7
No lo negaré, algo estaba distinto, los miedos se habían disipado y en su lugar una inusual curiosidad quizás demasiado fortuita llenó mi cabeza y anidó allí hasta el horario de claustro. Tejiendo en mi almohada sueños y uno que otro pensamiento que murió en mi cama.
No mencioné nada de aquel encuentro, quise atesorarlo como una intimidad, no porque mis ideas fueran indecorosas, no, todo lo contrario, decidí guardar un silencio de voto a causa de la vergüenza que me supondría admitir que mi aterrador adversario era nada más, ni nada menos, que un hombre galante.
La soledad había comenzado a atormentarme, quizás, no lo sé, pero aquel caballero con su sutil reverencia despertó en mi infinidad de colores de los cuales yo desconocía su gama. Descansé con un suspiro entre los labios y una añoranza en el pecho, de repente Obregón tenía una tonalidad distinta.
La mañana siguiente tuve el coraje suficiente como para aventurarme sola entre las carcomidas paredes de nuestra morada. El pánico que antes circulaba por mis venas fue suplantado por una recatada ansiedad. ¿Qué tan solitaria tenía que ser la vida de una mujer para que un leve gesto de caballerosidad arrancase en ella añoranza?
Sabía la respuesta, pero intenté mentirme. Mi falta de un compromiso a veces me atormentaba, no quería terminar como mi antigua tutora, abandonada a su suerte y condenada a una vejez solitaria, lista para vestir cualquier santo que se le presentase... No... Aquel no podía ser mi destino.
Relatar este momento después de todo lo que he vivido y lo que ahora sé me resulta amargo, mis propias letras me reflejan en cada curvatura mi desespero y mi notable falta de autoestima. Lo sé, no soy la señorita más agraciada de toda la provincia, pero tampoco podía condenarme a mí misma en el pleno ciclo de mi juventud a la muerte inanimada de una cama helada.
Noto mi propia estupidez y me apeno, ¡Por Dios, Clara! ¡Abre los ojos, mira bien lo que delante de ti se presenta!
Allí estaba yo dos semanas atrás, parada en la sala de Obregón viendo el campo de cultivo esperando que un forajido caballero apareciera y sucumbiese ante mis encantos inexistentes, más nada de eso sucedió.
La miel llegó al mediodía y su dulzura apaciguó mi pena al encontrarme sin algún admirador. Quizás la buena señora Mirtha lo notó en ese momento, más no hizo ninguna acotación, mi silencio a veces decía más que cualquier intrincado discurso y, puntualmente, recuerdo que esa mañana sentía una devastadora soledad que confundí con enamoramiento a primera vista.
Jonás me sacó unas cuantas sonrisas con sus exclamaciones de dicha al probar la ambrosía y luz me llenó de ternura con su risa amplia al disfrutar la miel ambarina untada en una de las tostadas que hicimos durante la mañana, pero pronto todo rastro de felicidad se borró de sus caras cuando comencé a impartir mis horas cátedras.
Sé que los niños no son afectos a los conocimientos duramente asignados por una curricula, como también recuerdo muy bien mi propio aburrimiento cuando una estirada docente se paraba delante de mí durante mi infancia, pero me esforzaba en hacer nuestro periodo interesante.
Empezamos primero con una pequeña revisión de contenidos aritméticos, mis buenos alumnos coreaban los números en una canción bastante bien memorizada, pero sus bocas se cerraron cuando la primera suma se presentó delante de ellos.
Ayudada por unos cuantos porotos sin cocer pude convertir el conocimiento abstracto en algo concreto y, con el uso de sus dedos, los niños pudieron resolver el pequeño problema que había planteado en un cuarto de hora. Estaba satisfecha, las ciencias exactas no son mis favoritas, así que mi dicha se vio vislumbrada en mi rostro cuando saltamos a la siguiente asignatura.
