Avaricia

Un jueves santo de 1812, en medio de los oficios religiosos por Semana Santa, Caracas se vino abajo.

Por aquella fecha Lorenzo no se encontraba en la provincia. A su regreso se enteró que el padre Zadquiel era parte de los desaparecidos del funesto terremoto. Se lamentó no haber dado rienda suelta a los deseos perversos que tenía con el cura y durante mucho tiempo su recuerdo continuó acechándolo en sueños.

Lorenzo se refugió en la fundación de su clan, se dedicó a la acumulación de riquezas que le permitiera una vida de reyes. Siendo un vampiro, aquello no representaba mayor dificultad. Algo de hipnosis y herencias eran cedidas en su totalidad a él. Se involucró en negocios turbios, primero contrabando, más adelante drogas, sobornos y otros actos desleales que le procuraron ganancias cuantiosas e inmediatas, en poco tiempo tuvo más de lo que necesitaba.

Ahora, echado en un sillón desvencijado en la vieja casona de El Paraíso, recordar aquella época de trabajo febril y acumulación de riquezas, le parecía una vida lejana.

A mediados del siglo XX, Lorenzo se convirtió en uno de los hombres más ricos del país, no había nada que no tuviera, que no consiguiera, que no pudiera lograr y, sin embargo, lejos de simplemente dedicarse a disfrutar, él siempre quería más.

Vagando casualmente por las calles de la ciudad, la brisa tibia de junio le trajo un aroma que creyó olvidado. La evocación de un pasado lejano hizo crecer en su boca los colmillos.

Avanzó guiado por la fragancia que de inmediato se tornó embriagante, tóxica, ponzoñosa. El ardiente deseo que creyó olvidado resurgió en sus entrañas con una fuerza avasalladora.

Antes fue la Catedral, ahora se encontraba frente a la Basílica de Santa Teresa.

Temblando cruzó la nave mayor y entonces todo se oscureció cuando lo vio frente a él, oficiando la última misa del día.

—Zadquiel —gimió.

En trance permaneció sentado en el banco de piedra, mirándolo sin ver, sin comprender como era posible. Después de doscientos años seguía igual a la última vez que lo vio, tan hermoso, con esa piel de alabastro y los ojos de miel.

Sin darse cuenta cómo ni cuándo, la misa terminó. La iglesia se vació y Lorenzo se encontró solo en el enorme recinto. Quería buscarlo en la sacristía, dar rienda suelta a los deseos que su sorpresiva aparición restauró en su ser, pero antes de poder hacer nada, el padre Zadquiel salió de uno de los laterales.

Los orbes negros del vampiro se clavaron en la adusta figura que caminaba hacia él. El cura se sentó dos bancos más atrás y desde allí le observó.

—¿Cómo es posible? —murmuró Lorenzo.

Antes de contestar, una beatífica sonrisa apareció en el angélico rostro del sacerdote.

—Muchas cosas hay en este mundo que no se pueden explicar —El padre hizo una pausa, la sonrisa cambió por otra sarcástica—, como tú, Lorenzo.

Las palabras del cura resonaron entre el mármol y el granito del recinto desierto de personas, poblado de santos y vírgenes de yeso.

El vampiro sentía la sangre arder, el deseo era incontenible, sus ojos se tornaron vidriosos. Sin poder controlar su cuerpo, se levantó y avanzó hasta él.

Extendió su mano y a pocos centímetros de poderlo tocar, sintió como la yema de los dedos se le quemaba. La retrajo para contemplarla asombrado, la piel chamuscada de sus palmas humeaba ligeramente.

—¿Qué me has hecho?

Los labios del cura se curvaron en una sonrisa maligna, sus ojos centellearon al mirarle. Ladeó la cabeza y se sacó de debajo de la sotana un rosario. Horrorizado lo reconoció Lorenzo. La reliquia repelía el mal y según se decía era una de las pocas cosas en el mundo capaz de destruirle. Mientras el sacerdote la llevara él no podría acercársele.

—Sé quién eres —continuó el padre Zadquiel en voz baja, sus ojos dorados eran llamas a la luz de las escasas lámparas que permanecían encendidas—, lo que has hecho en todos estos siglos, a cuántos has matado para satisfacer tu avaricia. Y sé también lo que deseas en este momento. ¿Qué estás dispuesto a dar a cambio para obtenerlo, vampiro?

El cuerpo de Lorenzo se tensó ante sus palabras, la lengua seca relamió los labios cuarteados y los blancos colmillos. ¿Realmente estaba dispuesto a darle lo que deseaba? Porque de ser así no existía en el mundo algo que no le diera.

—¡Lo que quieras! —le contestó con voz ronca, desesperada.

El sacerdote de nuevo sonrió con aquel brillo maligno reluciendo en sus ojos de fuego.

—Tu fortuna dónala a la caridad. Sé generoso y te daré lo que deseas.

El sacerdote se llevó el índice a la boca y lo mordió. Los ojos oscuros del vampiro se distendieron al ver brotar las gotas iridiscentes de la punta blanca de su dedo que, lánguido, el padre escurrió sobre el respaldo de madera.

Zadquiel se levantó sin esperar respuesta, dejando la pequeña muestra de su apetitosa sangre tras de sí.

Como un perro sediento, Lorenzo lamió la madera. Después que las gotas apenas remojaran sus papilas nada fue igual.

Salió de la basílica, trastornado.

Deshacerse de la fortuna que durante años acumuló no era algo que estuviera dispuesto a hacer.

Permaneció en su mansión pensando en la propuesta del sacerdote. Con horror descubrió que el deseo que por él abrigaba era mayor de lo previsto. Cada vez que bebía, el recuerdo del sabor de la sangre de Zadquiel, lo torturaba. Sí, se alimentaba, pero no se saciaba.

Deseaba esa sangre, su sangre.

Donó todo, joyas, obras de arte, dinero, hasta la casa la vendió.

Enfebrecido fue a buscarlo a la basílica, pero ya no le halló.

Como un sabueso recorrió la ciudad primero y luego naciones enteras buscando su olor. No lo encontró, Zadquiel desapareció del mundo.

Sin embargo, la promesa continuaba entre los dos. Él dio toda su fortuna por obtener lo que más deseaba y tarde o temprano el padre tendría que pagar la deuda. 

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