Capítulo 4
Las pastillas cumplieron rápido con su trabajo, no sentía que descansaba pero era una gran diferencia a no poder dormir. El insomnio era algo que sufría de manera crónica, después del accidente de Matías estuve meses padeciéndolo sin interés en manejarlo. Durante ese tiempo tampoco volví a trabajar, no tenía la intención de hacerlo, me quedaba encerrado mirando el techo sin poder diferenciar el día de la noche. Vicente pateaba la puerta de mi casa para que saliera pero no le hacía caso, ni siquiera le abría. Hasta que apareció un día diciendo que habían aprobado mi propuesta de instalar una cafetería utilizando un espacio en desuso de la biblioteca, un lugar que alguna vez funcionó como un cibercafé. Y me hacía responsable de su realización, me echaba en cara su esfuerzo por proteger mi puesto de trabajo que no estaba ocupando y de poner las manos en el fuego por mí cuando me acomodó en el centro cultural. No fue nada amable y de haberlo sido yo no habría salido de la casa. A la fuerza tuve que empezar a resolver mi problema de insomnio y el psicólogo era lento, quería hablar de mi vida, modificar mis pensamientos y hábitos para volver a dormir con normalidad. Lo odié enseguida. El psiquiatra me dio lo que quería: pastillas. Francisco sabía ser complaciente para retener al paciente, se dio cuenta que yo no quería recibir opiniones sobre lo que tenía que hacer, ni consejos de ningún tipo, probablemente se dedicaba a esperar el momento adecuado, escuchando con calma para que gente como yo hablara demás. Para las pastillas ponía como condición que le contara qué cosas pasaban por mi mente, para estar seguro que mi problema era solo el sueño, y acepté las reglas creyendo con ingenuidad que nada me cambiaría hablarle a un extraño que no me respondía. Pero un día me percaté de la trampa mortal en la que me estaba metiendo, al exponerme frente a alguien que cuando creyera conveniente me remataría con palabras de las que no podría escapar, y solicité un plan para no depender de las pastillas. Si lo pensaba con cuidado, esa paranoia coincidía con el momento en que Francisco comenzó a llamar mi atención.
Había logrado recuperar el sueño natural hasta que llegó el aniversario de la muerte de Matías. Y de nuevo dependía de fármacos que me hacían dormir pero no descansar. Que me calmaban pero no resolvían mi angustia. Cuando me miraba al espejo mi aspecto no parecía diferente a cuando no dormía. En algunos momentos en que mi mente se dedicaba a pensamientos inútiles, me preguntaba cómo Francisco podía considerarme atractivo, si eran ciertas sus palabras. La depresión, el cansancio y la dejadez me habían llevado a estar en mal estado. Me veía con más edad de la que tenía y ya no era flaco, lo opuesto de Francisco que relucía como si estuviera en el mejor momento de su vida.
Escuché un golpe en la puerta de mi oficina y, antes de que pudiera responder, Vicente entró. En silencio se sentó en la silla mirándome con seriedad, esperando que yo hablara primero. Le sostuve el silencio hasta que me cansó.
—¿No que eras una persona muy ocupada?
Suspiró.
—Cualquier otro te sacaría a patadas.
—Haz lo que tengas que hacer —desafié.
—No te vas a ir de este lugar —desafió él.
Se volteó para mirar la puerta.
—¿Nadie va a venir a ofrecer café?
—Deben creer que estamos discutiendo.
Salió de la oficina y fue hacia la cafetería. Así eran las cosas entre nosotros. Cuando lo conocí yo tenía diecisiete años y con una diferencia de diez años parecía difícil entendernos, sumado al carácter de cada uno, pero las circunstancias provocaron cosas inevitables que no dejaban que nos ignoráramos. Yo no podía definir nuestra relación porque ninguna palabra parecía ajustarse a nosotros, decir amistad era algo genérico para llenar esa falta de nombre.
Ese día Vicente mostró que tal vez había escarmentado un poco porque se abstuvo de irritarme, de hacer preguntas o sugerencias. Pero si creía que sentarse delante mío en actitud pacífica lograría que yo compartiera con él algo de la tristeza que esos días me inundaba, no pasaría. De fondo se escuchaba el piano, sonando con una melodía que pertenecía a una canción popular. No me agradaban mucho ese tipo de cosas pero a la gente le gustaba y terminaba funcionando como un puente a composiciones más complejas y decentes. Los chicos de la cafetería decían que llamaba mucho la atención, que las personas se quedaban más tiempo cuando alguien ocupaba el piano.
—¿Te recuerda al conservatorio?
—Preferiría no recordarlo, fue un pésimo trabajo.
Vicente empezó a reír.
—Yo me acuerdo cuando te echaron, nunca deja de ser gracioso para mí.
Había intercambiado algunos insultos con el director a quien no le agradó enterarse que yo era gay, luego rayé su auto con una llave frente a todos, el despido no se hizo esperar.
El recuerdo no me hizo gracia y sin haber logrado mejorar mi humor, Vicente me miró compungido. Tomó su café en silencio, sin apuro, sin interrumpir mi trabajo, optando por demostrar su insistente preocupación haciéndome compañía.
