Capítulo 33
Una de las primeras cosas que hice con mi casa fue pintar la reja. Matías quería pintarla de verde así que me basé en su deseo al seleccionar el color. Empecé la tarea un domingo muy temprano, evitando las miradas de los vecinos que pasaban. Cada vez que escuchaba a alguien acercarse por la vereda, bajaba la mirada y fingía una gran concentración. Era una tarea que me llevaría más de un domingo pero no me molestaba ni sentía apuro por completarla. De hecho, calmaba mi angustia porque ganaba control sobre lo que más temía: mi propia casa. Era amigarme con ella, por lo menos con su exterior. Pero el exterior no dejaba de ser un comienzo que me preparaba y llevaría a la parte interna que representaba ese paso que tanto me negué a dar. La oscuridad que reinaba dentro ya no era parte de mí pero ahí se había quedado, tapando todas las promesas que no llegaron a cumplirse, como protegiéndolas. Los sueños, las esperanzas, la energía, los proyectos, las cosas que hacían nuestra vida y reafirmaban el deseo de estar juntos. Cada objeto escogido por nosotros con la intención de hacer de esa casa un hogar donde seríamos felices. Todo permanecía oculto del mundo exterior para no ser dañado, incluso de mí mismo, que no deambulaba por la vivienda ni tocaba nada por temor a faltarle el respeto a los recuerdos. Y debía terminar con esa idea porque los recuerdos estaban dentro de mí, no en cosas materiales que se arruinaban por mi incompetencia. Por eso me daba cierta satisfacción volver a ocuparme de su mantenimiento, pensando en que Matías estaría menos triste si me viera entrando en razón.
Mientras pintaba, algo que se convertía en horas de reflexión, también pensaba mucho en las palabras de Francisco cuando dijo que mi duelo había acabado. No podía precisar la sensación que me generaba saber que tenía razón. Si observaba todos los cambios y mis sentimientos, era claro que esa etapa finalizó sin que me percatara. Estar pintando la reja sin ningún lamento era otra de las cientos de pruebas que rodeaban el planteo. Pero nunca le había puesto el nombre de duelo a mi tristeza, que en su momento se sentía infinita, porque en el fondo deseaba que fuera infinita, creyendo que era lo que Matías merecía de mi parte. Como un equivalente del amor que sentía por él. Y la realidad era que ya no podía pensar así, derrumbarme no celebraba la felicidad que vivimos juntos, ni agradecía todo lo que aprendí a su lado.
Otra reflexión que ocupó mi mente fue, entre tantos pensamientos, que Francisco no había sido la causa del avance de ese duelo; fue la justificación. Nació de mí buscar la oportunidad de estar con él y siempre supe que mi cabeza solo creaba excusas, porque la realidad era que ya no quería llorar más, ni sentir culpa, ni seguir desapareciendo, solo, encerrado en mi casa.
El destino me llevó al consultorio de Francisco. Y recordé sus palabras en el hotel de la playa: "El miedo también agota". Encontrarnos sucedió en el momento indicado, no solo para mí, también para él.
Sonreí ante ese pensamiento.
—Ni que fuera divertido pintar.
Volteé hacia un costado para ver a Lautaro.
Se paró a mi lado un poco extrañado por verme hacer algo útil por la casa.
—Solamente pasaba pero estás ocupado...
—Puedes hacerme compañía un rato. Esta tarea es muy silenciosa. —Lo miré animado levantando mis manos manchadas—. Y me puedes hacer café.
Nos sentamos en los escalones de la casa con las tazas. En un día de trabajo no alcancé ni la mitad de la reja. Él también la miró.
—¿Verde? Todo es verde aquí, las plantas, la casa, la reja.
—Son los gustos de tu hermano.
—No me sorprende... Su tumba debería ser verde.
Pensé un momento.
—No es mala idea.
Hablar de Matías no me molestaba tanto. Lautaro siguió contemplando la reja.
—Vine a contarte algo. —Se sonrió antes de seguir—. Es niña.
Me quedé sorprendido.
—¿Tu bebé? —pregunté como tonto.
Asintió.
—Hicimos un acuerdo —contó con alegría—. Si era niño mi novia escogía el nombre y como es niña me toca a mí.
Normalmente no lo veía contento con el asunto de su paternidad pero algunas cosas lo entusiasmaban haciendo que se olvidara de todos los problemas que cargaba.
—¿Ya escogiste nombre?
—Me gusta Andrea.
Choqué mi taza con la suya en una especie de brindis.
—¡Te felicito!
Se sintió orgulloso por compartir la noticia y sacó su celular para mostrarme una imagen abstracta de una ecografía. Aunque no entendía lo que veía, observé emocionado, algo de ahí era su hija y su existencia se hacía más real. En cuestión de meses irrumpiría en la vida de todos.
—También hay otra cosa.
—¿Qué cosa?
—Me gustaría que fueras su padrino.
***
La visita de Lautaro me dejó de buen humor. No esperaba la propuesta de padrino cuando me contentaba ser tío. Tenía que apurarme con los regalos para su hija, mi ahijada. Después de bañarme y quitarme el olor del removedor de pintura, fui a la plaza principal donde me esperaba Francisco. Empezaba a oscurecer pero la gente seguía saliendo y eso se veía reflejado en la plaza, donde los más jóvenes se reunían en grupos y las familias caminaban despreocupadas. Algún día Lautaro estaría allí haciendo lo mismo, y yo también.
