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La escritura, fuente inagotable de toda magia existente escondida en tinteros y grafitos, nunca fue mi fuerte. En mi prosa no encontrarán descripciones sin palabras repetidas o súbitas metáforas que escondiesen en la curvatura de mis grafemas ángeles cantarines, no. Con suerte puedo redactar unas cuantas oraciones sin caer en el aburrimiento, pero la situación demandaba que narrase algunas cosas que aún sangraban en mi memoria.
Armada solamente con un cuaderno, un lápiz y una almohada a modo de mesa sobre mi falda, comencé a escribir desde mi lecho.
Aquellas letras no son las mismas que ustedes ahora están leyendo, pero sí fueron la patada inicial para convencerme a dejar un testimonio grabado. Posteriormente usé estos precarios borradores para guiarme en el armado de mi bitácora.
Al principio desconocía como empezar, así que decidí no dar demasiadas vueltas con monótonas introducciones, solo quería dejar marcado lo concreto, aquello que me había obligado a querer levantar mí relato: estaba muerta de miedo.
Comencé a enumerar en una especie de lista todos los hechos que antes había rememorado. A modo de horario marqué mi rutina en Obregón para luego, consecuentemente en un clímax necesario, describir a ese monstruo.
Sabe la vida que me faltaron adjetivos, pero me sobraron imágenes mentales. Mi escritura no le hacía honor a su porte de penuria, pero me esforcé lo suficiente a tal punto de nuevamente comenzar a sentir escalofríos.
Ropa casi de gala, rostro huesudo, andar crepitante... Sin duda alguna revivía mi trauma en cada simple movimiento del lápiz mientras aún desconocía la veracidad de mi quimera.
Dudosa, cerré los ojos un momento luego de rellenar la primera página, intenté estirar un poco las piernas casi sacando los pies por un costado del catre, pero el tronar de mis propios huesos no colaboró a mi frágil estado mental.
¿Qué pensaría mi madre si yo le contase lo que había vivido? Aquella incógnita apareció cuando por un momento me sentí como una niña enferma ansiosa de los cuidados de una matriarca, pero rápidamente me respondí sola; ella solo hubiera sonreído mientras qué mencionaba mi inquieta imaginación.
Por otro lado, mi padre... Bueno, hubiera sido merecedora de su total apatía al punto de ignorarme. Condenando mis delirios al olvido de su memoria.
Fue allí, al traer mi imagen paterna al tablero, que recordé algo que hasta el momento no había tomado en cuenta. En mi delirio, o vivencia, aún no he escogido con cuál alternativa quedarme, que la voz de Jonás se escuchó fuerte y clara en los matices de mi memoria. "Es el padre de Luz"
¿Por qué me había dicho eso? Bien sé yo que mis dos alumnos son huérfanos y que no poseen ningún familiar cercano o lejano que quisiese velar por su bienestar.
Una gota helada cayó por mi frente... ¿Será aquel ser un fantasma? Negué repetidas veces ante mí propia suposición, no quería creerlo, pero, ¿Es posible que un alma ya encomendada a nuestro Dios retornase a nuestro plano mundano solo para acompañar a su hija? Aquello era atemorizante y a la vez gravemente dulce.
Anoté aquella conjetura olvidándome por completo de dibujar mis trazos, mis letras apresuradas comenzaban a asimilarse con infantiles garabatos a causa de mi mano temblante.
Paré unos momentos, necesitaba calmarme. Si mí lado fantasioso salía a flote también necesitaba que su contraparte juiciosa tuviera su merecida mención. Así la balanza se equilibraría y yo podría tomar una decisión en cuanto a mi juicio.
Dejé de escribir y tracé una fuerte línea vertical que dividió la hoja en dos columnas. En un lado pondría a mi ser de pesadilla y en el otro a mi delirio febril.
El ente ya estaba narrado y su aparición sobrenatural detallada, pero la columna racional aún me increpaba con su blanco vacío.
Piensa, Clara... Si esto fue un delirio, ¿Por qué decidiste que tu pesadilla tuviera de protagonista al padre de tu alumna?
Intentaba analizarme, tal y como lo haría un médico con un demente. Sé que mi cabeza es un duro esquema dónde nada aparece por casualidad, lo tengo bien en claro, me formaron para aquello. No soy una persona fantasiosa ni mucho menos de mente soñadora, pero ¿Por qué?
Pasaba mucho tiempo con Luz, es natural que la tuviese presente en mi subconsciente, pero nunca había pensado en algún progenitor salvador que la protegiese.
Lo recordé, casi riéndome al darme cuenta de algo obvio. Ese mismo día mi pequeña pupila había mencionado su añoranza de una familia y, entre todos, ensamblamos una unión sin línea filial que nos congregaba como un hogar. Allí estaba mi lógica, el primer destello de claridad relucía de manera deliciosa entre mis ocasos mentales.
