Capítulo 35

Con Vicente nos tuvimos que buscar otro lugar para beber porque ya no quería regresar al bar dónde me crucé con Benjamín. Fuimos a un restaurante que se dedicaba a las hamburguesas, con un menú repleto de una gran variedad de ellas, algo que se ganaba la simpatía de la gente porque no teníamos locales de comida rápida en la ciudad. Mi amigo mostró síntomas de su edad al quejarse de la juventud y bullicio pero pronto se olvidó de todo lo que nos rodeaba al escucharme hablar. Sacó un cigarrillo y se puso a fumar, en esa ocasión no lo acompañé.

—Estás loco —repitió por cuarta vez.

Su expresión era una mezcla de enojo y preocupación.

—Sabes que no.

Y él lo sabía, lo que acababa de contarle sonaba a locura pero en el fondo lo comprendía. Por eso se dedicaba a fumar como hacía cada vez que sentía que no podía controlar la situación, limitándose a llamarme loco en lugar de discutir.

Contemplé las decoraciones navideñas del lugar, gran parte del bullicio se debía a las festividades. En esos días las personas estaban llenas de energía y buen humor.

Vicente pidió más bebida.

***

En vísperas de noche buena me desperté muy temprano, el centro cultural y la biblioteca no abrían ese día pero la cafetería sí lo hacía. Así que me dirigí hacia allí para saludar a los empleados del turno mañana. No podía decir que mi relación con ellos cambió pero sí podía decir que mejoró. Ya no odiaba hablarles, saludarlos ni sonreírles, como tampoco odiaba el piano que descansaba silencioso en ese momento. De hecho, extrañé su sonido cuando me senté a tomar un café.

El local estaba decorado acorde a las fiestas y en el menú se agregaron un par de cosas típicas como galletas de jengibre y pan dulce. Las personas que ocupaban las otras mesas mantenían charlas sobre Navidad, comida y regalos. El paso de los clientes por la cafetería tendía a ser rápido, todos tenían cosas que hacer a último momento. Me gustaba la emoción de las fiestas que empujaba los problemas y las preocupaciones a un segundo plano, nadie tenía mucho de qué quejarse porque era más importante pensar en los saludos y reuniones. Para muchas personas era como tener vacaciones de su propia mente. Más allá de lo que significara Navidad, tener vacaciones de uno mismo era una gran oportunidad.

Después de los saludos en la cafetería esperé a Lautaro en una esquina. Almorzaríamos juntos.

—Tu invitación es un milagro de Navidad —se burló al llegar.

—No tanto, yo voy a cocinar.

—¿Vamos a tu casa?

—Sí.

Caminamos y él quedó pensativo.

—¿Pasó algo?

Me recordó a Matías, atento a todo, la Navidad no era excusa para dejar pasar algo que se veía extraño.

—Nada.

No me creyó pero no insistió.

En casa corrió a mi lado al verme sacar ingredientes del refrigerador.

—Te ayudo.

—¿Sabes cocinar?

—Más o menos. —Sonrió.

No me dio confianza su más o menos, así que le pedí que se ocupara de preparar una ensalada mientras yo me ocupaba de la carne.

—Es una pena que no pases Navidad con nosotros. Me voy a aburrir.

Lautaro pasaría esa celebración en casa de sus padres junto con su novia y podía imaginar el resultado de tal combinación. Incluso con una nieta en camino seguía existiendo una desconexión entre él y mis suegros.

—Tus últimos días de aburrimiento —bromeé.

La conversación del almuerzo se centró en el tema obligado: su hija, de lo único que parecíamos poder hablar en esos días. Lautaro estaba feliz pero su felicidad era melancólica, era una felicidad con varios peros, una felicidad atrapada entre la muerte de su hermano y sueños no cumplidos. Quería creer que cuando naciera su hija, él renacería con ella. Al menos eso deseaba.

Después del almuerzo me decidí a hacer lo que había planeado hacer.

—Necesito que me acompañes afuera.

Me miró sin sorpresa, todo ese tiempo estuvo a la espera de lo que yo tenía para decir. Salimos al patio trasero porque seguía con la maña de usar la puerta de atrás y me siguió por el costado de la casa.

—¿Qué pasa? —preguntó confundido.

—Quiero darte tu regalo de Navidad ahora.

Me detuve en la reja y me apoyé en ella, di unas palmaditas a un costado para que Lautaro me acompañara. También se apoyó en la reja, preocupándose por todo el misterio.

—¿Regalo de Navidad?

—En realidad es un regalo que coincide con Navidad.

