Capítulo 10
Normalmente mi cabeza se dedicaba a los pensamientos tristes y culposos, me castigaba a mí mismo sin nunca optar por una solución porque mis pensamientos no avanzaban tanto. Solo daban vueltas sobre lo mismo una y otra vez, en un ciclo interminable. Pero llegó un momento en que esos pensamientos fueron interrumpidos por Francisco. Después de haber dicho que no había otros que se encontraran con él como yo lo hacía, mi curiosidad se vio disparada. Todo lo que hacía o decía no dejaba de sumarme extrañeza y mi mente insistía en tratar de adivinar o entender un poco más sobre él. Había contado, sin dar detalles, que otros intentos de buscar personas sin compromiso habían fracasado; se habían olvidado de las condiciones. Lo que podía significar que quisieron algo más o no se sintieron cómodos, siendo la primera situación la más compleja. Y no le gustaban los extraños, lo que descartaba que esas personas salieran de un encuentro casual o una aplicación. Debían ser personas de su entorno o pacientes, dos opciones muy comprometedoras. Luego recordaba que no se hablaba con sus vecinos de cinco años, lo que me hacía cuestionar qué tan sociable era y qué tan poco basto podía ser su entorno. Eso también era enigmático, su personalidad no parecía encajar con la de alguien que no se hablaba con sus vecinos ni le gustaba conocer gente nueva.
También estaba el asunto de la llave. Más allá de la confianza, no consideraba o no creía que yo podría importunarlo. Lo que me daba a entender que ninguna persona iba a su casa, ni amigos ni familia.
Tenía momentos donde reflexionaba en la posibilidad de estar dándole demasiada importancia a cosas que en realidad eran corrientes a causa de una fascinación. No podía quitar de mi mente su rostro sonriente.
***
Casi siempre terminaba esperando junto a su trabajo los días viernes por lo que a veces, deliberadamente, cambiaba de día. No quería que pareciera que normalizaba esos encuentros, aunque imaginaba que a Francisco podría no importarle en lo absoluto ese tipo de detalles, solo yo me fijaba en esas tonterías. Así que usé mi remedio más inmediato para sacarme la sensación de estar forjando una costumbre y estuve un par de semanas sin ir a verlo.
Pero ese remedio era una mentira. Cuando me dirigía a mi casa pensando que pude resistir ir a verlo, era solo eso: resistir. El deseo no desaparecía.
Volví un jueves, porque en mi cabeza cambiar los días lo hacía más casual y menos importante, aunque hubiera pasado días pensando y decidiendo sobre ese momento. Esperé en el mismo rincón oscuro, la recepcionista salió temprano y Francisco no salió nunca. Al pasar la hora en la que salía comencé a ponerme inquieto. Era la primera vez que no daba con él y no supe cómo reaccionar. Esperé un rato más para estar seguro antes de irme. Hice todo el trayecto a mi casa sintiéndome decepcionado, entendiendo que podía suceder que él saliera más temprano o que no fuera a su trabajo por algún motivo. Pero también pensando que en cualquier momento él podría decidir ignorarme y no querer continuar con lo que hacíamos. Una parte de mí sentía que me sacaría un peso que presionaba mi pecho si eso ocurría, Francisco haría lo que yo no podía. Seguí pensando en eso sentado en mi cocina, rodeado de puro silencio. No se trataba de que yo quisiera dejar de verlo, se trataba de que creía que debía dejar de verlo. Era una de esas cosas donde lo que debía no coincidía con lo que quería. Yo era una sombra en mi propia casa, deshumanizado y sin forma, con él era algo parecido a una persona, insignificante pero real.
Al día siguiente volví, apesadumbrado, angustiado y desesperado. Pero no por Francisco, por mí y lo que significaba que regresara allí. Lloviznaba un poco, una llovizna molesta que no mojaba del todo. La recepcionista salió en horario, como siempre se subió al auto que la pasaba a buscar. Atrás salió otra persona, un médico que también tenía su consultorio allí aunque no sabía qué hacía. El edificio de apenas tres pisos dedicaba sus espacios a una variada colección de oficinas particulares, que solo pocos ocupaban hasta ese horario. Cuando vi a Francisco, sin darme cuenta, respiré aliviado. Ya había sumado un gorro de lana y guantes a su vestimenta y miraba pensativo el cielo hasta que decidió abrir un paraguas. Al verme se acercó con su inalterable sonrisa, indiferente a mi desaparición, casi chocó conmigo para que el paraguas nos cubriera a ambos.