La expresión, fuente inagotable de cualquier magia, era necesaria para quitar de sus gargantas algunas respuestas monosílabas que comenzaban a molestarme. La premisa fue clara, quizás motivada por mis propias fantasías, propuse un tema para hablar.
Apoyando mis codos en la mesa y recostando entre los dedos quizás una cara ensoñada, pregunté. —Quiero que me cuenten, niños... ¿Qué desean en su futuro?
Ambos me miraron pensativos como queriendo encontrar una respuesta entre mis cejas, hasta que sus ojos poco a poco se tiñeron en la gris multicolor imaginación que aguardaba en sus cabezas por ser descubierta. En silencio ambos pensaron sus respuestas, Jonás fue el primero en casi corear por atención mientras que efusivo levantaba su mano. Cediéndole la palabra, esperé en silencio su pequeño discurso guiado.
—Quiero tener dinero, mucho dinero, lo suficiente como para comprar una casa gigante y plantar allí todo lo que quiera.
Invitándole a proseguir, tomé la mano que invisible se extendía hacia mí y poco a poco lo obligué a ampliarse. —Oh, eso suena muy interesante. ¿Qué plantarías, Jonás?
—Bueno, yo... Yo plantaría legumbres, hortalizas y también mucha fruta. Así la señora Mirtha hace mermelada.
Agradecida a los cielos por su inocencia y en cierta parte por su ignorancia, solo sonreí satisfecha. —¿Entonces quieres ser un agricultor?— Viendo su cara de desconcierto, rápidamente expliqué el concepto—¿Quieres tener tu propio campo de cultivo?
Su cabeza asintió de manera afirmativa con entusiasmo y yo misma me vi en la obligación de no martirizar su infancia con algún cruel indicio de realidad. —Eso es estupendo, serás un excelente agricultor, pero para ello tendrás que tener presente varios conocimientos. El clima, por ejemplo, la botánica y hasta la aritmética. ¿Cómo sabrás cuántas naranjas vendes en cada bolsa si no las sumas?—Riendo ante su semblante de defraude, proseguí—Yo te ayudaré con eso, pero con una condición...—fingiendo una leve picardía, esperé ansiosa su respuesta la cual no tardó en llegar.
—¿Qué condición, señorita Clara?
—Bueno, quiero que cuando tu tengas tu estancia siempre me regales una canasta de fruta una vez al año. ¿Qué te parece? ¿Es un buen trato? —Conteniéndome la risa ante su masculina pose fingida de seguridad, vi como de manera solemne Jonás asentía con la cabeza y lanzaba un juramento al techo que prometió cumplir en su adultez. Pronto mi atención se fijó en la pequeña niña a nuestra diestra. —¿Y tú, luz? ¿Qué quieres en tu futuro?
Pensativa, la pobre Luz reflejó una notoria pena mientras que bajaba la cabeza y arrugaba el ruedo de su vestido. —Yo...
—¿Sí? Vamos, ¡Luz, dilo sin miedo! —Animándola a proseguir, me erguí en la silla solo para encomendarle toda mi atención.
—Yo... Yo quiero una familia, una linda familia, muchos juguetes y poder salir a pasear.
Casi sentí como mi falsa estampa de enlozado mármol institucional se partía, un deseo profundo se me había revelado y me pilló con la guardia totalmente baja. Me fue casi inaudito que las imágenes sepia de mi propia infancia no se revelaran, allí estaba yo, pequeña, con la misma edad de Luz jugando con mi perro teniendo a mi madre atenta a mis movimientos y a mi padre un tanto apartado leyendo en silencio. Había crecido en un hogar, quizás no tan cariñoso como debería haber sido, pero tenía a mi sangre rodeándome haciendo que cualquier lugar en el que estuviésemos se tornase como propio.
