B R O N C E

El recorrido hasta las lejanas minas de carbón continuaba a través del bosque azul, más allá del camino del ocaso, y se alejaba hasta desaparecer entre las montañas ennegrecidas del sureste. Alcanzarlas le tardó una luna a Bronce y al grupo de paganos que lideraba. Su preocupación se acrecentaba a medida que abandonaban el panorama sereno de los robles para introducirse en las tierras duras y crueles de piedra. El ascenso por las montañas se tornó en un martirio cuando las provisiones empezaron a escasear.

—Los dioses nos han sonreído —dijo Bulos, un enjuto trovador que había sido desterrado de Luminel por cantar en las tabernas acerca de deidades distintas al Dios Luminoso—. Bastaría un puñado de protectores para asesinarnos.

—Habla por ti —contestó Bronce—. Tomaría mucho más que un puñado de esos ponerme una mano encima.

Acarició el mango de su hacha de doble filo. Él mismo la había forjado hacía muchísimos años, en las calderas aledañas a las minas donde había castigado su espalda a diario. ¿Lo reconocerían cuando regresase a ellas? Lo dudaba.

Se detuvieron en una saliente para que los caballos se alimentasen y descansasen. En esas condiciones, quizá las cabras habrían resultado más eficientes. Estaba recostado contra una roca, bebiendo, cuando lo oyó.

Antes de advertir a los suyos acerca del peligro inminente, dos criaturas de piel escamosa y con lenguas puntiagudas en lugar de ojos brotaron desde la tierra como flores. Las seis extremidades que nacían en sus torsos voluminosos y los grabados ininteligibles que se dibujaban en sus lomos les conferían un aspecto tan amenazador como misterioso.

—¡Gredas! —exclamó Bulos cuando una de las criaturas se aproximó. Era casi tan grande como un caballo.

El espantoso aspecto de las gredas no intimidó a los paganos, que ya habían empuñado sus armas. Los equinos se encabritaron, pero las gredas permanecieron inmóviles, como analizando su próximo movimiento.

—Salgan de ahí —exhortó Bronce—. Ya de nada sirve ocultarse, ¿o sí?

Una docena de hombres ataviados en pieles se reveló desde detrás de las rocas que cubrían una sección del sendero.

—¡Míralos, Jo! —se burló el bandido de mayor corpulencia—. ¡Creen que pueden enfrentarse a una greda con esos palos!

—Ridículos, Dalton. Bajen las armas, idiotas —sugirió Jo—, o acelerarán su muerte.

—¿Quiénes son ustedes? —preguntó Alder, que sostenía su lanza por sobre su cabeza.

—¡Tú no preguntas, invasor! —dijo Dalton—. Tú respondes. Ahora, responde: ¿a qué reino pertenecen y qué hacen en mi territorio?

—No pertenecemos a ningún reino —intervino Bronce tras un instante—, y no era nuestra intención invadir su territorio. Desconocíamos que tenía dueño. Un par de señalizaciones no haría ningún mal, ¿no creen?

Una mujer se adelantó y se situó al lado de Dalton, que lideraba aquel gentío.

—Ese enano es un insolente, jefe. Ordene a las gredas que se lo coman.

—Ese bocadillo no aplacaría su hambre—reconoció Dalton..

La grotesca criatura que Bronce encaraba agitó sus mandíbulas. Él aferró su arma.

—Somos paganos —declaró—, no pertenecemos a ninguno de los reinos que los han obligado a vivir acá, entre estas rocas olvidadas. Cuando gritemos victoria, los beneficios que recibirán serán inmensos.

—He escuchado muchas historias sobre los paganos —dijo Jo—. ¿Dónde está el ejército de miles?

—A mí me contaron que no eran más de veinte —comentó la mujer—. Quizá estos son todos.

—¡No pueden ser paganos! —dijo Dalton—. Fíjate en sus ropas, ¿crees que un ejército revolucionario de leyenda vestiría así? Estos no son más que un grupo de desterrados y errantes que se perdieron en el camino.

