37- El nacimiento de Alejandro Magno.

   Filónico, natural de la zona de Tesalia, contemplaba indignado a Bucéfalo, su potro. No dejaba de darle coces al que pretendía montarlo y de pararse en las patas traseras. Incluso a Filipo II, el rey. Poco faltaba para que este empezara a considerarlo una ofensa y los lanzara de allí a las patadas. Había estado toda la tarde intentándolo sin éxito, al igual que sus hombres. Ahora la oscuridad los engullía y los iluminaban varias fogatas. Y el resplandor de la luna, que lucía un matiz rojizo.

  El equino dirigió la mirada hacia su dueño, como si le rogara algo evidente que él no sabía interpretar. La ancha cabeza de toro, que le daba el nombre, se hallaba coronada por una estrella blanca, que destacaba contra el pelaje azabache. Esto lo convertía en algo especial, casi en un regalo de los dioses. Filónico le hizo un gesto de enfado, pero el caballo no se dio por aludido. Seguía empecinado, cualquiera diría que esperaba a alguien.

  Lo que más lo fastidiaba era que pudo haberlo ofrecido en numerosas ocasiones, en todas las ciudades, pueblos y aldeas por los que pasaba. En cambio, prefirió reservárselo a Filipo para congraciarse con él, puesto que se erigía como el soberano más importante de la región.

  Por este motivo, había superado las enormes mesetas y las cordilleras llenas de trampas. Había recorrido Macedonia desde el Monte Olimpo hasta el lago Ocrida y desde el Macizo de Ródope hasta los Montes Pindo. Es decir, de sur a norte y de este a oeste, ofreciéndole a los posibles compradores el resto de su manada. ¿Y todo para qué? Para hacer el ridículo ante los nobles de la capital macedonia, por culpa de este caballo terco.

  Como si le leyera el pensamiento y no estuviera de acuerdo, Bucéfalo lo observó con detención, bufando. Recorría el descampado todo lo que le permitía la cuerda que Filónico sostenía, resoplando al mismo tiempo, como si exigiera su libertad. O vanagloriándose por haberlos hecho morder el polvo.

—¡Llévatelo de aquí! —exclamó al fin Filipo, harto de intentarlo—. ¡Esta bestia es salvaje, fiera y sádica, como mi cuarta esposa!

  Los hombres contuvieron la carcajada a punto de salir. Se notaba que el rey se encontraba al límite y no soportaría la hilaridad de los demás. Al fin y al cabo, todos conocían o eran testigos de sus desavenencias matrimoniales con Olimpia y no deseaban hacer leña del árbol caído.

  Sin embargo, en ese instante se adelantó Alejandro y levantó la mano derecha, deteniendo a su padre. Los ojos le brillaban, resaltando que eran de distinto color, uno azul y el otro marrón, como los elegidos por Zeus. La cabellera rubia y brillante se movía con la brisa. Lo miraron con respeto, aunque solo era un niño, pues superaba a todos los hijos legítimos de Filipo. Incluso era el mejor si lo comparaban con sus numerosos bastardos, aunque estos no contaban para la sucesión. Lo observaron con respeto... hasta que habló.

—¡Qué corcel único pierdes, padre, por no saber cómo tratarlo! No posees la paciencia suficiente como para intentarlo una y otra vez hasta conseguirlo —lo recriminó Alejandro, con las palabras y gestos de un sabio.

  Los demás supusieron que aquel comentario acerca de su madre lo había molestado. ¿Por qué razón? Porque desautorizaba a Filipo frente a sus camaradas, como si fuese su igual.

—No sabes cómo montarlo —insistió el chico—. Usas la fuerza en lugar de mucha maña. La fuerza hay que utilizarla cuando libras guerras con tu ejército, no en otras circunstancias.

  Los asistentes se paralizaron ante este comentario. No se escuchaba ni el vuelo de un mosquito. El padre, en cambio, lanzó una estrepitosa carcajada: el sonido de la risa se extendió por el valle y provocó que los demás potros y yeguas levantaran las cabezas y lo miraran.

—Cuestionas a los que son mucho mayores que tú, Alejandro —y luego, molesto, le preguntó—: ¿Crees que podrías hacerlo mejor que nosotros? ¿Piensas que eres capaz de montar este potro salvaje?

—Por supuesto, Bucéfalo será mío porque lo puedo guiar mejor que nadie —le respondió con seguridad, aproximándose a Filipo.