Frente a una de las esquinas daban las puertas de la iglesia, que a esa hora se mantenían cerradas, y su pequeña escalinata servía a modo de escenario para dos artistas callejeros que interpretaban música folclórica con guitarras. Desde la plaza, los más cercanos los miraban y algunos curiosos se detenían un rato a escucharlos antes de continuar con su camino. Francisco los observaba mientras esperaba sentado en uno de los bancos. Con su cara, que yo reconocía, de "podría gustarme pero no tanto". Me senté a su lado mirando los músicos.
—Perdón por hacerte esperar.
—Tú siempre me esperas —dijo con una sonrisa.
Me llenaba de una gran calidez verlo contento.
—Me gusta esperarte.
Todo a nuestro alrededor era alegre y pacífico, o así nos sentíamos. Francisco sacó su celular y se acercó más a mí.
—No tenemos ninguna foto juntos.
Apoyé mi cabeza en la suya y sonreí a su lado para la foto. Nuestra imagen en la pantalla también estaba llena de alegría, me daban ganas de abrazarlo y besarlo. Después de un par de intentos, cuando quedó conforme con la foto, la puso como fondo de pantalla. Yo usaba la excusa de mirar lo que hacía para apoyarme en él y mantener la cercanía.
—Eres muy tierno.
Mis palabras lo hicieron reír. Se paró y empezó a caminar haciéndome señas para que lo siguiera. Salimos de la plaza y continuamos hasta estar apartados del centro, lo suficiente para ser los únicos transeúntes.
—Aquí es más tranquilo —señaló deteniéndose.
—¿Tranquilo para qué? —pregunté con fingida inocencia.
La respuesta no se hizo esperar, me besó con suavidad, a la vez que sus brazos me rodearon y sus dedos acariciaron mi nuca. Devolví la muestra de afecto, feliz de que me llevara hasta allí con el fin de besarme. Se apartó para mirarme con cariño y suspiró satisfecho. Su expresión en ese momento, mi foto en su departamento, el fondo de pantalla de su celular, su seguridad, su vulnerabilidad, su humor, su paciencia, su inteligencia, sus extravagancias. Todo eso junto provocaba en mí la necesidad de expresarle que deseaba continuar mi vida a su lado, que como lo seguí para ese beso, lo seguiría siempre sin dudarlo. Acarició mi rostro notando la emoción que me invadía, disfrutando el ser contemplado con devoción.
—¿Quieres conocer mi casa?
Fue algo impulsivo e inexplicable que no lo sorprendió, tampoco hizo gesto alguno que pudiera malinterpretar o intimidarme.
—Sí —respondió pasando sus dedos por mi mejilla.
Caminamos por la calle deshabitada y en cada paso mi incertidumbre aumentaba, pensando en el estado en el que se encontraba la casa. Pero incluso sintiéndome apenado algo seguía impulsándome.
—Si te arrepientes me lo puedes decir.
Me di cuenta que estaba muy serio e intenté relajarme.
—Estoy bien.
Al llegar nos detuvimos en la vereda frente a la reja a medio pintar.
—Es un desorden todavía —advertí ansioso.
Él me escuchaba con atención, parecía entender más que yo de dónde salía mi osadía. Me siguió por el patio y el costado de la vivienda hasta la puerta trasera.
—Hay luciérnagas —dijo sorprendiéndome.
Atrás, entre las plantas y protegidos por la noche, algunos puntos de luces flotaban de forma intermitente. Francisco se veía tranquilo y cómodo con la situación lo que me dio la confianza que necesitaba para abrir la puerta.
Adentro, el silencio y la desolación me parecieron más grandes que lo habitual. El desorden y amontonamiento, más terribles. Todo lo malo resaltaba esa noche.
—Tiene un aire familiar —comentó con simpatía al contemplar la cocina.
Aprecié su amabilidad.
Avanzó más allá y yo quedé detrás, como esperando un juicio de su parte aunque sabía que no diría nada que pudiera lastimarme. Lo seguí con la mirada, confirmando lo que necesitaba confirmar, lo que me había empujado a llevarlo allí. No me generaba ningún pesar o culpa su presencia en la casa que compartí con Matías. No manchaba su recuerdo, no destruía el pasado, no minimizaba los sueños incumplidos, no invalidaba todo lo que viví en ese lugar. Nada se sentía desplazado de su sitio mientras lo veía caminar.
Se detuvo en la sala donde las cajas con ropa y cosas de Matías seguían a la espera. Miraba todo con cuidado y atención pero sin reaccionar a nada.
—Nunca traigo a nadie, no me gusta que la gente venga —expliqué mirando el suelo—. Tengo que arreglar y acomodar cosas.
Regresó a la cocina y se acercó a mí.
—¿Por qué me trajiste?
Él sabía por qué, me miraba y adivinaba cada pensamiento, pero buscaba que yo lo dijera.
—No sé cómo ponerlo en palabras. —Observé a mi alrededor—. Quiero seguir avanzando, nada más.
Tocó mi mano con un dedo.
—¿Puedo abrazarte?
—¿Por qué me lo preguntas?
Sonrió con dulzura, su dedo seguía sobre mi mano.
—Es posible que no quieras que te abrace aquí —respondió con simpleza.
Él nunca podría desplazar nada porque me hacía sentir comprendido y su comprensión protegía mis emociones, mis recuerdos y mis heridas.
—Me haría bien que me abrazaras aquí.
Me abrazó y me acomodé en su hombro. Incluso dentro de mi propia casa, Francisco seguía siendo el camino correcto.
—Me alegra mucho haberte conocido —susurré.
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