Pero, ¿Por qué el padre de Luz y no de Jonás? Si yo quería a ambos niños por igual y no hacía distinción entre ellos.
Bueno, no lo negaré, últimamente había tenido cierta preferencia por Jonás a causa de los repentinos caprichos y malos hábitos de la pequeña dama de Obregón. Convirtiéndolo en casi un ejemplo.
Allí mi respuesta llegó mientras qué pensaba aquello, culpa.
Me sentía culpable por brindarle quizás una dosis extra de cariño haciendo la diferencia entre los alumnos del internado. Prefería a Jonás y eso ocasionó que una culpa subconsciente casi me matase con un delirio de muerte.
En caso de que todo aquello fuese inventado por la gracia de mi mente, la criatura era una encarnación de mis culpas tomando un rol paternal con Luz para protegerla de mi apatía.
Yo le grité a esa pobre niña, la perseguí por campo abierto y hasta deseaba abofetearla... Su padre apareció en la agónica mente febril de una mujer para protegerla de cualquier maltrato, para protegerla de mí...
¡Por Dios, era tan obvio! Había roto mi propio mandamiento de velar de igual manera por todos los niños sin importar sus acciones o comportamientos que la culpa me estaba matando.
Comenzando a rellenar la segunda columna con una letra un poco más laboriosa, mi teoría tomaba forma y era plasmada por toda la eternidad.
Parecía que todo poco a poco iba encontrando una explicación.
Mientras que mi mano apresurada terminaba de narrar sus suposiciones unos débiles golpes rítmicos me sacaron de mi trance. La buena señora Mirtha se encontraba parada en el marco de la inexistente puerta de nuestro cuarto, impactando suavemente la pared con sus nudillos para llamar mi atención. —Lamento interrumpirla, señorita, pero la cena está lista.
Yo solo pude apartar mi cuaderno y depositarlo en la mesa veladora, pronto la buena señora dispuso delante de mí una pequeña tabla de pino que seguramente usaría para comer en mi lecho. —¿Necesita que la ayude en algo?
—No, niña. Solo necesito que coma, así recupera fuerzas. —Saliendo del cuarto por unos minutos, pronto retornó cargando un gran cuenco con potaje de arroz que verdaderamente parecía delicioso. —Intente terminarlo todo, Clara. La necesito de nuevo sana.
Acompañando mi platillo con un generoso pedazo de pan, la buena señora Mirtha una vez más se marchó dejándome comiendo en soledad.
Tenía un leve apetito, pero me obligué a consumir todo con avidez así ninguna acción que yo realizase se tomara como desprecio.
Quizás fue la comida caliente, como también pudo ser el profundo cuadro febril en el que me encontraba, pero luego de dar la última cucharada mi vientre cálido me pidió descansar. Una vez más caí dormida a causa del cansancio.
Durante mi necesario reposo viví episodios espantosos a los que sí puedo reconocer como pesadillas. La muñeca de Luz, aquella que antes poseía una belleza casi hipnotizante, había anidado en mi sueño como una criatura monstruosa.
En mi contemplación onírica aquel pequeño juguete se encontraba animado... Allí estaba yo, petrificada en mi cama mientras que sus minúsculos pies poco a poco se acercaban a mí, haciendo que sus zapatos adornados por diminutos cordeles de cuero repiquetearan en el suelo cada vez más rápido.
Cuando por fin estuvo al lado del catre quise gritar, huir despavorida, pero estaba inmóvil, quieta, como si hubiera cambiado de lugar con aquella muñeca y yo ahora fuese el juguete inanimado con mirada expectantemente estática en mi rostro de porcelana que sustituía la carne de mis mejillas.
De repente, las sábanas blancas del lecho de Obregón me envolvieron en un fuerte nudo que nubló mi visión por completo, convirtiéndome en una crisálida de tela, bloqueando cualquier indicio de claridad que pudiera vislumbrarse. Una risa se sintió delante de mí, una sutil carcajada que hizo que mí piel se erizase. Allí fue cuando lo sentí, un punzante dolor me atravesó por completo proveniente de mis pies.
Aquella condenada muñeca, en mis sueños, había materializado una aguja y la introducía debajo de mis uñas.
Debe haber sido muy grande mi estupor, a tal punto de quizás gritar dormida llamando la atención de quién me escuchase, pero bendito sea ese reflejo porque alguien logró despertarme.
—¿Señorita Clara?—Aquella voz resonó en la oscuridad de mis párpados, haciéndome recobrar la conciencia.
Abrí los ojos y por fin había retornado a la realidad. Mi frente goteaba un helado sudor y yo tiritaba en mi lecho, era bastante obvio que aún no superaba mi cuadro febril. Recuperándome e intentando respirar con lentitud, desde mi pecho agitado empecé a observar con calma todo lo que le rodeaba hasta encontrar el origen de aquella voz salvadora.