—Y si fallas, ¿cuál será tu castigo por tanta falta de respeto y temeridad? —insistió el rey, con las manos en las caderas, acercándose hasta rozar a Alejandro y mirándolo desde su altura, con la finalidad de imponerse ante el niño.

—¡Por Zeus te prometo que te pagaría el precio que pide Filónico por Bucéfalo! —le juró y luego agregó, sin amilanarse—: Pero cuando lo monte serás tú el que se lo pague. Y me lo regalarás, porque Bucéfalo y yo estamos destinados a compartir nuestras vidas.

  Todos se echaron a reír, no lo creían capaz. Eran los mejores jinetes de Macedonia y estaban cansados de intentarlo durante horas sin ningún resultado.

  Alejandro los ignoró. Caminó hasta el potro, con calma. Le preguntó:

—¿Me esperabas, Bucéfalo?

  Y él pareció entenderlo pues mientras el jovencito le susurraba se mantenía quieto, atento a sus palabras. Así estuvo durante treinta minutos, en tanto los demás contenían la respiración, como si fueran testigos de algún prodigio.

  Transcurrido este lapso, el niño acercó su palma para que el potro la oliera. Luego, le acarició la estrella, cariñoso, y continuó frotándole el cuello y el lomo lustroso. Así, durante media hora más.

  Finalmente, de un salto, lo montó. Lo controló con el freno, apenas. Daba la impresión de que Alejandro lo fascinaba  y de que lo reconocía como su igual. Después de un breve período en el que permitió que el potro se acostumbrara a su peso, le soltó las riendas. Corrieron por el valle, a toda velocidad. Parecía Helios surcando el cielo, solo le faltaba el carro, pues las crines de Bucéfalo reflejaban el fulgor de la luna y eran de luz.

  Alrededor de quinientos años después, el historiador griego Plutarco diría que Alejandro Magno puso a Bucéfalo frente al sol porque, al ver su sombra, el caballo se inquietaba y desmontaba a sus jinetes, algo de lo que no se habían percatado los demás. La realidad era, en cambio, que el chico lo cabalgó a la hora bruja.

  Filipo lo abrazó, emocionado, una vez el niño regresó; el resto lo aplaudía y vitoreaba como si fuese un héroe o un dios. Después le dio un beso en la cabeza y, admirado, expresó:

—Busca, hijo mío, un reino igual a ti. Macedonia te queda pequeña.

  Ahí mismo el rey decidió que haría que el filósofo Aristóteles lo instruyera, aunque tuviese que prometerle que reconstruiría su ciudad, Estagira, y que devolvería allí a sus habitantes. Filipo la había arrasado durante sus conquistas. El muchacho merecía lo mejor: se culpabilizaba por haberlo tratado de una manera injusta a causa de su madre. Temía que, por influencia de Olimpia, al igual que Zeus con Crono se rebelara contra él para ocupar su lugar. Alejandro no era responsable de la forma en la que había sido engendrado ni de las fuerzas sobrenaturales que su progenitora había puesto en funcionamiento. Solo meditar en ello le erizaba la piel.

  Porque la noche antes de que se unieran en matrimonio, en el tiempo muerto, se había desatado una tormenta que hacía danzar los pinos cercanos, desgarrándolos. Los crujidos de las ramas se unían a los estampidos de los truenos, superponiéndose unos a otros. Olimpia y él habían visto cómo, desde el cielo, un rayo iluminaba la noche y descendía justo sobre el vientre de la mujer. Allí se había deshecho en pequeños fogonazos los que, al caer sobre el suelo, provocaban incendios. No obstante ello, su prometida había salido indemne.

  Filipo se había quedado pasmado. Había conocido a Olimpia en una ceremonia en honor a Dioniso, de las que ella era asidua, meciéndose sensualmente con sus amados reptiles al son de cítaras, liras, salterios, sistros, panderetas. Pero esto no lo había asustado sino excitado y, además de sus tierras, había determinado que él ambicionara, también, su belleza y su conocimiento acerca del sexo. Verla rodeada siempre de serpientes y boas no había sido plato de buen gusto, pero, con reticencia, lo había tolerado.

  Sin embargo, que en medio del rugido de la Naturaleza un rayo la traspasara, dejando una estela de olor a azufre y metal, y que no le hiciese nada, había estado a punto de que abandonara su intención de desposarla.

