Capítulo 31
Mi suegra me dio una maceta con una planta que ya estaba cargada de flores. Al llegar a casa, la puse en la mesa de la cocina y me senté a contemplarla. La idea de aparecer en el departamento de Francisco con una planta se me hacía extraña, nunca le había hecho un regalo. Lautaro se sentó del otro lado de la mesa. Tras ser cargado de comida y la planta por su madre, decidió acompañarme para ayudar con la logística.
—Gracias por hablar con tus padres por mí.
Sonrió en respuesta antes de mirar hacia el lado interno de la casa. Seguí su mirada a los muebles amontonados, a la ventana que daba al frente cuya persiana nunca subía, a las varias cajas que desde allí no se veían pero sabíamos que existían. Luego giró hacia el patio trasero sin intención de comentar el desastre que seguía siendo mi casa, le bastaba con que yo notara que no pasaba desapercibido. Me mantuve concentrado en ese abandono que cada día buscaba ignorar. No me daban ganas de deambular por el resto de la vivienda, no me imaginaba sentado solo en el sillón, o en la mesa grande, o cruzar todo ese espacio para usar la puerta principal. Era difícil de explicar. Observé nuevamente la planta. Cuando pensaba en Francisco quería que la dejadez y la oscuridad de mi vida desaparecieran, quería dejar de sentir todas esas cosas que me angustiaban, quería poder avanzar, quería ser una mejor persona. Lautaro se levantó de la mesa.
—¿Preparo café? —preguntó mientras se acercaba a la mesada.
—Está bien.
Me sonreí solo mirando la planta, era un buen primer regalo, y, de seguro, haría alguna broma al respecto.
—Tienes que presentarlo. —Escuché detrás mío y me volteé—. ¿O aún no es oficial?
—Aún... no está hablado —dije para variar y no repetir mi eterna excusa.
Me miró pensativo.
—¿Con mi hermano también fuiste así de lento?
Le dediqué una expresión de fastidio.
—No más lento que tú con ese café.
La carcajada de Lautaro llenó el ambiente y sentí como su risa apartaba las sombras de la casa, dándome una vaga idea de lo que debía hacer con ese lugar lúgubre.
***
Con el clima más cálido y sin que me pesara el ser visto, iba a buscar a Francisco a su trabajo. A él le agradaba que lo hiciera y a mí me agradaba ver su rostro iluminarse cuando me encontraba cerca de la entrada. En muy poco tiempo comencé a tener la sensación de que el vínculo entre nosotros seguía creciendo y que aprendía a ver la verdad detrás de su alegría, en especial la alegría más real y conmovedora. Porque sus defensas también se mantenían altas en esas situaciones para evitar la fragilidad.
Me paré a esperar con la planta en el lugar de siempre, abrazando la maceta de costado para que las flores y hojas no me molestaran. Cuando Francisco me descubrió su expresión fue de una burlona sorpresa.
—¿Te lo encontraste en la calle?
Él sabía que no era así pero mi imagen con esa planta no era algo que desaprovecharía para hacerse el gracioso.
—No.
Esperó intrigado por más información pero no se la di. Empecé a caminar en dirección a su casa con él a mi lado. Yo también tenía ganas de tontear.
—Vas a tener que adivinar.
—¿Es como una mascota?
Eso no era intentar adivinar.
—No.
—¿Algo terapéutico?
—No.
—¿Es para comerla?
Lo hacía a propósito.
—¡No!
Caminó de espaldas un momento sonriéndose.
—Puedo estar así toda la noche —advirtió.
—Es para ti. Es un regalo.
Se detuvo frente a mí obligándome a parar la marcha.
—¿Me quieres conquistar? —preguntó coqueteando.
—¿No se puede? —respondí siguiendo el juego.
Se acercó un poco más.
—Ya lo hiciste. —Sus ojos se conectaron con los míos—. Hace rato. —Desvió su atención a la planta—. Si es un regalo, ¿no debería cargarla yo?
Sus palabras sobre la conquista me embelesaron y tardé en reaccionar.
—No es necesario, además ya cargas con tu mochila, no es justo que cargues todo.
Solucionó el problema quitándose la mochila para hacer un intercambio. Empecé a reír y le di su planta para tomar la mochila. Su actitud me generó una gran ternura.
—Voy a colocarla en la mesa, así puedo verla cada vez que me siento a comer —comentó mientras caminábamos.
Como anunció, al llegar a su casa puso la maceta en el centro de la mesa, luego se alejó y la contempló satisfecho.
Mi conciencia era grande y no podía dejar pasar un detalle importante. Me paré a su lado, contemplando también la planta.
—La verdad... es que fue idea de mi sue-exsuegra —corregí tarde y con torpeza.
Volteé a verlo apenado.
—¿No quieres llamarla suegra?
Francisco era tolerante y comprensivo, pero, deliberadamente, no me hacía sencillo algunos errores o titubeos, cuando éstos podrían acarrear un significado que le interesaba que yo admitiera. Aun así no supe cómo responder y él entendió lo que decía sin palabras.
—No hagas nada obligado. Es lo que siempre predicas. —Acarició mi mejilla—. Es tu familia y puedes llamarla como quieras.
—¿No te molesta? —solté.
—No.
Tomé su mano y la besé.
