Mudanza
Me quedé mirando el montón de cajas que se apilaban en mi nuevo dormitorio mientras suspiraba por tener Internet. No había podido actualizar mi blog desde que nos mudamos, y aquello era casi tan terrible como que me arrancaran un brazo o una pierna. Según mi madre, Jimin's book love es mi vida. Yo no diría tanto, la verdad, pero es cierto que para mí es importante. Para ella los libros no
significan lo mismo que para mí.
Suspiré. Llevábamos dos días aquí y todavía había mucho que desempaquetar. Odiaba ver cajas por todas partes. Eso me desagradaba incluso más que estar aquí.
Por lo menos, desde que nos mudamos a la puritana Virginia Occidental ya no me sobresaltaba ante cualquier crujido: aquella casa parecía salida de una película de terror. Hasta tenía una torre. ¿Para qué leches quiero yo una en casa? Ketterman no es una población propiamente dicha; lo que quiero decir es que no es un pueblo <<de verdad>>. El núcleo más cercano es Petersburgo, que como mucho tendrá tres semáforos en total... Está cerca de otros pueblos en los que seguro que no hay ni un Starbucks en kilómetros a la redonda. No íbamos a recibir el correo en casa: tendríamos que ir en coche a Petersburgo y recogerlo allí.
La barbarie.
De repente, me asaltó la idea de que Florida se había esfumado en la nebulosa de kilómetros que habíamos recorrido porque mamá quiso empezar de cero. No es que echará de menos Gainesville, el tiempo, mi antigua escuela o nuestro apartamento... Me froté la frente con la mano con la mano mientras me apoyaba en la pared.
Echaba de menos a papá.
Y Florida era papá. Allí había conocido a mamá. Y todo había sido perfecto... hasta que empezó a desmoronarse. Los ojos me abrasaban, pero me negaba a llorar, porque así no iba a lograr cambiar el pasado, y a papá no le habría gustado saber que yo todavía seguía con lloriqueos a pesar de que había pasado tanto tiempo.
También echaba de menos a mamá. Añoraba a la madre de antes de que papá muriera. La que solía acurrucarse junto a mi en el sofá y leerme una de esas novelas románticas tan petardas que tanto le gustaba. Parecía que hiciera siglos de aquello.
Cuando papá murió, mamá empezó a trabajar de forma obsesiva. Antes siempre quería estar en casa. Después que sucediera aquello, parecía que quisiera estar lo más lejos posible de nuestro hogar. Al final se dio por vencida y decidió que teníamos que irnos de allí, muy lejos. Por lo menos, desde que vivimos aquí, parece que quiere estar más presente en mi vida, aunque siga trabajando como una esclava.
Había decidido hacer caso omiso de mi furia compulsiva interior y pasar totalmente de las cajas cuando percibí un aroma familiar.
Mamá se había puesto a cocinar.
Algo malo pasaba.
Bajé las escaleras a toda prisa.
Allí estaba ella, delante de los fogones, con su uniforme de lunares del hospital. Solo mi madre es capaz de llevar lunares de los pies a la cabeza y estar guapa. Mamá tiene un precioso pelo castaño y liso y unos ojos color avellana muy vivaces. Incluso con el uniforme puesto hacía que mis ojos grises y mi pelo castaño corriente y moliente pareciera del montón.
Además, yo soy... más redondito, por así decirlo. Tengo el cuerpo más ancho, los labios carnosos y los ojos muy pequeños.
Mamá se dio la vuelta y agitó la espátula de madera a modo de saludo, salpicando la cocina de huevo a medio cocinar.
-Buenos días, cielo.
Me quedé mirando aquel desorden, preguntándome cómo podría ofrecerme para arreglar aquel desastre sin herir los sentimientos de mi madre, que se estaba esforzando por parecer una de verdad. Aquello era un progreso enorme.
-Has llegado pronto a casa.
-Casi doblé mi turno entre ayer y hoy. Me las he apañado para trabajar de miércoles a sábado, desde las once hasta las nueve de la noche. Así me quedarán tres días libres. Y estoy pensando en trabajar a tiempo parcial en una de las clínicas de por aquí, o quizá en Winchester. -Despegó los huevos medio quemados de la sartén antes de colocarlos en dos platos y ofrecerme uno.
Ñam. Supuse que había llegado tarde para intervenir, así que me puse a rebuscar en la caja que estaba marcada como «Cubertería y demás».
-Ya sabes que no me gusta quedarme de brazos cruzados; por eso iré pronto a echarles un vistazo a esas clínicas.