De un momento a otro, Alder se adelantó unos pasos, dispuesto a defender el honor de su congregación. Un gesto brusco de Bronce bastó para que se detuviese.

—Si han escuchado de los paganos, con toda seguridad han escuchado de mí.

—Por supuesto —dijo Jo—, en las fábulas que me cantaba mi madre cuando niño para que me comportase ¡Un enano armado y liderando hombres! Quién lo diría.

—Mi nombre —continuó haciendo caso omiso a las provocaciones— es Bronce Vozgruesa.

Los murmullos entre los salvajes se calmaron.

—¡Bronce Vozgruesa! —repitió uno—. Escuché que es un gigante que lleva un hacha en cada mano.

—No —corrigió otro—: es un enano, pero con la fuerza de un gigante.

Una sonrisa se dibujó en el rostro de Bronce.

—No existe rumor que no contenga un poco de verdad. —Elevó su hacha de doble filo para que todos la contemplasen. Su diseño era soberbio.

El líder de los bandidos avanzó hasta posicionarse a pocos pasos de Bronce.

—Para ser un guerrero de renombre, del que se dice vivió en el gélido sur por años masticando la carne de los huargos, te ves bastante atemorizado ante mis lagartos. —Colocó su mano repleta de cicatrices sobre el lomo de la criatura—. ¿No son acaso los huargos monstruos del mismo tamaño que una greda, pero más feroces?

—¡Feroces! —rió Bronce a carcajadas, despertando el sobresalto en ambos bandos—. Feroces no hace más que ensombrecer la reputación de los huargos, mi amigo. —Dio un paso al frente, decidido, ante la confusión de la greda—. En el sur, mientras moría de frío, maté a aquellos perros infernales con esta hacha y me alimenté de su carne y bebí su sangre y me abrigué con su piel. Un tajo certero bastaba para seccionarles la garganta. —Tras decir esto, surcó el aire con su arma, que se clavó firmemente en la roca—. ¿Del tamaño de una greda, dices? ¡Ja, ja! Los huargos son cinco veces más grandes, y sus colmillos son tan voluminosos como mi antebrazo. Es más, ¿para qué contártelo si te lo puedo enseñar? He aquí un recuerdo que guardé de una de mis víctimas.

Se retiró el objeto que colgaba de su cuello para mostrárselo a todos los presentes. Se trataba de un inmenso cono curvo blanco unido a una tira de cuero.

—Yo... —empezó a balbucear Dalton.

—Y tienes razón, los paganos somos un ejército cuantioso. Da la casualidad que el resto ya marcha hacia aquí. Si esfuerzas la vista podrás verlos. —Señaló el noreste, cubierto de neblina—. Ah, ¿y te preguntas por qué me contuve ante la greda? Simple: soy un amante de los animales, y este bebé está en peligro de extinción. Ahora, ¿nos vas a dejar continuar o podré cambiar este colmillo que llevo por una de tus manos? No luciría tan mal como trofeo.

Dalton intentó evitar que el pánico se reflejase en su semblante, pero de todos modos ordenó la retirada. Las gredas se enterraron en los hoyos de los que habían surgido y siguieron a sus dueños.

Tras un minuto de precavida atención, Bronce Vozgruesa giró en redondo y ofreció una cálida sonrisa a sus compañeros, que celebraron el éxito de los alegatos entre jubilosos vítores. Se apresuraron a empacar y retomar el recorrido.

—Así que ahora te debo llamar Bronce, el Matahuargos, ¿eh? —dijo Alder minutos después, cuando ambos orientaban la caravana.

—No tengo idea de quién se habrá inventado esos cuentos. ¡Qué imaginación tiene la gente del sur! —contestó, bebiendo del cuenco de mármol fino en forma de colmillo que se balanceaba sobre su pecho.


Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top