—Sin abrigo ni sombrilla —señaló con humor—. Trágico como personaje de novela.
Me habían dicho muchas cosas en mi vida pero nunca me catalogaron de esa forma.
—¿Trágico? —repetí sorprendido.
—Sí. —Su rostro estaba muy cerca e, ignorando el hecho, pasó suavemente su mano por mi pelo con intención de sacudir las gotitas de la llovizna—. Pero no dejas de parecerme atractivo.
—No soy atractivo.
Inmediatamente me arrepentí de decir eso, aunque lo creyera, porque sonaba patético decir esas cosas, como si quisiera dar lástima. Apretó su cuerpo contra el mío aprovechando la excusa del paraguas.
—Lo siento pero mi punto de vista no es discutible.
Se apartó un poco y tiró de mí. Bajo su paraguas caminamos en dirección a su casa.
—Es como discutir el sabor de un helado. —siguió hablando pero de forma casual. —Yo prefiero los sabores frutales y no tanto los de crema.
Una emoción me llenó, él no mostraba disgusto, ni daba señales de censura por mis actitudes, no había nada que cuestionar ni nada que corregir.
—Yo prefiero las cremas.
La llovizna no requería estrictamente del uso de paraguas pero Francisco, afectado por el frío, rehuía de ella como si se tratara de una lluvia. Aprovechó el pretexto para mantenerme a su lado y yo lo dejé, después de haberlo evitado dos semanas el contacto físico se volvía un anhelo. Al llegar a su casa preparó café, o mejor dicho prendió una máquina a la que le puso una cápsula por taza. Tuve el presentimiento que notaba que algo me tenía alterado. No insistió con ningún diálogo innecesario, se dedicó a observarme con esa expresión que decía que lo adivinaba todo. En la cocina, dejando mi café a la mitad, mientras él bebía el suyo, me agaché para sacarle los zapatos. Seguí con sus pantalones y, bajo su atenta mirada, comencé a besar sus rodillas y muslos. Sus dedos acariciaron mi pelo y al levantar mi cabeza sentí algo terrible. Un escalofrío recorrió mi espalda ante el repentino deseo de quedarme de rodillas a sus pies y no volver nunca a la realidad. Bajé la cabeza y continué, ignorando la extraña sensación.
***
La llovizna se convirtió en lluvia y luego en tormenta. Los ventanales eran ideales para observar las nubes iluminarse a lo lejos. Me senté en el borde de la cama a observarlas después de recuperar el aliento, Francisco estaba acostado con los ojos cerrados .
—Está lloviendo mucho —dijo girando hacia mí—. Si quieres, quédate.
Me tomó desprevenido, como cuando propuso darme una llave, y me puse un poco nervioso.
—No hace falta. —me apuré en decir. —Puedo irme en un taxi sin problemas.
El me vigilaba con atención, nada se le escapaba, mi inquietud se sumó a todas las cosas que me traicionaron ese día. Lo evité concentrándome en la lluvia, volvía a ponerme a la defensiva sobre algo trivial. Francisco actuaba con cortesía, como lo haría cualquier persona. Lo escuché levantarse de la cama para ir al baño. No me moví de mi lugar, la idea de no volver a casa era terrible por varias razones. Al regresar lo observé ponerse un pijama, luego tomó otra ropa y la dejó a mi lado sin decir nada. Volvió a recostarse mirando la lluvia.
—¿No tienes frío? —preguntó después de un momento.
—Sí —admití sin dejar de mirar la ropa.
En el fondo deseaba que él insistiera, aunque no mucho, con que señalara la tormenta, que era tarde o lo innecesario de mi drama, yo podría hacer de cuenta que no era mi decisión.
—Aunque sé que no estoy haciendo nada malo y nadie me espera pidiendo explicaciones, no se siente de esa manera —debía decírselo, dejar en claro que él no era el problema.
—Yo sé cómo te sientes. —Seguía mirando la lluvia.
Con mucha duda me puse la ropa que me prestaba.
—Te toca este lado —informó con humor mientras señalaba el lado opuesto del ventanal.
Respiré profundamente.
—¿Quieres algún calmante para dormir?
Lo miré sorprendido pero tenía sentido, para qué iba a actuar como si mi sueño no fuera un problema. Asentí.
—Ven.
Me hizo seguirlo a la cocina dónde se tomó el trabajo de mostrarme dónde guardaba ese tipo de fármacos, dejando en claro que tenía libertad para tomar los que quisiera.