Aunque había planeado lo que quería decir y cómo lo quería decir, en ese momento las palabras que tanto seleccioné para usar desaparecieron de mi mente. Sonreí sintiéndome torpe.

—El regalo es la casa.

Lautaro se me quedó mirando sin entender y en lugar de aclarar solo lo observé esperando a que reaccionara.

—¿La casa? ¿De qué estás hablando?

—De la casa. —Señalé la construcción frente a nosotros—. Es más de tu hermano que mía y... bueno... —Las palabras se me esfumaban, de repente me sentí muy emocional.

—¿Estás loco?

Bajé la mirada, de lo mismo me había acusado Vicente.

—No estoy loco. Solamente estoy pensando en lo más práctico, como lo haría Matías.

—¿Práctico? —cuestionó escandalizado.

—Sí. —Volteé hacia él—. Yo no voy a tener hijos y, como dije, la casa es más de tu hermano que mía. Si él estuviera aquí haría lo imposible por ti y por su sobrina, y como no está, yo voy a hacerlo en su lugar.

Mi intento de explicación llenó de tristeza el rostro de Lautaro.

—No lo voy a aceptar. Les costó mucho y todavía la estás pagando. Es tuya, no me importa esa tontería de que no tendrás hijos.

Imaginé que no sería fácil. Suspiré.

—Tu papá ayudó con dinero para que pudiéramos comprarla, el banco no nos dio todo. Y él hizo la mayoría de los arreglos para que no pagáramos a nadie. Tu hermano fue quién más se ocupó de pagar la deuda. Así que el aporte de mi lado fue mucho menor.

No mentí pero disfracé parte de la verdad, la realidad era que el seguro de vida de Matías fue lo que canceló la deuda. Pero no iba a contarle eso, bastante me había pesado a mí todo ese tiempo.

—Además —dije tratando de poner entusiasmo—, va a ser mi ahijada, es lo menos que puedo hacer por ella.

Lautaro miraba el suelo con lágrimas en sus ojos, descontento con mi propuesta. Lamenté esa respuesta pero también la esperaba, era consciente de que semejante regalo podría remover muchas cosas dentro de él, incluso avergonzarlo.

—No tienes que preocuparte por mí —seguí.

—Es tu casa —repitió con la voz afectada.

—Y ahora es tu casa.

Las lágrimas siguieron cayendo y me acerqué a él para abrazarlo. Yo también quería llorar pero me aguanté, si los dos llorábamos nada avanzaría.

—No te pongas triste por esto, que cuando yo esté viejo y nadie me quiera, me vas a tener que recibir —intenté bromear.

Mi chiste sirvió para que levantara la cabeza pero antes de que pudiera replicar volví a hablar.

—A tu hermano y a mí nos haría muy feliz.

Lautaro lloró un poco más, luego me dijo que debía pensar en muchas cosas antes de volver a discutir el tema. Mi decisión no iba a cambiar pero lo dejé ir sin agregarle presión. Más calmado y con la idea asentada podría convencerlo.

***

Por la tarde fui al cementerio. Era una de las pocas veces del año que tantas personas coincidíamos para visitar a nuestros seres queridos. En todas direcciones se veía gente, que al pasar saludaban y sonreían con simpatía, respeto y compasión. Todos estábamos allí por el mismo motivo y solo entre nosotros, siendo extraños, podíamos entender lo que sentía el otro. El saludo era la confirmación de ese entendimiento y yo devolvía todos.

Frente a la tumba de Matías me sentí feliz de haberle dado la casa a su hermano, estaba seguro que eso le daría tranquilidad y paz. Pero no lo hacía solo por él, también por mí, porque en los nueve años que estuvimos juntos nos convertimos en familia y su familia se convirtió en la mía. Aunque tardé en darme cuenta. Porque el desprecio que recibí de mi propia familia me hizo sentir inferior frente a la familia de Matías, como si fuera un arrimado. Incluso cuando entré en confianza creía que solo me aceptaban cuando en realidad me querían. Cada uno a su manera, pero me querían.

Eso también le daría tranquilidad y paz: saber que seguíamos siendo una familia.

—Siempre fui medio necio —murmuré.

Iba a extrañar mucho la casa que albergaba todos nuestros recuerdos pero sabía que nada de eso desaparecería; ni la casa, ni los recuerdos. Se transformarían, se volverían la base para el futuro de una parte de nuestra familia. Y cada vez que la visitara me sentiría orgulloso de lo que hicimos.

Me quedé mucho tiempo allí, pensando y hablando con Matías, al menos en mi cabeza. Y me sentí a gusto.

Antes de irme le prometí que todo saldría bien.

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