En cambio, los dos pequeños niños que atentos a mi mirada un tanto conmovida me contemplaban, no tenían nada. Solo Obregón cubría sus cabezas y el único afecto depositado en sus infantiles sueños era el mío y el de la tosca señora Mirtha... Culpa, solo eso diré, una culpa desmedida me atravesaba como fuertes espinas que laceraban mis sentimientos y penetraban en mi cuerpo hasta llegar a mi aún virgen corazón. Fue entonces que dije aquella frase que marcó mi destino.
Poniéndome de pie y apoyándome en el hueco entre las sillas de ambos que bajé mi guardia y les regalé mi moral. —Luz... Nosotros ya somos una familia, quizás una no muy convencional, pero yo los quiero como si fueran mis hijos.
Teniendo como respuesta solo el silencio, proseguí. —Jonás es tu hermano mayor, siempre te cuida, tú eres mi niñita adorada, a veces un poco caprichosa, pero pareces casi sacada de un cuadro y, bueno, la buena señora Mirtha es su tía. Un tanto callada, de eso no cabe duda, pero puedo asegurarles que los quiere de la misma manera que yo los quiero.
Teniendo la cabeza gacha de Jonás y la tímida risa de Luz como respuesta, me devolví a mi asiento, dejando un audible suspiro ante la catarata emocional que se estaba vertiendo sobre mi cabeza.
—¿Señorita Clara?
—¿Sí, Luz?
—¿Y quién sería nuestro papá?
Provocando que tapase mi propia risa con el dorso de mi mano, Jonás se adelantó a mi respuesta. —El criado de los mandados, él lo sería.
—¡No, no! ¡Claro que no! —Mencionó Luz casi de manera aristócrata negando con sus dedos y adquiriendo una pose recta. —Él apenas habla, nuestro padre tiene que ser un señor cariñoso, que tome a nuestra mamá del brazo y que tenga dinero para que nos compre vestidos.
Aquello me hizo perder la sobriedad del recato, sus ideas descabelladas eran fascinantes. —En eso tienes razón, Luz, pero lo más importante es que sea un caballero. Así Jonás sabe cómo actuar cuando sea grande y tú sabes reconocer a un hombre de modales.—Adentrándome yo también a ese delirio de fantasía, me vi a mí misma dibujando un rostro entre mis pensamientos, realmente era una idiota de primera.
Continuamos charlando, intentando dejar el tema de mi imaginario esposo atrás, para mi suerte su oralidad mejoraba cuando tratábamos temas de la vida cotidiana. Jonás se mostraba bastante parlanchín cuando se hablaba de cosecha y Luz, bueno, ella tenía una mente demasiado activa. La escuché embelesada cuando luego de unos minutos de reflexión inventó delante de mi una historia que tenía de protagonista a una mariposa que se escapa de pueblo en pueblo pegándose a las encomiendas de los viajeros. Solo pude aplaudirla y felicitarla por su creatividad, mi pequeña fantasiosa me prometió que una vez que fuera completamente alfabetizada escribiría sus cuentos y crearía libros. Algo en mi corazón me dijo que esa promesa no se rompería, realmente me estaba encandilando.
Cuando nuestra jornada se estaba desgastando y nuestros ánimos cayendo, una idea de dispersión apareció en mi mente. Realmente necesitaba una excusa para ponerme de pie y estirar mis acalambradas piernas, también para ir al baño. Aclarándome la garganta, comandé una directiva. —Mis niños, tendrán un pequeño receso, pero primero adelantaremos un poco la lección de botánica, ¿Si?
Viendo sus caras de desanime reí en mis adentros sospechando que aquel par de infantes pensaron que permanecerían sentados. —Quiero que vayan a buscar en los costados de Obregón 4 hojas de distintos colores de los árboles, también quiero que tengan formas y tamaños diferentes, pero no se alejen demasiado. Yo los estaré esperando en el patio y, de paso, veo que no salgan de mi vista. ¿Están de acuerdo?
