𝓘ɴᴛʀᴏᴅᴜᴄᴄɪᴏ́ɴ


«Y así fue también como los mejores planes de Sherlock Holmes fueron arruinados por el ingenio de una mujer. Antiguamente mi compañero acostumbraba burlarse mucho de la supuesta inteligencia femenina, pero no he oído que lo haga a últimas fechas. Y cuando habla de Irene Adler, o cuando se refiere a su fotografía, siempre lo hace bajo el honorable título de la mujer».

Cerrar el libro me llena de satisfacción. Leer a Arthur Conan Doyle durante mi horario laboral era lo menos que podía hacer cuando la biblioteca estaba desierta. Siempre he dicho que Sherlock Holmes es mi espíritu animal y que todo lo que he aprendido lo hice gracias a él. 

Ser observadora me hizo ganar alguna que otra medalla, una reputación intachable ante el departamento de policía de Westwood y bastantes enemigos que nunca dudaron en enviarme innumerables amenazas en forma de animales muertos y fotografías de mi familia.

El jefe de policía, John Murray me aconsejó tomarme unas vacaciones para despejar mi mente de mis enemigos, pero nunca acepté. Ser la mejor detective era mi sueño desde los dieciséis años y perder a la única persona que me importaba fue la motivación que necesité para formarme en la Academia y convertirme en la mano derecha de Murray.

Inicié como becaria administrativa y poco a poco fui adentrándome en ese mundo penitenciario, donde disfrutaba el detener a los criminales y resolver casos en los que la policía se encontraba perdida.

Pero todo eso cambió cuando un día, sin previo aviso, John me hizo entrega de mi carta de renuncia. No tuve otra opción que firmarla y salir de la comisaría con la frente en alto. Mis colegas fueron amables ante la situación, pero sé, muy en el fondo que lo disfrutaron. Y hoy en día me sigo preguntando, ¿acaso siempre fui una piedra en el zapato para ellos?

Sin embargo, eso ya no me importa.

Ocasionalmente resuelvo casos, algunos que involucran mascotas perdidas e infidelidades. Las personas acuden a mí y después de alabar mi inteligencia y astucia, me piden ayuda con sus problemas. Y, aunque siempre intento negarme, hay algo en mí que lo impide y sé exactamente qué es: culpa.

El aroma del ambiente cambió y escuché pasos acercarse a mí. Levanté la mirada y me encontré con aquel muchacho regordete, pecoso y de cabello despeinado que siempre venía los viernes, cinco minutos de finalizar mi turno.

—Buenas tardes, señorita Hudson —dijo Charlie Thompson con la cara enrojecida y falto de aliento. Sus pupilas estaban dilatadas, el sudor de su frente y el temblor de sus manos me indicaban que estaba nervioso.

—Señor Thompson —saludé de vuelta, esperando por el libro que debía devolver—. ¿Otra vez se averió su auto? —comenté en cuanto me hizo entrega del préstamo literario.

Tuve que morderme la lengua para no hacer observaciones de más. No me considero tan buena como lo es Sherlock en sus historias, pero siempre intento no cometer el mínimo error que podría llevarme por el camino equivocado.

—¿Cómo sabe lo de mi auto, señorita Hudson? —preguntó el muchacho sacando un pañuelo de su bolsillo, para acto seguido, secarse el sudor de la frente.

Me mordí el labio y contuve la respiración. Era algo completamente difícil, sin embargo, no podía evitar lucirme.

—No lo supe, lo vi. Las manchas de sudor fresco en tu playera indican un gran esfuerzo físico, estás acalorado y sin aliento, debido a tu falta de condición. Quizás viniste desde tu casa corriendo debido a que la biblioteca está a punto de cerrar y hoy se vence tu préstamo —sonreí.

—Señorita Hudson..., usted sí que es impresionante —confesó, evidentemente asombrado por mi sencilla deducción.

—Una deducción muy básica, yo quiero un verdadero reto —dije registrando la devolución en el sistema.

Confieso que de vez en cuando me gusta atormentar a la gente, y cuando me aburría de estar sentada en silencio durante diez horas, me disponía a observar a todos y practicar mis habilidades. Tal vez ya no era una detective, pero eso no significaba que debía desistir de lo que me apasionaba.

Me levanté de mi asiento y con libro en mano me dirigí por los pasillos, buscando el estante correspondiente. Dejé el libro en su lugar y, a través del estante pude ver a Charlie Thompson de pie frente al mostrador.

Fruncí el ceño, molesta por su presencia. Era bastante obvio lo que pretendía y aunque le demostrara mi evidente falta de interés, insistía en volver cada semana con sus intentos de flirteo. Charlie si bien era una buena persona, no era lo suficientemente interesante como para llamar mi atención.

No era como él y ningún otro lo será.

Sentí una molestia en mi estómago y supe de inmediato que la incomodidad volvía a mí. Un sentimiento de culpa por un hecho del pasado que hasta el día de hoy me atormenta. Siempre que regreso al escenario, nunca encuentro ninguna pista ni señal que me devolviera la ansiada paz que tanto necesitaba.

Siempre he pensado que en el momento en que pueda resolver ese caso, por fin podría dejar mi trabajo como detective, mientras eso no ocurriera, no abandonaría mi misión.

He revisado las carpetas, las notas periodísticas y los registros forenses y no encontré nada que me dijera lo contrario a lo que se decía.

Resoplé y me di media vuelta, daría un rápido recorrido por la biblioteca esperando que Charlie se fuera. No me sentía capaz de rechazarlo directamente, pero tampoco tenía el valor de confrontarlo. Él me incomodaba. Era una sensación bastante familiar que, aunque lo intento, no puedo recordar.

Di un vistazo rápido a los estantes, verificando que todos y cada uno de los libros hubiesen sido acomodados en sus lugares correspondientes y sonreí satisfecha de que los usuarios sean lo suficientemente competentes como para no esperar que yo los tenga que acomodar.

Mi teléfono celular vibró en el bolsillo de mi pantalón, ignoré la notificación que podría ser una actualización de las redes o un mensaje de texto. Volví a mi sitio y apagué la computadora. Charlie se había marchado, lo que me alivió momentáneamente.

Tan pronto como cogí mi bolso y mi abrigo, otra notificación llegó a mi teléfono.

No era común que me enviaran mensajes de texto, mi único amigo conocía mis horarios y siempre platicábamos en la noche, mi compañera de cuarto tampoco era, pues ella trabajaba como camarera en un hotel de lujo y apenas tenía tiempo para respirar. Así que al salir de la biblioteca revisé las notificaciones, encontrándome con una petición de chat de un tal… Thomas.

Confundida, respondí al mensaje, sin prever que un simple “Hola”, me involucraría en un caso interesante que resolver.

Pero, a pesar de mi seguridad y mi experiencia, algo me decía que esto sería más complicado que otros de mis casos y que no había sido ninguna coincidencia que mi número de teléfono estuviera rondando en otro pueblo.

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