Envidia

«¿Y si él está afuera?» Las palabras de Mónica no cesaban de repetirse en su cabeza. «Si sigues aquí encerrado, pudriéndote en esta inmundicia, jamás te darás cuenta si ese a quien esperas ya ha regresado.»

—Zadquiel...

Acostado en el desvencijado sofá, Lorenzo rememoró el momento en que le conoció dos siglos atrás.

Cuando él llegó a la provincia de Caracas en 1809, lo hizo tras la fachada de un colono español deseoso de adquirir una hacienda cacaotera, tan de moda por esa época. Pero en realidad la idea era fundar en el nuevo mundo su clan.

En contraposición a Europa, las colonias españolas gozaban de cierta libertad en cuanto al yugo de la Inquisición. Era una tierra virgen por corromper.

Aquella noche, la primera vez que oyó de Zadquiel, se paseaba por los corredores del patio de la quinta Anauco, propiedad del III marqués del Toro. Las begonias en las macetas regalaban su perfume a la brisa que refrescaba su piel, abrumada por el calor del trópico. Mientras caminaba, palabras al azar llamaron su atención.

Dos criollos hablaban de un enviado del Santo Oficio. Un adusto sacerdote se había instalado en la Catedral con la misión de cazar a un demonio, un ser impío venido a las Indias para llevar a las almas buenas a la condena eterna, era peor incluso que los tambores sacrílegos de los negros.

Cuando la conversación cesó y los hombres que la mantenían regresaron al salón donde se llevaba a cabo el baile, Lorenzo permaneció pensativo en el corredor de las begonias.

Suspiró mirando en el cielo la pálida luna. Apenas había pasado unos escasos dos meses de su llegada y ya el Santo Oficio mandaba a sus esbirros a perseguirlo.

Decidió poner manos a la obra antes de que el dichoso sacerdote lo encontrara y se viera obligado a huir de nuevo.

Al día siguiente, se dirigió a la Catedral dispuesto a participar de la primera misa de la mañana. Conocería al enviado de sus enemigos y ¿quién sabe? con suerte hasta podría desangrarlo y deshacerse de una vez del engorroso asunto.

Rodeado de aristócratas mantuanas, entró con paso elegante al santo recinto. No era la primera vez que acudía a una iglesia y no sería la última, su alma impía no sufría bajo la mirada severa de los santos de yeso. Tal vez era porque Dios no estaba allí o quizás, como decían los jesuitas, todos eran sus hijos, incluso un réprobo como él.

Así como el aroma a incienso llenaba el templo, también lo hacían las oraciones susurradas y los cantos en latín. En el altar mayor el Cristo crucificado y delante el ser más extraordinario que jamás vio en su extensa vida. Más bello que los de su propia raza, excelso como debió ser Jesús al ascender al cielo, más hermoso que los ángeles enviados por Dios.

Vestía una sencilla casulla verde y sobre ella, alrededor del cuello llevaba la estola. Con sus manos de lirio, extendidas, exhortaba a los fieles al arrepentimiento que les garantizaría el paraíso.

Lorenzo sintió un retumbar extraño en su pecho, de tener un corazón latiendo habría pensado que se aceleraba emocionado por lo que veía. La boca se le secó, sediento sintió crecer los colmillos, deseaba desgarrar la piel nívea del sacerdote. El monaguillo rozó la mano blanca al asistirlo y en ese momento, Lorenzo deseó ser él.

Después de la misa ya no se lo pudo sacar de la cabeza. Los ojos dorados del cura lo perseguían; en la soledad de su hacienda el tono de voz dulce le martillaba los oídos.

Tomó el hábito de asistir mañana tras mañana, como el más piadoso cristiano, a todas las eucaristías oficiadas por el padre Zadquiel. Si alguno de los suyos lo hubiese visto, tan devoto, habría creído que era una burla para con Dios.

Pero él no quería burlarse, él deseaba saciarse. Desde el banco de madera sus ojos ávidos recorrían al cura; devoraban sus movimientos lánguidos a la hora de consagrar, de persignar, de amonestar o de absolver. Quería convertirse en la hostia que se deshacía contra su paladar, en el vino consagrado que descendía por su garganta, en el monaguillo que levemente rozaba su piel, en el Cristo detrás de él, en las estatuas de los santos que lo rodeaban. Envidiaba ferozmente todo lo que podía estar tan cerca de aquel ser extraordinario.

¿Qué era lo que le había cautivado?

¿Era la hermosura del sacerdote? No.

¿Era la pureza de sus gestos? ¿La inocencia en su mirada?

¿El recuerdo de lo que una vez tuvo y perdió? Tal vez.

Lo deseaba con vehemencia, enloquecía por saborear su sangre, probar su piel, pero no quería asesinarle. Si lo hacía, después de conocerle, ¿cómo continuaría en el mundo sin él?

Empezó a odiar al monaguillo porque podía hablarle. Incluso, los vio reír una vez. Cuando lo hizo, la llama furibunda de la envidia creció en su interior amenazando con destruirlo todo. Quería ser el monaguillo. No. ¡Podía ser mejor que él! Podría hacerlo reír y no solo eso, podría darle a conocer el placer que le prohibía su mezquina iglesia.

Cuando la misa terminó, la envidia lo dominaba. Lorenzo aguardó escondido entre los yesos de los santos. El joven monaguillo atravesó la solitaria nave principal hacia la salida. Antes de que pudiera llegar, unas manos poderosas le cubrieron la boca y lo arrastraron detrás de Nuestra Señora de la Soledad.

El impávido joven quiso gritar, pero ojos castaños se fijaron en los suyos, hipnóticos, tranquilizadores. Lorenzo tomó la mano del joven, la misma que mañana tras mañana rozaba la piel de porcelana de Zadquiel. La besó desesperado, creyendo descubrir en ella el sabor de quien le obsesionaba y ya sin poderse contener, clavó los colmillos y le drenó la vida.

En ese momento, Lorenzo supo que no permitiría que nadie se interpusiera entre él y Zadquiel, quería ser el dueño de su risa, quería ser su todo, como ya lo era el cura para él. 

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