Afirmando con violencia ante mi pedido, los dos salieron disparados, casi haciendo que sus hojas volaran de la mesa, por fin dejándome en una ansiada soledad. Me puse de pie y poco a poco busqué vitalidad en el suelo, para luego dar pasos lerdos hasta que mis piernas respondieran, adentrándome en el recibidor de Obregón vi por la ventana a mis inquietos alumnos revolver entre la maleza cercana con gran entusiasmo, mi plan había funcionado y ahora todos teníamos un momento de rejuvenecedor movimiento físico.
Apoyada en el marco, Jonás fue el primero en mostrarme sus hallazgos con una sonrisa tan amplia que parecía iluminar el atardecer, recibiendo las verdes hojas le permití que fuera a nuestro patio interno a dispersarse un momento. Pronto aparecerían las luciérnagas y aquel espectáculo era digno de ser acompañado por sus jugarretas.
Pronto también lo acompañó Luz, presentándome su inventada tarea con gran entusiasmo, también le permití recrearse en conjunto con Jonás, yo solo me quedé allí, quieta, aún apoyada en el marco de arcilla viendo quizás con el alma un poco oxidada la soledad de nuestro campo de cultivo.
Pasó aproximadamente media hora hasta que Luz sorpresivamente, sumida en un completo silencio, apareció a mi lado jalando mi vestido. Ella, con toda la timidez posible, extendió a mis manos el más grande girasol que jamás he visto.
—¡Dios, es hermoso! ¿Es para mí, luz?
Asintiendo con su cabeza se deleitó con la sincera atención que le ponía a la flor, aún estática permanecía a mi lado. —¿Dónde lo encontraste?
—Yo no lo encontré—carraspeando de manera fingida, Luz prosiguió—un caballero me lo dio y me dijo que por favor se lo entregara a usted...
Al principio aquello me pareció una broma, pero luego en mi mente un inusual pánico se dibujó encaminándome a pensamientos oscuros al ver que Luz no me mentía. Apurada, dejé que mis demonios escapasen entre palabras. —¿Te hizo algo? ¿Te tocó? ¿Quiso llevarte? —Examinándola de arriba abajo, poco a poco mi preocupación se fue relajando al ver su vestido impecable.
—No, no... Era un señor muy lindo, solo me dijo que le diera esto a usted, nada más.
Llevándome una mano a la frente y volviéndome a apoyar en el marco, dejé que el alma me retornase al cuerpo. —¿Cómo era, Luz?
—Bueno, tenía un pantalón y saco gris, fue amable y bastante sonriente. Cabello negro y ojitos café, me sonrió bastante y luego se alejó.
Como un fulgor delante de mí vi como la señora Mirtha retornaba a Obregón por el campo de cultivo, cargaba consigo un balde de agua recién extraído del lago, no tardé en llamarla con apuro usando mi mano mientras que Luz parecía no entender mi anormal nerviosismo. Intentando que mi miedo no fuera traslucido por mi voz, pedí intimidad. —Luz, ve a jugar con Jonás. No te separes de él. Si vuelve a aparecer un extraño ven corriendo a decirme.
Ella asintió y salió disparada por la puerta mientras que la pobre señora Mirtha entraba lista para recibir un nuevo cuadro de histeria por mi parte.
—Paso algo...—Extendiendo mi mano y mostrando la flor de la discordia, suspiré.—A Luz un extraño la habló y le dijo que me entregase esto.
Su expresión generalmente serena pronto fue mutando de manera paulatina, para mi sorpresa una ceja levantada en su rostro mostró una cierta picardía que no me esperaba. —Oh, Clara. No me diga que tiene un admirador.
Bastante cohibida y algo apenada, solo intenté que mi charla no se dirigiese a una boba fantasía. —No, no entiende... Un extraño habló con Luz.
—¿Eso que tiene, Clara?
—¡Pudo hacerle algo a ella! ¡También a nosotras!—Exasperándome bastante, pronto el pánico de una vida tapizada en gacetas criminales salió a la vista.