Lo sabía, sí.
Y también sabía que la mayoría de los padres preferían cortarse un brazo antes que dejar a un adolescente siempre solo en casa; pero mi madre no era así. Confiaba en mí porque nunca le había dado ninguna razón para que pensara lo contrario. No porque yo fuera de los que nunca hacen nada... Bueno, vale, quizá si era esa la razón.
Supongo que soy aburrido.
En mi pandilla de Florida no era de los más calladitos, pero nunca faltaba a clase, sacaba buenas notas y era bastante buen niño. No porque me diera miedo desmadrarme o ser imprudente, sino porque no quería ser un problema más para mamá. Por lo menos, no entonces...
-¿Quieres que vaya hoy a comprar? No tenemos nada de nada.
Asintió y se puso a hablar con la boca llena.
-Hijo, estás en todo. Si pudieras ir a comprar sería genial. -Cogió el monedero de la mesa para sacar el dinero-. Con esto tendrás de sobra.
Me puse el dinero en el bolsillo de los vaqueros sin mirar cuánto me daba. Siempre me daba demasiado; se pasaba tres pueblos.
-Gracias -le dije entre dientes.
Se inclinó hacia delante, con un brillo en la mirada.
-Bueno, bueno... ¿Sabes que esta mañana he visto algo que me ha parecido muy interesante?
-¿El qué? -De ella se podía esperar cualquier cosa.
-¿Te has dado cuenta de que tenemos por vecinos a dos chicos de tu edad?
El sabueso que llevo en mi interior se despertó de repente, levantando las orejas.
-¿Ah, sí?
-Todavía no has salido de casa, ¿no? -Sonrió-. Y yo que pensaba que ya te habrías puesto manos a la obra para arreglar ese jardín tan ruidoso que tenemos ahí fuera.
-Tengo intención de arreglarlo, pero resulta que las cajas no se desempaquetan solas, ¿sabes? -Le dediqué una mirada mordaz. Adoro a mi madre, aunque era típico de ella que olvidara hacer tareas como esa-. En fin, dejémoslo y háblame de los chavales esos.
-Bueno; son dos, parecen de tu edad y luego está uno de los chicos... -Sonrió al ponerse de pie-. Está como un tren.
Me atraganté con un trozo de huevo. Que mamá hablara de los chicos de mi edad de esa manera me parecía muy fuerte. -Ay, mamá, no digas que está como un tren, que es muy raro.
Mamá se apartó de la encimera, recogió el plato de la mesa y lo llevó al fregadero.
-Cielo, puede que sea mayor, pero te aseguro que mis ojos funcionan de maravilla; especialmente hace un rato. Volví a sentir vergüenza.
-¿Es que tienes pensado volverte una asaltacunas? ¿Estás en plena crisis de los cuarenta y debo preocuparme?
Mi madre me miró por encima del hombro mientras aclaraba el plato.
-Jimin, hijo, espero que hagas un esfuerzo por conocerlos. Creo que sería bueno para ti que hicieras amigos antes de que empiece el instituto. -Se quedó callada un instante antes de bostezar-. Podrían enseñarte cómo es todo por aquí, ¿no?
Me obligué a no pensar en el primer día del colegio, en ser la nueva y todo lo que comporta. Tiré a la basura los huevos que no me había comido.
-Sí, supongo que me vendría bien. Pero no pienso acudir a su puerta para suplicarles que sean mis amigos.
-No tendrías que suplicarles nada si te pusieras uno de esos polos con algunos vaqueros tan bonitos que llevabas en Florida en vez de eso que llevas. -Tiró del dobladillo de mi camiseta-.
Bajé la vista. En mi camiseta se leía:«MI BLOG ES MEJOR QUE TU VLOG». Pues no estaba nada mal. ¿Qué tenía de malo?
-¿Qué prefieres, que me presente en paños menores?
Se dio unos golpecitos con los dedos en el mentón.
-Eso sí que sería una presentación que no olvidarían jamás...
-¡Mamá! -le dije riendo-. ¡Se supone que tendrías que gritarme y decirme que no es una buena idea!
-Cielo, ya sabes que sé que no vas ha hacer ninguna tontería.
Ahora en serio, haz un esfuerzo, hijo.
No sabía exactamente cómo debía llevar a la práctica lo de «hacer un esfuerzo». Bostezo otra vez.
-Bueno, cariño, voy a acostarme un rato para recuperar horas de sueño.
-Vale, yo me ocupo de ir a comprar comida. -Y quizá algo de abono y plantas. El jardín daba verdadera pena.
