Delicioso sufrimiento.

Y sufro. Sufro al levantarme de la cama, al darme cuenta de que hoy tengo un importante examen--uno más, otro más--, y me enfado. Me enfado al recordarme, como ya hace el resto del mundo con palabras o miradas, que voy a suspenderlo, uno más otro examen importante suspendido.
Y me enfado.
Me enfado al volver a casa, encontrarme en la puerta aquél hombre que me da de comer con mirada inquisitiva. Me enfado con lágrimas en los ojos al contarle con la verdad en el puño lo que nos pasa, lo que siempre nos pasa.
Con el tiempo, los adultos desarrollan un deseo de sufrimiento, una extraña nutrición de la que parecen depender. Así pues la maestra, con hambre desde hacía mucho tiempo, decidió darse el gusto el día del examen importante, uno más, otro más.
Puso los exámenes sobre las mesas. Nos sentamos. Sacó los cubiertos. Nos pidió que les diésemos la vuelta. Lo hicimos. Se relamió degustando el delicioso sufrimiento que desprendíamos, comprobando un examen bien diferente a todo aquello que hubiésemos estudiado o practicado.
Acabado el examen, la mujer se desabrochó un botón, extrasiada.
Y me enfado. Me enfado al ver la nota. Enfadada le explico lo pasado a padre, que no cree ni una palabra. Aquél adulto también tenía hambre. Él siempre tiene hambre.
--¡No nos deja aprovar, padre, no nos deja...!--le replico cuando una bofetada me sorprende.
Y sufro. Siempre sufro, pero no me siento bien como hacen los adultos.
Y me enfado. Y me siento peor. Y me enfado más. Y suspendo otro importante examen--uno más, otro más--, y se nutren más. Y me enfado. Y sufro más.
A mi siempre me han gustado las galletas, las que hacía madre.
¿A nadie más le gustan las galletas?

¿Tan rico está el sufrimiento?

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