Gula

 Zadquiel llevó sus parsimoniosas manos a su pecho, ya libre del rosario. Los ojos ávidos de Lorenzo veían asombrados como esos dedos desabotonaban poco a poco la camisa clerical.

Alrededor el fuego amenazaba con consumirlo todo, pero a ellos parecía no importarles, los ojos de ambos estaban fijos en el otro, devorándose igual que las llamas a la madera.

Cuando la piel dejó atrás la ropa, Lorenzo jadeó. Por fin el cura sería suyo, satisfacería el deseo que por siglos le había atormentado. Extendió la mano para poder tocarle.

Pero cuando estuvo a centímetros de él sintió miedo.

Las palabras de Zadquiel acudieron de nuevo a su mente "Aun no lo entiendes, ¿verdad?" Se dio cuenta que en el fondo siempre lo supo. El sacerdote lo había apresado en su juego, donde él no era gato sino ratón.

Temblando, el vampiro se dio la vuelta y huyó. Dejó atrás la sacristía en llamas, al sacerdote y sus intenciones ocultas.

Aturdido salió a la avenida Andrés Bello. Se tapó el rostro con una mano, el brillo del sol lo deslumbraba. Azorado, todavía pensando en Zadquiel cruzó la calle y a punto estuvo que un auto lo atropellara. Tantas personas a su alrededor yendo y viniendo, charlando, riendo; el mundo, tan inocente, ajeno a su presencia sobrenatural, la de él y la del sacerdote. Inconscientes de que dos seres de naturaleza tan distinta se hayan perseguido durante siglos, de que casi consumaran una unión prohibida.

Su mente trastornada, su esencia que tanto anhelaba aquella otra, opuesta. Y cuando finalmente estuvo a punto de conseguirlo, la verdad se abrió paso, desnuda y escalofriante. No estaba preparado para pagar el precio, pero tampoco podía continuar viviendo envuelto en la añoranza y el feroz deseo.

Lorenzo, cansado del perverso juego del sacerdote, dejó salir un grito espeluznante como si así pudiera librarse del tormento. Corrió buscando el amparo de las sombras, deseaba huir de la luz de la mañana tanto como quería escapar de Zadquiel y lo que en él provocaba.

Como un loco recorrió los recovecos de La Florida y allí, donde los humanos descargan sus pasiones urgentes, en un hotel de paso encontró refugio.

El hombre de la recepción, quizás acostumbrado a la variopinta clientela, sin siquiera verle le ofreció la habitación ciento cuarenta y dos.

La piel de Lorenzo, aun caliente por el calor del incendio en la sacristía, recibió con beneplácito el frío del aire acondicionado. Todavía estaba aturdido y rabioso, grabada a fuego en la retina tenía la imagen semidesnuda del sacerdote. Necesitaba sangre ordinaria para olvidar la escena surreal y así arrancarse de su espíritu los restos del alma de Zadquiel que le apresaban.

Se relamió los colmillos, deseoso de entregarse a su hambre.

Tal vez el encargado percibió su intención; quizás hubo un ligero cambio en el ambiente, porque el hombre levantó el rostro solo para encontrar unos ojos oscuros que le veían, malévolos. No le dio tiempo a gritar, Lorenzo lo tomó con fuerza descomunal y lo acercó a él, de un solo movimiento hundió profundamente los colmillos en su cuello, en menos de cinco minutos lo arrojó, muerto, al suelo.

Con la sangre recién bebida escurriendo por su barbilla hasta mancharle la camisa, Lorenzo ingresó al hotel.

Un monstruo de cuento alertado por los gemidos tras las puertas, se movía como en trance, solo el hambre lo motivaba, eso y el anhelo de olvidar al cura.

Derribó la primera puerta, a los gritos de una mujer siguió la iracunda arremetida del hombre que la acompañaba. Primero lo tomó a él, fue tan violento que antes de poder morderle ya lo había matado. Con ella fue más delicado, no por conmiseración, sino porque un vampiro no puede beber de los muertos y lo que él ansiaba era sangre, caliente, palpitante, deliciosa sangre viva.

Continuó su travesía a la siguiente puerta donde repitió la escena, y luego otra vez y otra vez hasta convertir el hotel en un festín carmesí. El vampiro se sentía exultante, poderoso, desempeñaba el papel que desde tiempo inmemorial había ejercido en la tierra y que por una tregua con el sacerdote dejó aparcado, creyendo en vano que él cumpliría con su promesa.

A medida que más se alimentaba más quería, no hallaba la saciedad. El sonido de los huesos crujiendo en sus manos era delicia pura, el horror en los ojos de sus presas al sentirse en sus brazos y saber que darían el último respiro le seducía. Bebía del miedo, se transfiguraba mientras clavaba los colmillos, ascendía a un estado más pleno donde su alma maldita veía un poco de la luz que envolvía a sus víctimas al morir.

Pero cuando estas dejaban de respirar la magia terminaba, Lorenzo volvía a ser él y el anhelo de Zadquiel continuaba allí, acompañándole, corroyéndole las venas, horadándole el alma. Cayó de rodillas, derrotado por su propia naturaleza, en medio de los cadáveres.

—¡Dios! —gritó el vampiro— ¡¿Por qué?!

No se saciaba, aunque casi alcanzara aquella luz al matar, por más placer que encontrara en beber, él sabía que así no encontraría la plenitud.

No después de conocerle, no después de probar su sangre. Lorenzo sabía que la paz tan anhelada tenía un precio: su vida. Sabía que existía un solo cobrador: Zadquiel.

Él era su veneno y su antídoto, la cura y la enfermedad, la absolución en la perdición que había sido su existencia.

Fue el victimario por siglos ahora tenía que ofrecerse como víctima si realmente deseaba terminar con el hambre y la sed, si quería encontrar la satisfacción definitiva.

Ovillado en medio de los muertos, cerró los ojos en un vano intento por descansar. 

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