Capítulo 8
La mayor parte del tiempo estoy sola en el departamento. Mara evita quedarse aquí conmigo, algo que me viene perfecto. Ashton, por su parte, está ocupado trabajando casi todo el día. Desde que llegué, contrató a un chofer para llevarme a la escuela y recogerme; es lo más sensato, considerando que estaba faltando a su trabajo solo para vigilarme. Sin embargo, me resulta un poco ofensivo que ni siquiera cene en casa. Lo escucho llegar pasada la medianoche, meterse directamente en el baño y luego en su habitación. Supongo que prefiere cenar con Mara, lejos de mí. Quizás mi presencia les incomoda. Me siento una carga.
Esta noche, como todas las demás, escuché el sonido de la puerta principal al abrirse. No es raro, pero pasaron minutos y no hubo más ruido en la casa. La rutina de Ashton y Mara al llegar es clara: ella arma un escándalo en la cocina, y él se encierra. Esta vez, no escuchaba nada. El silencio me puso nerviosa.
¿Y si alguien había entrado?
No, imposible. Hay seguridad. Pero... tal vez los guardias no vieron a alguien colarse. Yo misma he logrado entrar en lugares supuestamente impenetrables. No era imposible, al menos para mi. Ashton no debería haber llegado todavía, son apenas las once, y siempre llega más tarde. Mara haría ruido si estuviera aquí. Entonces, ¿quién es?
Con el corazón latiéndome fuerte, agarré la lámpara de mi mesa de noche. Mis manos temblaban, pero me aferré a ella con fuerza. Respiré hondo varias veces antes de abrir la puerta de mi habitación de golpe.
—¡Ahhhh! —grité al ver una figura justo afuera.
Era Ashton.
La lámpara se me escapó de las manos por el susto y se estrelló en el piso, justo entre nosotros. El sonido fue ensordecedor. Ashton dejó caer una pequeña caja que llevaba y me empujó hacia atrás para apartarme de los pedazos de cerámica. Perdí el equilibrio y caí al suelo, el golpe contra la alfombra no amortiguó nada.
—¡Au! —me quejé, frotándome el trasero.
Ashton, por su parte, retrocedió con un gruñido de dolor. Levantó su pie derecho, intentando alcanzar con la mano el dedo gordo.
—¡¿Te cortaste?! —le pregunté con urgencia, sintiendo un nudo de culpa en el estómago.
—No, no —resopló—. Solo cayó con todo el peso en mis pies. Esa maldita lámpara...
Su cara estaba contraída en una mueca de dolor, mientras apretaba los labios y saltaba con un solo pie hacia la sala.
Esperé a que su radar sobreprotector estuviera lo suficientemente lejos para no detectarme y salté entre los pedazos rotos, esquivándolos con cuidado. Cuando llegué a la sala, lo encontré sentado en el sofá. Sostenía una servilleta y quitaba con cuidado su calcetín, que en algún momento fue blanco, pero ahora estaba teñido de rojo en la punta.
Me acerqué y me senté a su lado, observando de cerca. Dos de sus uñas estaban destrozadas, llenas de sangre, a punto de desprenderse. La piel alrededor de los dedos se estaba poniendo violeta.
—Lo lamento en serio —le dije con sinceridad, y él levantó la vista sorprendido.
No se había dado cuenta de que estaba allí.
—¿Qué haces aquí? —gruñó—. Te dije que te quedaras en tu cuarto.
Pese a su tono, su mirada severa se relajó al verme bien, como si solo ahora confirmara que yo no estaba herida. Aun así, su postura seguía rígida, incómoda.
—¿Qué hacías con una lámpara en la mano? —me preguntó, frunciendo el ceño—. Cuando te vi con ella, pensé que ibas a estamparla en mi cabeza.
Me mordí el labio para evitar reírme. «Era la idea».
Yo creí que había entrado alguien. Mara siempre se hace un café en la cocina y tú, usualmente, vas directo al baño cuando llegas. Esta vez no lo hiciste. No escuché ningún ruido. Pensé que alguien estaba robando.