Pegados en el marco uno al lado de otro Jonás y Luz se encontraban observándome con un punzante miedo reflejado en sus ojos. Jonás había sido quién me había despertado, lo sabía por su pose adelantada, detrás de él Luz me miraba con pena. Pronto entendí que mi estado los había impactado, así que intenté relajarme. —Que suerte que me despertaron, niños. Estaba teniendo una horrible pesadilla.
—Justamente eso pensábamos, señorita. Usted murmuraba cosas dormida.
Apenándome por mi propio comportamiento inconsciente, solo pude sonreír. —En todo caso me salvaste, Jonás. — Notando su rostro ahora distendido, mí atención se fijó en la pequeña cara escondida. —Hemos pasado unos días muy inusuales, ¿No lo crees, Luz?
—Sí, señorita. — Apenada quizás por nuestros anteriores entredichos, Luz se mostraba sumamente cohibida.
Lo sentía, la duda que anteriormente se había conceptualizado en mi memoria como una teoría comenzaba nuevamente a tomar forma. Sentía culpa, una pulsante y dura culpa al notar a Luz con un trato distinto. Me vi en la necesidad de volver a hablar. —Por cierto, Luz... La señora Mirtha me comentó que le hiciste una promesa respecto a cierta muñeca, ¿Eso es verdad?
Asintiendo aún tímida con un movimiento de cabeza le dejé saber a mi pobre alumna que entre nosotras ya no había rencores. Un ligero halago salió despedido. —Esa es mi buena niña Luz...— Sonriéndole para dejar en claro mi ánimo, ella pronto me devolvió igual gesto mientras qué sus mejillas se teñían del más dulce rosa.
Cómo si pudiera ver entre las paredes y supiera que en Obregón algo raro se estaba desarrollando, la señora Mirtha no tardó en llegar apresurada detrás de mis alumnos. Elevando levemente la voz, comenzó a remilgar. —Niños, ¿Qué les he dicho de molestar a la señorita Clara? Ella debe descansar y ustedes no tendrían que estar tan cerca.— A pesar de estar prudentemente separados por la distancia del marco hacia el catre, ella tenía razón. Resoplando, concluyó. —Vayan a lavarse las manos, pronto estará el desayuno.
Ambos niños corrieron despavoridos perdiéndose en el pasillo mientras que la señora Mirtha comenzó a caminar a mi encuentro para posteriormente tocar mi frente. —¿Cómo ha amanecido, Clara? Parece que hoy no tiene temperatura.
—Digamos que me he sentido mejor de lo que me siento ahora, pero sí noto una leve mejoría. —Yo había supuesto que tenía fiebre, pero parecía ser que aquella pesadilla no fue producida por la viral carga, sino por mi cabeza un tanto alborotada.
—Entonces prepárese, dentro de unos momentos le traeré el desayuno.
Agradeciendo aquello solo bajé mi cabeza en señal de reverencia mientras que observaba como la buena señora emprendía su camino de vuelta a los anónimos confines de Obregón.
Posteriormente, surtida con casi dos tazas de amarga infusión, pude escuchar desde mi lecho como las gotas chispeaban débilmente. Intenté no pensarlo, pero cualquier impacto duro que se asemejase a un crepitar me causaba escalofríos.
No podía seguir así, aletargada por un espanto del cual dudaba de su veracidad. Indignándome con mis propios temores, decidí enfrentar aquella sutil, pero persistente reacción de la única manera que sabía... Rezando.
Oré por calma, también clamé por una necesaria templanza para recobrar mi tranquilidad y hacerle frente a aquello que me perturbaba.
Ahora, además de temerle a ese monstruo, también le temía a una simple muñeca.
¿Qué hubiera hecho mi abuela si permaneciese con vida y velara por mi serenidad? Ella seguramente me habría atado una cinta roja en la muñeca derecha y en cada nudo de la misma rezaría un padre nuestro para bendecirla mientras qué mi padre, hombre de poca fe, se mofaba de aquello.
Un recuerdo atravesó mi mente, uno que quizás pudiera ayudarme. Mi padre, aquel hombre tosco y a veces distante, una vez durante mi niñez se enteró que yo no quería caminar de vuelta a casa luego de mis tardes de dispersión por temor a un pequeño perro, que en mi mente infantil parecía un gigante.
El correcto y recatado señor tomó mi mano y juntos buscamos por un cuarto de hora al animal. Al encontrarlo, sin importar cuánto yo llorase y forcejee, me arrastró a su encuentro y me obligó a mirarlo a detalle. El pequeño y desnutrido perro temblaba de desconfianza y cuando mi padre estiró su mano para querer tocarlo el pobre huyó de nosotros.
