Capítulo 6
Las pastillas volvieron a acabarse pero intentaba contener la necesidad de conseguir más. Me acostaba temprano mirando la televisión, esperando que me mantuviera distraído hasta que llegara el sueño. Ver televisión no era lo recomendable para intentar dormir pero mi mente divagaba sobre cosas en las que no quería pensar, el encuentro que tuve con Francisco era lo que más intentaba alejar de mi cabeza. Ni siquiera quería razonarlo, solo olvidarlo. La mayoría de las veces la televisión no tenía nada que ofrecerme para aplacar el recuerdo constante de lo ocurrido, me turbaba querer repetir la experiencia. Sentía que me había vuelto más débil ante una sensación tan básica como era el deseo de sexo. Haberme acostado con él no alivió nada, lo empeoró. Después de varías horas de zapping sentía que los ojos me pesaban, un momento difícil donde cualquier pensamiento podía despabilarme y el proceso comenzaba de cero. Una de esas noches, en ese exacto momento, escuché golpes que me hicieron saltar del susto. Los golpes venían del frente de la casa, bruscos y erráticos, intenté identificar qué podía ser cuando, después de un rato, los golpes se escucharon detrás. Estaban golpeando la puerta trasera. Me acerqué en silencio y con cuidado, sin encender las luces, hasta que en la cocina reconocí la voz de Vicente.
—¿Estás durmiendo? —preguntaba a la nada.
Abrí la puerta y lo encontré apoyado a un costado.
—Tú nunca duermes —dijo burlándose.
—¿Qué estás haciendo?
Levantó los hombros. No olía a alcohol pero había tomado, le gustaba emborracharse con vodka.
—Vete a tu casa.
—No se puede, mi casa hoy no es mi casa.
Se alejó de la puerta hacia el patio.
—Te faltan luces —se quejó—. ¡No se ve nada!
Yo seguía en la puerta, fastidiado porque quería dormir, y él se sentó en el pasto. Aunque estaba de espaldas pude ver a través de sus movimientos que se disponía a encender un cigarrillo.
—Necesito que te vayas —insistí mientras me acercaba.
Dio unas palmaditas sobre el pasto.
—¿Muy delicado para sentarte en el piso?
No tenía caso así que me senté y tomé un cigarrillo que me ofrecía con la esperanza de que consintiera su comportamiento.
—Yo sabía —dijo mirando la oscuridad—, me doy cuenta aunque me quede callado.
Imaginé que algo había sucedido en su trabajo, alguna mentira, alguna apuñalada por la espalda, algún negocio turbio expuesto, esas cosas eran las únicas que podían perjudicarlo. Estuvo en silencio un rato, concentrado y fumando. Lo acompañé resignado, fumando a la par, un acto que reservaba exclusivamente para él. Al comienzo de nuestra relación, a Matías le daban celos como me dejaba arrastrar por Vicente, luego se acostumbró a su existencia, como si se tratara de un familiar demandante. Cuando no me soportaba, me echaba mandándome con Vicente para que se me pasara el mal humor.
—Yo sabía —volvió a hablar— que andaba en algo raro pero no quise confirmar nada.
—No entiendo de qué hablas.
—Mi esposa...
Eso me tomó por sorpresa, jamás lo escuché quejarse de Rebeca.
—El celular estaba ahí —empezó a narrar—, los mensajes llegaban y llegaban. Hace rato ella tenía cuidado de no dejarlo solo. Uno se da cuenta de esas cosas. Me acerqué y con lo que vi quedó todo claro. Cuando vino a buscar el celular le avisé que le estaban enviando mensajes, que no se olvide que tiene que encontrarse con ese otro el lunes.
No siguió.
—¿Pelearon?
Negó con la cabeza.
—Me fui.
Estaba tranquilo mientras hablaba y cuando terminó el cigarrillo se acostó en el suelo.
—Y yo pagando un viaje para nuestro aniversario que me salió una fortuna. Soy un idiota, el de la agencia me ofreció un seguro de cancelación y le dije que no.