  Quizá Olimpia hubiese leído en su rostro el rechazo porque lo había tranquilizado:

—No dudes, Filipo, ni tengas miedo. Esto es obra de Zeus, para ponernos en conocimiento de que aprueba nuestra unión.

  Después de mucho insistir y besarlo, se había convencido de que la hermosura de Olimpia era demasiado seductora como para seguir de largo y olvidarse de ella. Además, se había negado a acostarse con él hasta estar casados. Lo tentaba a pesar de que Filipo, por aquel entonces, tenía ya tres esposas y numerosas amantes. Asimismo, muchos compañeros de cama masculinos elegidos entre sus colegas.

  Poco tiempo después de que se casaran, también a la hora bruja, había soñado con un extraño vestido de negro. Este le había puesto un sello, con el dibujo de un león, a Olimpia en el vientre. Filipo había consultado a todos los astrólogos y adivinos, que le respondían como una sola voz lo mismo: debía vigilar a su mujer porque le iba a ser infiel. Aristandro de Telmisio había sido el único que le había proporcionado consuelo, al decirle que su sueño significaba que su esposa estaba embarazada. Y que nacería un niño tan valiente como estos felinos, alguien que dejaría su huella en la Historia y que nadie podría superar. Un guerrero invencible.

  Al entrar en sus aposentos justo a medianoche, cuarenta y ocho horas después de la premonición, había sido testigo de cómo vigilaba el descanso de Olimpia una figura enfundada en ropajes de color carbón. Ella dormía sin percatarse de esta presencia. Filipo había dado marcha atrás, sin hacer ruido, y cerrado la puerta. Luego, había colocado el ojo derecho sobre una rendija, puesto que lo que ocurría no era normal y generaba el pánico en él. Si se hubiera tratado de un amante humano lo hubiese traspasado con su espada sin el menor titubeo. Pero todo lo que guardase relación con los dioses lo atemorizaba.

  Así, escondido, había visto unos colmillos descomunales aproximándose al cuello de su esposa... Y sería lo último que su ojo derecho contemplaría: de la mano del visitante nocturno había surgido un rayo que había traspasado la madera de la puerta, vaciándoselo. Nueve meses exactos después de este acontecimiento, Olimpia daba a luz a Alejandro.

  Nunca había vuelto a acostarse con ella. Todos murmuraban que Filipo la había visto yacer con un basilisco o con un dragón o con el propio Zeus. Lo cierto: él intentaba olvidar esos colmillos unidos a un cuerpo, que parecía humano pero que no lo era. Unos colmillos que seguían apareciéndose en todas sus pesadillas. Resultaba imposible olvidarse porque cada cierto tiempo veía su silueta en la distancia, siempre a la hora bruja, escabulléndose por algún recoveco del palacio.

  Sacudió la cabeza para borrar estas reflexiones. No tenía sentido recordar aquello que le generaba rechazo hacia su hijo. El niño parecía un dios, rubio platino y con un ojo azul y el otro castaño, provenía de Zeus. Y, por este motivo, siempre lo trataría como propio. Al fin y al cabo, su nacimiento le había traído suerte: el mismo día había ganado la batalla contra los Ilirios, gracias a Parmenión, y, además, había vencido en los juegos olímpicos. No había duda de que la venida al mundo de Alejandro tenía mucho de divina: la propia diosa Artemisa había abandonado su templo en Éfeso para asistir a Olimpia en el parto y, por su ausencia, el fuego lo había consumido hasta los cimientos.

  Pero había sido una señal favorable: debido al incendio, había corrido de boca en boca que el bebé estaba destinado a conquistar Asia, despertando las esperanzas de los macedonios. Y, con el paso de los años, el rumor se había convertido en una certeza. Los que a diario se cruzaban con el chico o convivían con él tampoco lo cuestionaban, puesto que, además de ser guapo y superdotado, su piel emanaba perfume a orquídeas. Inclusive resultaba más potente cuanto más transpiraba al hacer ejercicio físico. Otro síntoma que corroboraba que era el hijo de Zeus y que el dios siempre lo protegería.

—Padre, iré a dar un largo paseo con Bucéfalo, no me esperéis aquí —el chico le comunicó a Filipo.

—¿Ahora? —le replicó él, asombrado—. Es muy tarde, hay criaturas que se ocultan en la noche. Mejor vuelve conmigo a palacio.