—Luna, nadie puede entrar aquí. Este lugar es muy seguro —aseguró con voz ahogada mientras hacía muecas, presionando la servilleta contra su dedo—. Quería darte un teléfono. Me quedé un buen rato pensando si debía molestarte o no. Vi que la luz de tu habitación estaba apagada, por eso no oíste nada.
—No era necesario que me compraras un celular —repetí por séptima vez.
—Ya te he dicho que sí lo es. Es importante que tengamos una forma de comunicarnos en caso de emergencia.
No podía discutir con él, especialmente sabiendo que estaba lastimado por mi culpa. Así que decidí dejar el tema por la paz.
—¿Qué necesitas? ¿Hay algún botiquín con vendas o algo? Nunca vi una uña desprenderse —dije con torpeza, intentando compensar de alguna forma mi error.
—Yo tampoco —respondió, su voz cargada de un humor amargo mientras intentaba ocultar el dolor—. Creo que voy a necesitar ir al hospital. No puedo arrancarme la uña yo mismo; no tengo la fuerza de voluntad para hacerlo.
He pensado en las veces que limpie heridas de mi grupo, cuesta reaccionar a la sangre al principio, pero te acostumbras. —Yo puedo hacerlo, solo necesito una pinza...
—Lo agradezco, pero me sentiría más cómodo yendo al hospital.
—¿Y Mara? ¿Dónde está? ¿Ella sabe conducir?
—Sabe conducir, pero no tengo idea de dónde está. Igual, creo que puedo manejar. No es tan grave; puedo caminar. Solo necesitaré que me acompañes al coche.
—Está bien. Dame un minuto, voy a ponerme los zapatos.
—Yo conduciré descalzo.
Fui rápidamente hacia la puerta, me calcé, y tomé un saco que estaba colgado en la percha —aunque no era mío—. Luego, recogí el abrigo de Ashton y lo ayudé a ponérselo mientras él seguía sentado en el sofá. Me agaché lo suficiente para que pudiera pasar su brazo sobre mi hombro y apoyarse en mí. Rodeé su cintura con mi brazo, y juntos comenzamos a avanzar, paso a paso, hasta llegar al ascensor.
Sentí cómo trataba de no apoyarse completamente en mí, cargando su peso lo menos posible. Lo aprecié, porque no estaba segura de cuánto podría sostener.
Lo ayudé a sentarse en el asiento del conductor y corrí hacia el asiento del acompañante. Ashton encendió el motor y tomó rumbo directo al hospital más cercano.
—Es solo la molestia de sentir la uña a punto de desprenderse. Me está volviendo loco —explicó entre dientes, rompiendo el incómodo silencio que había reinado desde que subimos al coche.
—De verdad, no fue a propósito... soy una idiota... —mi voz se apagó antes de terminar la frase, interrumpida por él.
—¿Por qué creería que fue a propósito? Fue mi culpa —aseguró, volteando su cabeza hacia mí por un instante, con una sonrisa tranquilizadora que descompuso mis nervios por completo.
Desvió la mirada al frente lo suficientemente rápido como para no notar el rubor que seguramente teñía mi rostro.
—No es tu culpa —respondí, buscando cualquier excusa para llenar el espacio y encendiendo la radio.
Por suerte, la conversación murió allí. Ya había tenido suficiente de él por hoy.
Cuando llegamos al hospital, lo ayudé a bajar del coche y caminamos hacia el área de registro. Ashton proporcionó sus datos a una recepcionista que no dejaba de mirarlo con ojos deseosos mientras escribía en su computadora. Que molesto.
Después de lo que me pareció una eternidad, una enfermera lo llevó rápidamente a un consultorio. Tomé asiento en la sala de espera, y para mi sorpresa, Ashton salió apenas diez minutos después, con los dedos vendados y el mismo aire de estoicismo que siempre lo caracterizaba.
—¿Y? ¿Cómo estás? —pregunté, poniéndome de pie para acercarme a él.
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