Ira

La luz del sol mermaba algunas de sus capacidades, pero no le dañaba, al contrario, la claridad despejaba su mente. En ese momento fue como si las campanadas activaran algo en su interior, de inmediato lo supo, lo sintió en la piel. Zadquiel estaba en esa iglesia.

Sin atreverse a entrar, merodeó los alrededores, aguardando.

Después de una hora los feligreses salían del templo, pero Lorenzo todavía no entraba. Deseaba encontrar al cura completamente solo, desprotegido. Porque esta vez no lo dejaría escapar, pensaba cobrarse muy bien su deuda.

Cuando lo consideró conveniente cruzó las altas puertas de madera. Al final de la nave principal, Jesús crucificado le dio la bienvenida. Él, sin embargo, no le dedicó siquiera una mirada, fue directo a una de las naves laterales en cuya pared se insinuaba la puerta de la sacristía, su destino.

Dubitativo y a la vez ansioso cruzó la sencilla puerta. Música de alabanza en tono bajo ambientaba la estancia llena de vírgenes en remodelación y santos rotos. Un sofá de tres plazas, al lado de este una mesita con una humeante cafetera y dos tazas de porcelana era todo el mobiliario.

Zadquiel se sentaba en el sofá. Vestido totalmente de negro, pantalón de gabardina y camisa clerical, sus ojos de fuego dorado se clavaron en los suyos, oscuros. Le sonrió con dulzura, como si él fuera un feligrés venido a recibir consejo, cuando en realidad su alma lobuna deseaba devorar la tierna oveja que tan mansa se le ofrecía.

Las blancas manos del sacerdote le ofrecieron café. Al notar las dos tazas Lorenzo dijo:

—¡Has vuelto! ¿Me esperabas?

El cura bebió de su taza y el líquido negro manchó sus labios rosados. Fuego ascendió por el vientre del vampiro y llameó con fuerza en su pecho al contemplarlo.

—Tú has regresado, por lo tanto, también yo.

Seducido por cada uno de sus movimientos, Lorenzo tomó lugar a su lado en el asiento forrado de cuero. De inmediato una energía apabullante le impidió acercarse, entonces lo vio: en su pecho brillaba el rosario.

—Mi vida está atada a la tuya, vampiro —continuó Zadquiel, bebiendo con tranquilidad de su taza, sin prestar atención a la expresión de profunda ira aparecida en el rostro de Lorenzo, que observaba la reliquia subir y descender al ritmo de su respiración.

—¡¿A qué juegas?! —rugió el vampiro—¡Tienes una deuda que pagar y he venido a cobrarla!

Los ojos de brasas doradas se posaron en los suyos y refulgieron malignos.

—Aquí estoy, dispuesto a pagar. —El sacerdote se relamió el café de los labios—. Ven a cobrar.

A la última frase susurrada le siguió una sonrisa malévola, lujuriosa, que terminó de trastornar la mente del vampiro. Los ojos de fuego continuaban mirándolo para envolverlo en llamas. Lorenzo fue acercársele, pero la poderosa fuerza de la reliquia lo repelió.

—¡Quítate el collar! —gruñó con rabia, incapaz de tocarlo.

—Y si no pudiera hacerlo ¿qué harías?

Aquella expresión confiada cambió por un momento. El vampiro parpadeó, le pareció contemplar la voz del cura quebrase, el casi imperceptible destello de la súplica en su mirada.

Pero fue solo un segundo o tal vez lo imaginó, porque cuando Zadquiel volvió a preguntar, de nuevo la malicia teñía su voz:

—¿Qué estarías dispuesto a dar?

La ira embargó al vampiro, su alma impaciente efervescía. El maldito sacerdote le tomaba el pelo.

—¡No juegues conmigo! Doné todo cuanto tengo, me prometiste que me darías lo que quiero y me engañaste. Desapareciste. Llevo décadas viviendo en la indigencia y ¿para qué?

La rabia que bullía dentro de Lorenzo electrizaba su alrededor. La cafetera en la mesita empezó a vibrar antes de quebrarse, igual que la taza de porcelana vacía. Las celosías de madera en las ventanas temblaron, pero Zadquiel continuaba imperturbable, bebiendo de su taza.

—Aquí estoy ¿no? Acudí a tu llamado. Regresaste al mundo y yo también.

—¡Quítate ese maldito rosario y paga tu deuda! —El rostro atractivo de Lorenzo se crispó por la furia que sentía. Pequeñas chispas brillaron, el entramado de madera empezó arder.

—Aún no lo entiendes ¿verdad? —le preguntó el cura levantándose del asiento y caminando hacia él.

El poder del rosario drenaba su fuerza y al mismo tiempo la cercanía del cura le tentaba. Fue más poderosa la atracción. Se abalanzó sobre él y lo apresó en sus brazos. Los ojos dorados se abrieron sorprendidos y de la boca partió una exclamación. Pero el placer de tenerlo tan cerca duró muy poco. De nuevo el maldito rosario lo impulsó hacia atrás. La piel del rostro de Lorenzo se chamuscó y al humo de las ventanas en llamas se le unió el de su cuerpo, que empezaba arder.

Soltó al sacerdote y chilló furioso. No lo entendía, claro que no. Nunca antes nada se le había negado, siempre obtuvo lo que quiso y ahora lo que más deseaba era esa sangre deliciosa, apetecible, que prometía placeres ignotos. Quería devorar al cura en todos los sentidos y el maldito rosario se lo impedía.

—¡Quítate el rosario! —le gritó desde el otro extremo de la sacristía, a donde fue a parar después que la fuerza de la reliquia lo empujara hacia atrás— Eres tú, quien debe entregárseme. ¡Mataré a todos aquellos que se crucen por mi camino, lo haré hasta que te quites ese collar y seas mío!

Uno a uno los santos se rompieron envueltos en llamas. De la pared cayó el crucifijo, las vírgenes derramaron lágrimas antes de estallar en pedazos. De un momento a otro todo se quemaba, al humo se le unía la nube de polvo proveniente del yeso de los santos destrozados.

Mas que nunca Lorenzo parecía un demonio surgido del infierno, pero el cura sonreía complacido. Zadquiel se mordió el labio inferior antes de hablar:

—Tu rabia, tu pasión, tus ansias me alagan.

Zadquiel le confundía. Frunció el ceño ante el deseo transfigurado en el rostro del sacerdote, luego se sorprendió cuando este, con sus blancas manos, se quitó el rosario del pecho. 

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