia, pero al menos nos entendíamos.
Fue en uno de esos robos cuando la policía me atrapó. Tenía quince años, las manos llenas de mercancía robada y los pulmones ardiendo de tanto correr. No hubo juicio justo, solo un traslado directo al centro de detención juvenil.
Las calles estaban casi vacías esa noche, con solo el sonido del viento arrastrando papeles por el asfalto. A lo lejos, el parpadeo de una farola rota me hacía pensar en el tipo de barrio en el que me encontraba: oscuro, abandonado, y perfecto para alguien como yo.
Me deslicé por el callejón trasero de la tienda, tal como habíamos planeado. Toby, mi novio, estaba en la esquina, fumando un cigarrillo, con ese aire de superioridad que lo caracterizaba. Su trabajo era simple: hacer de vigía y distraer a cualquiera que se acercara.
—¿Lista, Lunática? —dijo con esa sonrisa descarada que siempre tenía antes de un robo.
—Nací lista —respondí, aunque mi corazón latía con fuerza. Lo bese con fuerza y el frenesi se hacia presente. No era miedo, nunca lo era. No. Era la emoción. Esa chispa de adrenalina que sentía cada vez que desafiaba las reglas con él.
La puerta trasera de la tienda estaba asegurada con un candado viejo, apenas un reto para mí y la navaja oxidada que llevaba. Un par de giros rápidos y el candado cedió con un chasquido seco.
Dentro, el lugar olía a humedad y productos de limpieza baratos. La luz parpadeaba sobre los estantes llenos de productos: comida enlatada, bolsas de papas fritas, y detrás del mostrador, la caja registradora. Perfecto.
Con movimientos rápidos y calculados, llené mi mochila con lo que pudiera vender o cambiar más tarde: paquetes de cigarrillos, botellas pequeñas de alcohol, y algo de comida que podría llevarme a casa. Era un trabajo limpio, como siempre.
Pero algo no estaba bien.
El sonido de un motor encendiéndose en la parte trasera me hizo congelarme. Miré hacia la puerta y vi las luces de una patrulla iluminando el callejón. ¿Toby? ¿Dónde diablos estaba Toby?
—¡Policía! ¡Manos arriba! —gritó una voz autoritaria desde fuera.
Mi cuerpo reaccionó antes de que mi cerebro pudiera procesarlo. Eché a correr hacia la puerta delantera, dejando caer una de las botellas que llevaba en la mochila. El sonido de cristal rompiéndose llenó el aire mientras abría la puerta y salía disparada hacia la calle.
Corrí como si mi vida dependiera de ello, porque en cierto modo, lo hacía. Mis piernas quemaban, mis pulmones estaban al borde del colapso, pero seguí corriendo. Escuché los pasos detrás de mí, pesados y constantes.
Un golpe fuerte en mi costado me sacó el aire y me hizo caer al suelo. Mi mejilla chocó contra el asfalto frío mientras unas manos fuertes me sujetaban los brazos y los torcían hacia mi espalda.
—¡Tengo a la sospechosa! —gritó el policía por su radio.
—¡Suéltame! ¡No hice nada! —grité, aunque sabía que no serviría de nada.
—¿Nada, eh? —dijo el policía, levantando mi mochila. El sonido de las botellas tintineando era como una sentencia.
Me subieron al auto policial, con las luces rojas y azules parpadeando en el techo. Mientras me alejaban del lugar, miré por la ventana y vi a Toby, escondido en una esquina, con una sonrisa de suficiencia.
—Maldito cobarde... —susurré, apretando los dientes.
En ese momento, no sabía qué era peor: haber sido atrapada o darme cuenta de que nadie, ni siquiera Toby, iba a cubrirme las espaldas.
La adrenalina se desvaneció, dejando lugar a un vacío helado en mi pecho. No iba a salir de esta fácilmente. Por primera vez, sentí que el peso de mis decisiones caía sobre mí como una piedra.
Cinco años después, aquí sigo, detenida.
La Luna que Ashton conocía ya no existe. La que soy ahora no confía en nadie, y mucho menos en las promesas. ¿Por qué debería hacerlo? Las promesas son para los ingenuos, para los que aún tienen esperanza.
Yo no tengo nada de eso.
Todos quienes decian amarme, me traicionaron.
Todos traicionan.
¿Quien iba a decir que yo iba a terminar traicionándolos a ellos?
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