—No es necesario que me preguntes.
—Confías demasiado —reproché.
—Eres muy correcto, no los tomarías si no es para dormir. Y como eres muy correcto, se te va a complicar dormir aquí hasta que no te sientas más cómodo.
—Esto no es algo que va a repetirse.
Sonrió aguantando reírse de mí.
El sedante hizo efecto gradualmente y más calmado me dieron ganas de preguntarle a Francisco qué es lo que pensaba, qué lo hacía confiar en mí y tolerar mi humor, pero mi buen juicio no dejó que lo hiciera. La tormenta siguió sin bajar su intensidad. Nos acostamos manteniendo la distancia, él actuaba como si estuviera ocurriendo algo natural. Era una sensación nostálgica dormir con una persona al lado cuando se había hecho normal el silencio y la soledad. La hora de dormir no era algo calmado junto a Matías, siempre inquieto, siempre lleno de energía, recordando cosas a último momento, yendo y viniendo, repitiendo "ya voy". Francisco era lo opuesto, se acostó, se acomodó y se sonrió por mi cara de tonto antes de decir buenas noches, con la paz de quién tenía todo resuelto.
Le di la espalda para dormir, no quería hacer algo irresponsable como quedármelo viendo.
***
Por la mañana aún seguía lloviendo y desperté solo en la cama. Se notaba que era de día pero era imposible deducir la hora. No me di tiempo a contemplar nada, me levanté y, aprovechando la soledad, me apuré en vestirme. En la sala me encontré con una escena inesperada. Francisco, que seguía en pijama, estaba sentado en el sillón con la expresión seria, con una concentración que no le permitió percatarse de mi presencia, jugando video juegos. Lo que sea que estaba haciendo en el juego era muy difícil o complicado. De todos los entretenimientos que se me podrían haber ocurrido, de haberme preguntado con qué se entretenía, jamás hubiera pensado en eso. Tenía auriculares puestos que colaboraban a que el único sonido en la casa fuera el que provocaba al presionar los botones del control que utilizaba. Como me sucedía con tantas cosas relacionadas a él, verlo jugar no parecía armonizar con la estética que lo rodeaba. Después de un momento se dio cuenta que estaba allí, pausó su juego y se quitó los auriculares.
—Buenos días.
Su expresión volvía a ser alegre.
—Buenos días —murmuré.
—¿Quieres desayunar?
Estuve a punto de responder que no pero él dejó el sillón para dirigirse a la cocina sin darme la oportunidad, solo me limité a seguirlo. No era muy complicado poner cápsulas en una máquina, de una alacena sacó pan de molde.
—¿Quieres yogurt?
—No, gracias.
—¿Fruta?
—Tampoco.
Me puso el pan en las manos.
—Llévalo a la mesa.
Obedecí. Él llevó otras cosas y de a poco se completó el desayuno. La realidad era que no tenía apetito pero no quería sonar ingrato, ya lo había sido muchas veces. Francisco concentró su desayuno en un café negro y yogurt.
—Gracias por dejarme pasar la noche aquí.
Sonrió.
—No es nada.
Miré su televisor donde se encontraba el juego pausado, pensando en lo diferente que éramos.
—Anoche querías reírte de mí por decir que no voy a volver a dormir aquí. ¿Por qué piensas que va a volver a pasar?
Francisco revolvía su yogurt sin extrañarse de mi pregunta.
—Si pasó una vez puede volver a pasar otras veces —respondió con simpleza.
Pero su respuesta no dejaba ver lo que yo buscaba y no me atrevía a preguntar directamente qué tanto tiempo creía que podríamos durar haciendo lo que estábamos haciendo. Cuánto tiempo me soportaría.
Apenas terminó el desayuno, volví a huir. Llamé un taxi por la lluvia para hacer el tramo que hacía caminando, lo mismo que pude haber hecho la noche anterior. Y en casa me dejé caer en la cama, cansado, pero sin poder dormir más, demasiadas cosas pasaban por mi cabeza. Sobre la mesa de luz se encontraban un par de fotos de Matías, después de su muerte las coloqué allí, una era del día que nos casamos, la otra era la última que nos sacamos, el fin de semana antes de su accidente. Las miré un rato largo sintiéndome mal por haber abandonado nuestra propia casa para dormir en la de otro hombre. La vergüenza me hizo estirar la mano y poner los porta retratos boca abajo. No podía prometerle a Matías que no iba a volver a ocurrir.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top