-¿Jimin? -Mamá se había quedado quieta junto a la puerta, con el ceño fruncido.
-¿Sí?
Sus ojos se ensombrecieron.
-Sé que este cambio es difícil para ti, especialmente antes de tu último año de instituto, pero era lo mejor para nosotros. Estar allá, en aquel apartamento, sin él... Había llegado el momento de que volviéramos a empezar. Es lo que tu padre habría querido.
El nudo en la garganta que creía haber dejado en Florida había vuelto.
-Ya lo sé, mamá. Estoy bien.
¿Seguro? -Apretó el puño. Los rayos de sol que se colaban por la ventana se reflejaban en la alianza dorada que llevaba en el dedo anular.
Asentí con la cabeza, en un gesto rápido, para tranquilizarla.
-Sí. E iré a ver a los vecinos.
Quizás puedan decirme dónde está la tienda. Y así haré un esfuerzo...
-¡Me parece perfecto! Si necesitas algo, llámame, ¿vale? -Los ojos de mamá se volvieron vidriosos a consecuencia de otro bostezo-. Te quiero, cielo.
Antes de poder decirle que yo también la quería, ya había desaparecido escaleras arriba.
Por lo menos mi madre estaba intentando cambiar, y yo estaba decidida a intentar encontrar mi hueco aquí.
No iba a esconderme en mi habitación, con el portátil, como mamá temía que hiciera. Aunque relacionarme con gente de mi edad no era lo mío. Prefería leer un libro y rastrear en plan psicópata los comentarios que dejaban en mi blog.
Me mordisqueé el labio. Oía la voz de mi padre, animándome con su frase preferida: «Adelante, Jiminshi , no seas un simple espectador». Erguí la espalda. Papá no era de los que se quedaban mirando la vida pasar...
Y preguntar dónde estaba la tienda más cercana era una razón de lo más inocente para presentarme. Si mamá no se equivocaba y aquellos chicos eran de mi edad, quizá mudarnos aquí no hubiera sido una cagada total.
Todo aquello era de locos, pero salí a toda prisa y atravesé el césped antes de tener tiempo de arrepentirme.
Subí de un salto al amplio porche, abrí la puerta de tela metálica, llamé a la puerta y me aparté antes de pasarme la mano por la camiseta para alisar las arrugas. «Todo controlado. Lo llevo bien.» Al fin y al cabo, preguntar por una dirección no tiene nada de raro.
Al otro lado se oyeron unos pasos contundentes y entonces se abrió la puerta y sin apenas darme cuenta me había quedado absorta contemplando un torso ancho, musculado y bronceado. Desnudo. Bajé la vista y creo que me quedé... sin respiración. Los tejanos le quedaban por debajo de las caderas y dejaban al descubierto una fina línea de oscuro vello que nacía debajo del ombligo y desaparecía bajo la cinturilla del vaquero.
Se le marcaban los abdominales: tenía una tableta de chocolate perfecta y muy apetecible. No esperaba que un chico de diecisiete años -la edad que sospechaba que tenía-. estuviera tan bien formado... Pero, vaya, no pensaba quejarme. Además, me había quedado sin habla. Y no podía apartar la vista de allí.
Cuando logré que mis ojos se desplazaran en dirección norte, me encontré frente a unas pestañas espesas que abanicaban la parte superior de unos pómulos marcados y que ocultaban la parte superior de sus ojos al bajar la vista para mirarme. Tenía que saber de que color eran.
-¿Necesitas algo? -preguntaron, molestos, unos labios carnosos y muy besables.
Tenía una voz profunda y firme; de esas acostumbradas a ser escuchadas y obedecidas sin vacilación. Las pestañas se alzaron, revelando unos ojos tan verdes y brillantes que no podían ser de verdad. Eran de un tono esmeralda intenso que destacaba por contraste contra la piel bronceada.
-¿Hola? -volvió a intervenir mientras apoyaba una mano en el marco de la puerta, inclinándose-. ¿Se te ha comido la lengua el gato?
Respiré hondo y di un paso atrás. Noté que me ponía roja como un tomate de la vergüenza.
El chico levantó el brazo para apartarse un mechón de la frente.
Miró a lo lejos y después me miró a mí.
-Te lo voy a preguntar... Cuando logré recuperar la voz quería morirme.
Me... me preguntaba si sabrías dónde está la tienda más cercana. Me llamo Jimin, me he mudado a la casa de al lado -seguí divagando mientras señalaba hacia mi casa- hace un par de días...