***
Al día siguiente me dirigí nuevamente al cementerio, temprano para demostrar así la magnitud de mi pena, era el cumpleaños de Matías, 32 años. Me senté frente a su tumba en completo silencio masacrando un poco de pasto, sin ánimos de hablar ni hacer preguntas, porque ahí sentado, en mi mente repasaba el incidente con Francisco del que no me sabía excusar. Sentí unos pasos cerca y pensando que podía ser alguien a quien le obstaculizaba el camino, levanté la cabeza para ver a Lautaro, el hermano menor de Matías. Era la primera vez que me encontraba con un familiar de él allí. Mi expresión de incomodidad por el encuentro y el rápido desvío de mi mirada causaron que se contuviera cualquier saludo.
—¿Me puedo sentar? —preguntó con suavidad.
Asentí, aunque el pasto era libre. Se sentó a mi lado a contemplar la tumba de su hermano. Me había alejado de todos ellos porque no soportaba que cada vez que me veían creían que me consolaba escuchar y recordar historias, la mención constante de Matías y la vida feliz que teníamos juntos era una tortura. Solo rogaba que su hermano no hiciera eso en ese momento. Después de un largo silencio habló.
—¿Cómo estás?
—Bien.
Una mentira que no discutió.
—Mi mamá se va a poner contenta cuando le diga que te vi.
Hablaba sin mirarme, con tristeza, mientras yo seguía arrancando pasto para mantener mi atención en eso.
—¿Y tú cómo estás? —me encontré preguntando.
—Bien. Un poco estresado con el estudio, ya estoy por recibirme.
Lautaro nunca quiso saber nada con el vivero, estudiaba para ser contador y soñaba con trabajar en una empresa importante, en una ciudad enorme, si eso no había cambiado en el último tiempo.
—¿Algún día vas a volver a visitarnos? —preguntó de repente, como si se hubiera estado aguantando.
—Puede ser. Más adelante —volví a mentir.
—¿Puedo ir a visitarte?
Lo primero que pensé fue en el estado de la casa y en las plantas que se morían.
—Mejor no. No soy buena compañía.
—Dudo que a mi hermano le guste lo que estás haciendo —acusó después de haber agotado los demás recursos.
—Lo sé.
Se volteó a verme enfadado.
—Si hubiera ocurrido al revés, si tú hubieras estado en ese accidente, ¿te gustaría ver a Matías actuando como tú actúas?
Se puso de pie sacudiéndose la ropa. No encontré cómo defenderme, a él no podía gritarle como a Vicente.
—Seguimos siendo familia —dijo más calmado—. Vamos.
—¿Vamos?
—A tomar un café o algo. —Se agachó y tiró de mi brazo con fuerza—. No vamos a hablar de mi hermano si eso te molesta.
—Y pensé que yo tenía mal carácter —ironicé.
—No te preocupes, a ti nadie te gana.
Salimos del cementerio y fuimos a una cafetería local que estaba cerca. El sol de media mañana iluminaba gran parte del lugar y a quienes desayunaban de forma tardía, el ambiente estaba colmado de buen humor, en los clientes y empleados. Me sentí desalineado por no haber puesto tanta atención en mi aspecto esa mañana por lo que insistí en que nos sentáramos en un extremo lejos del resto. Lautaro cumplió su palabra y no se mencionó a Matías, hablamos de su carrera, de mi trabajo, de su vida.
—Me estoy mudando —contó—. No puedo seguir con mis padres —sonrió con culpa—, me van a volver loco. Es un departamento muy pequeño pero estoy contento.
Lo observé tomar el café, tenía la misma costumbre de Matías, mejor dicho él y Matías tenían la misma costumbre del padre de tomar la taza por su cuerpo y no por el asa. Compartían algunos rasgos, como hermanos que eran, pero habían diferencias esenciales, Lautaro era más reservado y serio.
—¿Qué vas a hacer cuando te recibas? ¿Vas a irte?
Tomó café y pensó un momento.
—No lo sé.
Me dedicó una mirada significativa que decía que la respuesta era mucho más compleja.
—¿No quieres dejar solos a tus padres? —intenté adivinar.
—Eso es lo que no sé —respondió midiendo sus palabras.
Sentí pena y un gran deseo de decirle que se fuera, que no lo pensara ni dudara, pero no supe cómo decirlo después de haberme apartado tanto. Lautaro se apoyaba mucho en su hermano así que también, en cierta forma, se quedó solo. Podía percibir en él la incertidumbre de no saber qué era correcto hacer.
Llamé al mozo y le pedí la carta, después de contemplar varias opciones me decidí por lo más fuerte que tenían para ofrecer.
—¿Te gusta el whisky?
Asintió mostrándose confundido. Llamé de nuevo al mozo que me miró extrañado cuando le pedí la bebida.
—Son las diez de la mañana —susurró Lautaro un poco escandalizado.
—Ideal para nuestras vidas miserables.
Cuando nos sirvieron las bebidas empezó a reír.
—¿Vamos a brindar? —preguntó.
No iba a correr el riesgo de que quisiera brindar por Matías.
—En silencio —indiqué.
Entendió y chocó su vaso con el mío sin dejar de sonreír. Verlo así me daba un poco de tranquilidad. Yo podía ser una persona sin destino ni esperanza pero no quería eso para los demás.
Hizo un gesto que evidenciaba que no estaba acostumbrado a ese tipo de bebidas.
—Hace bien alejarse un poco de la realidad —comentó con un suspiro y miró su vaso como estudiándolo—. Una vida miserable justifica hacer tonterías —reflexionó.
Bebí pensando en que había algo de verdad en eso. No había culpa en beber a las diez de la mañana en un día laboral, las reglas de la gente feliz y con futuro no nos servían. Allí, con el vaso aún en la mano, recordé a Francisco decir que las formalidades no eran necesarias.
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