  Alejandro, por respuesta, espoleó al potro y se perdió con él en el valle. Instintivamente, el animal sabía dónde pisar cuando alguna nube eclipsaba la luz de la luna. Cerca de una arboleda y, de improviso, frenó la marcha. Una sombra, que surgió de detrás de un pino, se acercaba a ellos. El caballo, con recelo, volvió a dar coces y a pararse en dos patas, aunque en dirección a la presencia y teniendo cuidado de no molestar demasiado al jinete.

—¡Quieto! —exclamó el recién llegado y Bucéfalo se calmó en el acto; luego, bajó al chico y lo puso sobre el suelo.

  Alejandro observó atentamente los rasgos del intruso mientras este lo tenía entre los brazos: el pelo rubio igual al suyo, el cuerpo alto y macizo, la tez casi transparente, la ropa oscura.

—Te he visto antes en palacio, de lejos —le dijo el niño—. ¿Quién eres?

—Tu padre, Alejandro —manifestó el desconocido, palmeándole el hombro—. Tu verdadero padre.

—¿Eres Zeus? —le preguntó el muchacho, intrigado.

—Sí... soy Zeus —le respondió él, titubeando.

—¿Y por qué vienes recién ahora a decírmelo? —lo recriminó, con lógica.

—Porque hoy te has hecho mayor y comienza realmente tu preparación, hijo —le explicó, hablando con lentitud y en un tono suave—. Veo el futuro, ¿sabes? Conquistarás ciudades y civilizaciones enteras. Gracias a tus hazañas las generaciones venideras olvidarán los logros de Filipo. Serás un héroe, un dios... Siempre estaré cerca y, si me necesitas, llámame y acudiré enseguida en tu ayuda... Quería que lo supieras...

—¿Cómo? —quiso saber Alejandro—. ¿Cómo hago para llamarte?

—Deja fuera un pañuelo con una gota de tu sangre en él... así sabré que precisas mi auxilio —le indicó, acariciándole la cabeza—. ¿Sabes? Estoy orgulloso de ti. Harás lo que yo no pude hacer, hijo. Serás mucho más grande que el hombre que yo estaba destinado a ser, nos superarás a todos... Ahora vuelve a casa, Alejandro. Escondidas en la oscuridad hay criaturas que no deberías ver en este momento.

—Gracias, padre, te honraré siempre y te haré muchas ofrendas —manifestó el niño, abrazándolo: su cara le llegaba a la cintura—. Gracias, Zeus.

  Alejandro lo sentía mucho más cercano que a Filipo. Luego, le dio un toque a Bucéfalo con el pie derecho y giró en dirección al palacio. Era la hora bruja, una vez más: todos los acontecimientos relevantes para él, ocurrían entre medianoche y las tres de la madrugada.

  El extraño continuó observándolo hasta que se perdió en la distancia y ya no corría peligro. Con sus ojos de distintos colores, azul y marrón, iguales a los del pequeño. Cuando estuvo seguro de que se había ido y que no regresaría, entró en la arboleda. Buscaba a un campesino que se había perdido allí esa jornada y que ahora encendía una hoguera, recostado contra un pino.

—¿Quién er... —comenzó a preguntar el hombre, cuando reparó en su presencia.

  No le dio tiempo a terminar la frase: se lanzó sobre él y le clavó los colmillos en la yugular. Le succionó hasta la última gota de sangre. Luego lo abandonó allí, para que fuese pasto de otros depredadores de la zona. Estaba sediento. ¡Demasiadas emociones juntas!

  Escribí el cuento tomando como base muchas de las leyendas que giran alrededor del nacimiento de Alejandro Magno, modificándolas muy poco.  Podéis leer sobre ellas y sus hazañas en las siguientes obras:

1- Vidas paralelas. Alejandro-Julio César, de Plutarco, páginas 9 a 82. Editora Espasa-Calpe, 1950, Argentina.

2- Alejandro Magno, de Mary Renault. Comunicación y Publicaciones, S.A, 2004, Barcelona.

3- Zeus conquista el Olimpo, de Marcos Jaén Sánchez. RBA Coleccionables, SAU, 2017, Barcelona.

4- Alejandro Magno. El superhombre y su época. Muy Historia, Biografías, G+J España, 2015, Madrid.

5- Alejandro Magno. La batalla de Gaugamela. Historia, National Geographic, Nº 164, 10/2017, RBA, Barcelona, páginas 62 a 73.

6- Mitos y leyendas de todos los tiempos. Muy Historia, Nº 62, abril/2015, G+J, Madrid.


https://youtu.be/yCheqTTKgt4

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