—Entonces... —empezó a decir con interés— ¿Le hablas de mí a otras personas?
Estaba con cierta expectativa sobre mi respuesta.
—Un poco.
Sonrió al oírme y me alivió que no le preocupara.
—Cada vez estás más osado —felicitó.
Lo rodeé con mis brazos, mi cuerpo me pedía estar en contacto con el suyo, sus dedos pasearon por mi rostro.
—Gracias por el regalo —susurró—. Y por venir a verme.
Su última frase me extrañó pero me dejé engañar por sus labios acariciando los míos y no le di la importancia que merecía. El beso tomó un ritmo apasionado, mis manos descendieron hasta su trasero que apreté con energía, su lengua jugaba en mi boca, unos sonidos hermosos nacieron de él. Se separó un poco para tomar mis manos y guiarme a la habitación, lo hizo caminando de espaldas, riendo, jugando y tentándome.
Volví a besarlo junto a la cama y, gracias a ese conocimiento mutuo que se daba entre nosotros, entendió mi intención de querer llevarlo allí. Entre besos entorpecidos por el movimiento, se recostó y quedé sobre él. Los besos continuaron en esa posición, suaves y constantes, variando de largos a cortos, llenos de devoción. Los brazos de Francisco rodeaban mi espalda y sus manos se aferraban a mi ropa, indicándome que deseaba extender el acto. De a poco fui llevando los besos hacia un costado hasta llegar a su oreja y él giró su cabeza para que pudiera obrar con comodidad, en ese lugar me dediqué a repetir lo que había hecho con su boca. Mi lengua paseó por cada rincón haciendo que su respiración se intensificara, luego se sumaron gemidos ahogados y la presión de sus manos aumentó mientras mantenía esas caricias húmedas. Cuando me aparté, el deseo en su rostro era notorio. Me levanté para quitarme la ropa, observando como Francisco hacía lo mismo pero acostado. Nuestras miradas no se apartaban ni se perdían en ningún momento. Sin ropa de por medio, me incliné para acariciar su cuerpo y recorrer su pecho, estómago, panza, caderas, con mis manos. Él se relajaba y sonreía bajo mi atención. También acaricié su miembro y allí me entretuve a causa de los suspiros que se generaban por el contacto. Al sentirlo un poco más rígido, me agaché para tomarlo con mi boca. Masajeé sus testículos tirando suavemente de ellos, mientras mi lengua se ocupaba de obtener una erección firme. Continué con gran lentitud y cada vez que levantaba la vista podía confirmar el disfrute de Francisco en su expresión. Verlo así me daban ganas de entrar en él para compartir el mismo placer, unirnos en un goce que podía ocurrir únicamente entre nosotros, en una experiencia que había dejado de ser sólo sexo para ser otra forma en la que nos expresábamos afecto. Empecé a prepararlo a la vez que besaba la cara interna de sus muslos, algunas risas causadas por el cosquilleo escaparon de Francisco. Pero en mi mente, bajo el encanto de un acto tan íntimo, no lo llamaba Francisco, lo llamaba "mi amor". Volví a ponerme sobre él y mis labios buscaron los suyos con necesidad y pasión. Repitiendo otra sesión de besos, más intensos en esa ocasión, durante la cual lo penetré con cuidado. Requería de mucho autocontrol mantener el ritmo de los movimientos cuando sentía que me hervía el cuerpo y la sangre. Nuestros gemidos eran nuestro idioma con el que nos transmitíamos el deseo que se satisfacía en cada embestida. Las manos de Francisco bajaron hasta mi trasero y lo presionó con fuerza llevándome a aumentar la velocidad. Con mi rostro hundido en su cuello me dejé llevar, abandoné el control y yo no era más que excitación; mi cuerpo respondía solo y con desesperación a la necesidad, a la finalidad de eyacular, al gusto de hacerlo dentro de él como si lo reclamara mío. Francisco se aferraba a mí, tensándose.
—Más fuerte —susurró sin aliento.
Respondí a su pedido. Poco después me fue imposible resistir el orgasmo y todos mis músculos se endurecieron al momento de liberar el semen. Mi pelvis presionaba buscando profundidad mientras sucedía la descarga.
Transpirado y agotado, me quedé sobre él recuperando el aire. Sus dedos acariciaron mi nuca. Cuando mi cabeza volvió un poco a la normalidad, me levanté y me acomodé entre sus piernas. Él estaba tan agitado como yo pero con un deseo a la espera de ser saciado. Tomé su miembro con mis manos y comencé a masturbarlo con movimientos opuestos que no tardaron en estremecerlo. Sus caderas respondieron y usé su mirada como guía al regular la velocidad. Sin hacer ninguna pausa, continué con una sola mano para poder meter un par de dedos en él que fueron bien recibidos. A medida que se acercaba al clímax sus músculos presionaban mis dedos y decidí agregar otro mientras ponía más vigor en los movimientos. Francisco no daba a vasto y me rogaba con la mirada que lo hiciera acabar. El gemido que produjo al eyacular fue increíble.
El buen humor hizo que nos bañáramos juntos y, al dormir, Francisco me abrazó en silencio, como si estuviera muy cansado. De nuevo tuve una sensación extraña pero pensé que podría haber tenido un mal día en el trabajo y no pregunté nada.
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