-Ya lo sé.
¿Ah, sí? Pues vale.
-Bueno, es que me preguntaba si alguien sabría decirme por dónde se llega a alguna tienda y quizá a algún sitio que venda plantas.
-¿Plantas?
No parecía que me estuviera haciendo una pregunta, pero yo me apresuré a responderle de todos modos:
-Sí, es que tengo un jardín delante de... Se limitó a arquear una ceja, desdeñoso.
-Ya.
Notaba que la vergüenza desaparecía y la rabia empezaba a ocupar su lugar.
-Bueno, verás, tengo que comprar plantas...
-Para el jardín; ya lo he pillado. -Apoyó la cadera contra el marco de la puerta y se cruzó de brazos. Algo brillaba en sus ojos verdes. No era enfado; era algo diferente.
Respiré hondo. Si aquel tío me pegaba otro corte... Mi voz adoptó el tono que mi madre usaba cuando me veía jugando con objetos puntiagudos de pequeño.
-Me gustaría saber dónde puedo encontrar comida y plantas.
-¿Sabes que en este pueblo no hay más que un semáforo y gracias, verdad? -Arqueaba las cejas hasta el nacimiento del pelo, como si estuviera preguntándose cómo podía ser tan bobo. Entonces supe por qué le brillaban los ojos: se estaba riendo de mí, y encima iba de superior por la vida.
Durante unos instantes no pude hacer más que mirarlo. Probablemente era el tío más cañón que había visto en toda mi vida, pero era un cretino total.
Ver para creer.
-Bueno, solo quería saber por dónde tenía que tirar. Veo que no he venido en el mejor momento.
Levantó la comisura de los labios.
-Nunca será un buen momento para que vengas a llamar a mi puerta, niño.
-¿Niño? -repetí incrédulo.
Volvió a arquear aquella ceja burlona que ya empezaba a odiar.
-No soy ninguna niño, tengo diecisiete años.
-¿Ah, sí? -Pestañeó-. Pues parece que tengas doce. Bueno, no; trece.
La ira se me agolpaba en el pecho y me subía por la garganta.
-Oye, vale; perdona por molestarte. No te preocupes: no volveré a llamar a la puerta de tu casa, créeme. -Empecé a darme la vuelta para marcharme y no sucumbir al imperioso deseo de partirle la cara. O de ponerme a llorar.
-Eh -me dijo.
Me detuve en el escalón de abajo pero no quise volverme para que no se diera cuenta de lo disgustada que estaba.
-¿Qué?
-Ve a la carretera 2 y gira cuando llegues a la 220 en dirección norte; te llevará a. -Exhaló irritado, como si estuviera haciéndome un grandísimo favor-. Foodland está justo en el centro; lo verás seguro. Bueno, quizá a ti te cueste encontrarlo. Creo que está al lado de una ferretería. Allí encontrarás cosas para tus plantas.
-Gracias -musité antes de añadir entre dientes-, gilipollas.
Soltó una carcajada.
-Eso no es propio de un señorito, gatito. Me volví dando un respingo.
-Nunca vuelvas a llamarme así -le espeté.
-Es mejor que llamarle «gilipollas» a alguien, ¿no? -Salió por la puerta-. Qué visita tan estimulante. La recordaré mucho tiempo.
Aquello ya era suficiente.
-¿Sabes qué? Tienes toda la razón. Mira que llamarte gilipollas... Esa es una palabra que no te define bien -le dije sonriendo-: «subnormal» te pega más.
-Conque «subnormal», ¿eh? -repitió-. Eres un encanto.
Levanté el dedo corazón.
Se rió se nuevo y agachó la cabeza. Un mar de mechones se le deslizó sobre la frente y casi oscureció sus intensos ojos verdes.
-Que fino eres, gatito. Seguro que tienes una buena selección de gestos y de apodos interesantes que dedicarme, pero no me interesan.
En efecto, podía haberle dicho y hecho más cosas, pero me volví, muy digno y regresé a casa pegando unos buenos pisotones sobre el césped, sin darle el placer de saber lo enfadada que estaba. Antes siempre había evitado sacar el arpía que llevaba dentro. Cuando llegué a mi coche, abrí la puerta con un gesto brusco.
-¡Hasta luego, gatito! -dijo riéndose mientras daba un portazo.
Unas lágrimas llenas de rabia y vergüenza me quemaban los ojos. Metí las llaves en el contacto y di marcha atrás. «Haz un esfuerzo», me había dicho mi madre. Eso es lo que pasa cuando haces un esfuerzo.
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