Quedamos otro rato en silencio. Su matrimonio siempre había sido muy perfecto, Rebeca era muy perfecta, a Vicente le obsesionaba como lo veían las personas que lo rodeaban. Su trabajo se lo demandaba, según él. Seguí fumando preocupado, aunque a veces me sacaba de quicio no quería verlo en problemas o sufriendo. Al terminar me levanté.
—Ya veo que viniste con intenciones de dormir aquí.
—Para eso eres mi amigo y no digas que no soy tu amigo —advirtió.
—Necesitas nuevos amigos.
—Serás desgraciado.
Lo empujé con el pie para que también se levantara.
No me gustaba tener gente en casa pero era una situación en la que no podía echarlo ni ignorarlo. Le di ropa y mantas para que se acomodara en el sillón antes de volver a intentar dormir. Algo que pude hacer por un par de horas y nada más.
Por la mañana nos sentamos en la mesa de la cocina para desayunar, Vicente se veía terrible después del alcohol y el sueño incómodo. Su expresión ya era más grave, pero su personalidad lo dominaba y cuando serví café y tostadas se quejó como si no tuviera cosas más importantes por las cuales preocuparse.
—¿Solo pan? Yo sé lo que ganas.
—No lo comas si no lo quieres.
Pero lo comió y no volvió a fijarse en el sencillo desayuno.
—¿Qué vas a hacer ahora?
—Nada. —Tomó su café pensativo—. Yo soy hijo de padres divorciados y no quiero eso para mis hijas.
—Lo tomas con calma —señalé extrañado.
Suspiró dándome la razón. A pesar de la mala noche y el evidente desánimo, no estaba destrozado ni enfurecido como otra persona lo estaría en su lugar.
—Siempre estoy ocupado con algo, no puedo pretender tanta devoción de parte de ella. Era obvio que iría a buscar a otro lado lo que no tiene conmigo. Así somos todos, es parte de ser humano.
Su frase trajo a mi mente a Francisco.
—¿Entonces no crees que está mal lo que hizo?
—Yo... —pensó debatiéndose— sería muy egoísta si la acusara de algo porque tampoco hice nada para evitarlo.
Su respuesta no me ayudaba. Tuve el impulso de hacer más preguntas al respecto pero sentí que mostrar un interés tan puntual podría exponerme.
—Tu casa se ve diferente —comentó cambiando de tema.
—No hables de la casa —ordené con dureza.
No lo hizo, no era oportuno que hiciera observaciones que iban a molestarme.
***
Después de que Vicente se fuera pude dormir casi dos horas más pero no fue suficiente. Pensaba y repensaba que tan mala idea sería ver de nuevo a Francisco. No dejaba de sentirse extraño el sexo con otra persona después de tantos años, me dejaba una sensación de culpa que se contradecía con cualquier pensamiento lógico. Y me preguntaba qué pensaría Matías, qué haría él si estuviera en mi lugar. Preguntas que no tenían respuestas.
Pero a pesar de todos los pensamientos y contradicciones, regresé. Sentía que caía bajo, a causa de una debilidad que me avergonzaba tener. Pero así como no tenía ánimo ni fuerza para tantas cosas en mi vida tampoco tenía ánimo ni fuerza para mantener mi dignidad. Fui a su consultorio sin cita previa y a última hora, si me arrepentía él no se enteraría. Cuando me vio en la sala de espera le indicó a la recepcionista que podía irse, que se arreglaba solo. A ella no le llamó la atención, era más importante la oportunidad de terminar el día. Con toda la normalidad del mundo me hizo pasar mientras se despedía de la recepcionista.
—¿Quieres un café o un té?
—Nada, gracias.
Con cierto titubeo me senté en el sillón, escapando de su mirada. Mis promesas de no regresar eran un chiste.
—Seguro vienes por una receta —comentó sin ironía alguna.