Mi padre me obligó a enfrentar mi miedo e hizo que este fuese olvidado. Al cabo de un año tan profundo fue mi cambio que hasta solicité un canino propio para navidad. Había triunfado delante de mi pánico.
Teniendo esa remembranza fresca en mi memoria, me puse de pie sintiendo una débil mejoría a mi noche anterior. Con la desconfianza propia de quién teme, llegué hasta la única cajonera y abrí con cautela el primer compartimiento de la misma. Allí estaba aquella funda de almohada con un bulto en su interior que me obligaba a respirar de manera pausada, intentando que así no me agitase.
Conté hasta diez y sustraje todo el valor del suelo como si fuera un árbol alimentándose de los nutrientes de la tierra. Saqué el contenido de la bolsa de tela con los ojos cerrados.
Lentamente los abrí para luego reír ante mi propia idiotez, allí no había un objeto maldito podrido por su propia corrupción, el juguete no murmuraba proclamas de calamidades ni mucho menos infortunios. Tampoco tenía un rostro demoníaco o la posibilidad de moverse, saltando a mi cuello y clavando sus afilados colmillos en mi carne. Allí había solamente una muñeca.
Un adorno, eso es lo que era, una simple herramienta lúdica de cabello largo y expresión serena. De hecho, era realmente linda. No había nada a qué temer.
Así fue como comprendí que el problema no provenía de Obregón y sus rojos muros, tampoco venía de cruentas apariciones espectrales. Mi fastidio era propio de mi cabeza, yo era mi propia enemiga. Mi mente había construido intrincadas telarañas en las que yo misma terminé enredada creando miedos que nacían de mis pensamientos, escapaban a la realidad y morían en mi cama.
Acababa de tomar una decisión, no había nada paranormal en Obregón.
Por Dios, que equivocada que estaba.
El día siguiente era el designado para el fin de mi tiempo de guarda, concluyendo así mi cuarentena y también el tiempo en Obregón de la señora Mirtha. Ya no temía a la lúgubre soledad que sembraría su ausencia, estaba resignada a continuar con mi deber institucional.
Sabiendo que muy pronto ya no tendría la oportunidad de descansar tan plácidamente a causa de mis obligaciones, intenté aprovechar mi tiempo de cama. Me dormí de nuevo de manera desfachatada.
Debo haber reposado por más de siete horas, porque cuando una leve sacudida me increpó supe por la ausencia de luz que generalmente se colaba por nuestro techo de paja que era de noche.
A mi diestra, la señora Mirtha se encontraba con una gran sonrisa, escondiendo algo detrás de su espalda. —Clara, despierte.
Recomponiéndome en mi catre, una profunda culpa me atacó por ser tan holgazana. Ni siquiera me había levantado para almorzar, pero el buen rostro de mi compañera despejó cualquier atisbo de reproche. —¿Qué sucede?
—Pasó algo que creo que la alegrará, me llevé unos momentos a Luz a buscar un poco de leña suelta. En el camino alguien nos silbó. —Manteniendo su rostro casi ensoñado, Mirtha lentamente de detrás de ella sacó un enorme girasol. —Su galán llamó a Luz y le entregó esto para usted, me saludó con un leve movimiento de cabeza y se perdió entre la maleza. —Entregándome la flor, concluyó.
Quise mantener el recato, pero me fue imposible no pegar mi nariz contra aquel gesto e inhalar fuerte, llenándome de su perfume. Sabiendo que la señora Mirtha era mucho más Conocedora de los habitantes de San Ignacio que yo, me vi en la obligación de lanzar una pregunta incauta. —Ahora que lo vio, ¿Es el señorito de la familia Larguía?
—Ay, eso no sabría decírselo, Clara. La última vez que vi a ese muchacho era un niño, pero le prometo que cuando vaya al pueblo se lo averiguaré.
Ella solo sonreía ante mi rostro posiblemente sonrojado. Podía sentir una cómplice alegría entre nosotras dos. Un atisbo de ensoñación se había colado en mi cuerpo luego de dos días de trauma y se sentía sumamente cálido.
La buena señora Mirtha colocó el girasol en un pequeño florero y la dispuso en nuestra mesa veladora.
Aquella noche por primera vez, durante nuestro horario de claustro, hablamos como dos colegialas. Ella haciendo suposiciones de romance direccionadas a mi cortejante y yo sonriendo por aquella fantasía. La paz había retornado a Obregón.
Al día siguiente yo ya tenía la vitalidad suficiente como para reincorporarme a mis labores. Bañé a mis alumnos en sutiles muestras de afecto y me dispuse a brindarles cátedra.
Los cuatro almorzamos juntos por última vez, la señora Mirtha se marchó de Obregón subida a la diligencia mientras que nuestras manos la despedían.
Sabía muy bien, al igual que ella, que pronto iría a visitarla para escuchar con gran fervor la información que ella me suministrase.
Estaba en paz.
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