12- Dulcinea del Toboso.

"Llamábase Aldonza Lorenzo y a éste le pareció ser bien darle el título de señora de sus pensamientos..."

El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha,

 Miguel de Cervantes Saavedra, Primera Parte, Capítulo I.

ᅳ¡No huyáis, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete! ᅳgrita Don Quijote, corriendo detrás de ellos con la lanza en alto.

  Sancho, su escudero, se lleva las manos a la cabeza. Se supone que los gigantes constituyen la última barrera que deben superar, para que su señor llegue junto a su amada Dulcinea y disfrute de su presencia. Mira, remira, se frota los ojos. Pero sólo observa al caballero acometiendo a treinta o cuarenta molinos de viento.

  La brisa hace que sus aspas se muevan. Giran con fuerza suficiente como para destrozar la lanza en cientos de trozos y tirar a Don Quijote y Rocinante por los aires.

ᅳ¡Allá vamos otra vez! ᅳmurmura el fiel servidor, rascándose la abundante tripaᅳ. ¡Preparados para recibir más palizas!

  Sin embargo, cuando una nube cubre el sol que cuartea el terreno con su fulgor, Sancho Panza se percata de que la apariencia de las figuras es demasiado engañosa, algo que a él se le ha escapado. Sí son gigantes, con brazos que intentan hacer trizas al caballero y su corcel. Cuando la nube pasa, una vez más contempla molinos. Se restriega tanto los ojos que está a punto de hacerlos saltar.

  ¿Qué bruja habrá sido capaz de echar una maldición sobre este punto perdido de La Mancha? Porque no tiene la menor duda de que las visiones son obra de una magia muy antigua y poderosa.

  Se siente culpable. Ha llegado a creer que su señor había perdido el seso. En el intento de emular las gestas de caballería en un mundo donde los caballeros ya no tienen cabida. Hasta hace un par de segundos, ha creído que Alonso Quijano era un demente persiguiendo un sueño imposible. Y con ínfulas de grandeza, además, porque no le parecía bastante su verdadero nombre y su humilde condición de hidalgo.

ᅳ¡Fiel Sancho! ᅳgrita el caballero mientras se levanta del suelo y tira de las riendas de Rocinante, para ayudarlo a que se ponga en pieᅳ. ¡Venid pronto en mi auxilio u os quedaréis sin trabajo! Estos gigantes están a punto de acabar conmigo.

  Y no le falta razón. Gruesas nubes vuelven a esconder el sol y el sirviente comprueba que las treinta o cuarenta figuras dirigen sus pasos pesados hacia el hombre. Antes sólo lo han atacado un par. ¿Cómo saldrán de ésta luchando contra una multitud? No es un fervoroso católico pero igual se persigna.

  De improviso, cientos de jinetes se aproximan en dirección a ellos. Todos con armaduras doradas que brillan cuando algún rayo se cuela a través de los nubarrones. Los yelmos no permiten verles los rostros. Ni siquiera al que los comanda, el más aguerrido.

  Cuando están al lado de los gigantes, desenvainan las espadas. Pronto, trozos de brazos y piernas empiezan a volar para todos lados. Ríos de sangre riegan la seca pradera. El ejército de desconocidos es implacable: al girarse los colosos y pretender escapar, los persiguen hasta eliminarlos a todos, uno a uno.

  Parecen fuerzas de la Naturaleza. Un terremoto, un huracán o un volcán: en apenas quince minutos dan cuenta de todos los monstruos. Al terminar, gritan, felices.

  Sancho, desde donde se encuentra, ve cómo los caballeros se acercan a los que yacen tirados. Se quitan los cascos y, dejando visibles sus largos colmillos, empiezan a beberles la sangre, sedientos. El sirviente gime: no sabe si es peor el remedio que la enfermedad. Quizá, cuando terminen con ellos, vengan a dar cuenta de su señor y de él.

  El comandante se acerca a don Quijote y le pregunta, con voz que retumba dentro de la armadura y parece multiplicarse:

ᅳ¿Sabéis quién soy?

ᅳ¡Claro que sí!, mi muy amada Dulcinea del Toboso ᅳle responde su señorᅳ. He venido tal como os he prometido, sin importar los obstáculos que las maldiciones de los encantadores han sembrado en mi camino.

ᅳ¡Seguidme! ᅳle ordena el comandanteᅳ. Vamos en dirección a esa construcción.

  Es el fin y el caballero ni siquiera se percata de ello, inmerso como está en su mundo particular. Al menos eso es lo que piensa Sancho Panza, que vuelve a llevarse las manos a la cabeza: de este lío no hay forma de salir. ¡Confundir a la labriega Aldonza Lorenzo con el implacable comandante de un poderoso ejército!

  Observa cómo el guerrero desmonta y camina al lado de Don Quijote hasta la pequeña choza. "¡Nunca os volveré a ver!", se dice, asustado, "¿Qué será de mí después?"

  Su señor va directo al matadero, decidido, hasta que lo deja de ver. Cuando traspasa el umbral junto al comandante de los vampiros, éste le pide:

ᅳAyudadme a quitar esto.

  Así, Alonso lo va despojando de los guantaletes y de la armadura y de la cota de malla, hasta que queda en túnica. Deja el yelmo para el final.

ᅳ¿Y? ᅳse sorprende el comandanteᅳ. ¿No tenéis apuro por saber quién soy?

ᅳYa sé quién sois ᅳle responde él, seguroᅳ. Mi amada Dulcinea, ya os lo dije.

  Cuando le retira el yelmo con fuerza, la cabellera castaña de la chica sale disparada sobre la espalda. La piel es más blanca, ha perdido el brillo dorado de tantas horas bajo el sol.

ᅳNo habéis dudado ni un solo segundo ᅳmanifiesta Dulcinea, mirándolo con ternura y poniéndole los brazos alrededor del cuelloᅳ. ¿Estáis seguro de que deseáis uniros a mi ejército inmortal?

ᅳYa os lo dije, mi querida Aldonza: soy vuestro por toda la eternidad.

ᅳDulcinea, os lo ruego ᅳle pide ella, besándolo en los labios con ganasᅳ. Os comenté que así me gusta más.

ᅳYo soy esclavo de vuestros deseos, así que disculpadme por el error.

  Y Dulcinea le va quitando a Don Quijote, pausada, la improvisada armadura y la ropa. Los ojos le brillan con una mezcla de amor y deseo, puesto que jamás el gentil caballero ha dudado de su valía. Incluso a riesgo de que lo tomasen por loco.

Don Quijote y Dulcinea, muy enamorados...



https://youtu.be/8iHOwycTBtA

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