Sin esperar mi respuesta fue a su pequeño escritorio a prepararla. Era un poco agonizante depender de que él controlara la situación; despachar la receta, la infame excusa, nos llevaba al motivo real. Se sentó en la mesa de vidrio extendiendo la receta, terminando la demora que ésta ocasionaba al asunto que él deseaba abordar. Me generaba cierta admiración la seguridad que siempre demostraba, en su expresión, sus palabras, sus movimientos, todo decía que ya tenía resuelto lo que pasaría, como si fuera una obviedad. Como si yo fuera una obviedad. Me observó en silencio esperando mientras estudiaba mi evasiva actitud. Tenerlo tan cerca hacía que mi mente me traicionara, quería estirar mi mano y tocarlo, repetir todo lo que habíamos hecho. Mi corazón comenzó a enloquecer ante esa idea y me sentí patético.
—Somos adultos —comenzó a decir con simpatía ante mi falta de iniciativa— no hace falta dar vueltas.
Eso me despabiló un poco.
—¿Es verdad entonces? ¿Lo que dijiste? —pregunté un poco ansioso.
—He dicho muchas cosas —señaló— pero hasta ahora no recuerdo haber dicho una mentira.
Me di cuenta lo absurdo de mi comportamiento, creía que Francisco era un poco extravagante pero la realidad era que yo me hacía rogar inseguro, no podía actuar con decisión ni expresarme con franqueza como él.
—Hablaste de que no haya ningún tipo de compromiso —por algún motivo me sentí sonrojar— pero yo no me puedo arriesgar a que después cambies de parecer.
—No va a suceder —aseguró con simpleza y sin duda.
Por algún motivo le creí, no había dejado de actuar como si tuviera muy en claro lo que quería, y muy planeado también. Conocía mi situación, solo esperó el momento indicado, sin importarle la relación profesional, sin importarle mi salud mental. Me calmaba creer que intentaba sacarme algún provecho.
Asentí aprobando la idea.
Sin perder el tiempo puso su mano en mi pierna, sonriendo, contento por conseguir mi cooperación. Su mano subió hasta detenerse junto a mi entrepierna, masajeando, a mi espera, sin apartar nunca su mirada de mi rostro. No daba tiempo a reflexionar ni a recapacitar. Todo iba con mucha prisa pero yo no podía seguir haciéndome el tímido cuando había ido a buscarlo. Pero su consultorio no me daba la sensación de privacidad.
—¿Podemos ir a tu casa?
—Sí, podemos.
Tomó sus cosas y salimos del edificio. La caminata de dos manzanas fue el único momento donde pude acomodar mis pensamientos.
—Me alegra que hayas vuelto —me dijo en el camino—. Sabía que no me equivocaba contigo.
No respondí, no supe cómo. Para una persona sarcástica y mal humorada como yo, no saber cómo contestar era una sensación intimidante. No dejaba de darme la impresión de que sabía algo que yo no sabía, de mí y de la vida. Tal vez por su trabajo pero no importaba el motivo, estar cerca de él me generaba una extraña inquietud, algo que me espantaba y me atraía a la vez.
En el ascensor una persona subió junto a nosotros hasta el tercer piso, luego seguimos solos hasta el octavo.
—¿Qué vas a decir si tus vecinos preguntan por mí?
—No hablo con ellos —respondió con sencillez.
Su respuesta fue inesperada, por algún motivo lo imaginé como una persona muy sociable. No volví a mencionar nada al respecto.
Ya en su departamento tampoco dio lugar a perder tiempo. Dejó su mochila y me llevó a su habitación.
—Ya no tiene que darte vergüenza —comentó con gracia.
Y tenía razón, no había motivo para que siguiera titubeando, los dos sabíamos para qué estábamos ahí, comportarme de otra manera no tenía sentido. Así que en cuanto entramos a su habitación lo detuve y lo abracé por la espalda, aliviado de estar allí, aliviado de que él insistiera conmigo a pesar de mi inseguridad. El deseo podía ser básico, podía ser humano, podía ser bajo, pero era fuerte cuando no había cosas importantes en la vida de uno. Era lo más cercano a un sueño, a un momento perfecto, un alimento al ego. El deseo era un falso afecto que calmaba el alma.
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