—Ay, Clara...—Riendo mientras que caminaba a la cocina, me vi en la obligación de perseguir a la señora Mirtha en su recorrido. —Aquí no pasan esas cosas, no piense con la mentalidad de la capital. Es más, debería estar bastante curiosa ante un hombre que se tome el trabajo de hacer tales gestos.
—No... Bueno, quizás sí, pero me asusta—Notando como el balde de agua que ella cargaba era poco a poco volcado en una palangana, solo suspiré. —Cuando usted se vaya yo quedaré sola con los niños.
—Y le irá bien...—Mermándome cualquier interés ante mis miedos, ella solo volteó para sonreírme. —¿Luz le dijo quién le envía eso?
—Lo describió...—Dejando que mis propios pensamientos no fueran una tortura, comencé a recordar las palabras de mi alumna. —Dijo que era un caballero bien vestido, agraciado...
—Uy, no me diga...—Sin esconder su sonrisa, ella preguntó. —¿Tiene a alguien en mente, Clara?
Fui una tonta, una verdadera idiota al caer ante mi propia sonrisa al contemplar mi recuerdo con ese extraño. Si le hubiera hecho caso a mi instinto en ese momento, en aquella primera reacción, nada malo hubiera sucedido. —Sí, creo que sé quién es...—Suspirando, me dejé caer rendida ante una de las sillas mientras que develaba mi secreto. —Cuando fui a encomendarle la miel al criado me crucé con el hombre que vi aquella mañana en Obregón, ¿Recuerda?
—Sí, claro que lo recuerdo—Arrimando una segunda silla a mi lado, la señora Mirtha se mostró bastante expectante de mi relato.—Continúe, cuente... ¿Cómo era?
—Era... Bueno, lindo.—Partiéndome los labios con esa palabra, concluí.—No hablamos, pero parece un hombre amable.
—¡Oh, Clara! ¡Tiene un cortejante! ¡Debería estar ensoñada y no asustada, niña!
—Es que, no lo sé, jamás nadie me había cortejado de manera tan directa... Me asusta.—Sintiéndome casi como una infante de repente la figura de Mirtha mutó a la de una maternal confidente. —No sé cómo reaccionar.
—Por empezar, debería estar bastante alegre, no cualquier caballero, encima uno agraciado, se toma la molestia de venir a Obregón para cortejarla. Seguro la vio en San Ignacio y decidió averiguar sobre usted, Dios quiera que sea uno de los miembros de la familia Larguía.
Notando mi cara de desconcierto, Mirtha prosiguió. —Usted debe haber visto su casa cuando estuvo en San Ignacio, es la más grande, la que está al lado de la iglesia. Son la única familia bien posicionada y tienen un hijo soltero.
Pensativa, tracé un mapa mental de todo mi recorrido por el pueblo, pronto una casona se dibujó en mi memoria, inocentemente sonreí. —No lo sé...
—¡Niña, alégrese! ¡Más de una quisiera formar parte de esa familia! —Sin disimular su falta de compostura, Mirtha se mostró pensativa. —Cuando vaya al pueblo averiguaré sobre si el hijo de los Larguía anda interesado en alguien, ¡Ay, Clara! Es una mujer muy afortunada.—Poniéndose de pie, Mirtha solo me dejó una frase mientras que levantaba la palangana colmada en agua y se dirigía al patio donde jugaban los niños. —Quizás usted no quede sola en Obregón después de todo.
Solo la vida sabe cuánto pensé en esa oración, los miedos se evaporaron y fueron suplantados por almidonadas fantasías de algún pronto noviazgo colmado en perfume de sándalo. Fui una ilusa, me dejé guiar por las añoranzas de una soltera mujer mayor, pero le creí, confié en su suposición e inconscientemente sonreí. Mi vejez no sería solitaria y la idea de contraer matrimonio dejaba de ser una utopía para convertirse en una meta.
Que me perdone la vida, pero en ese momento sentí un primer fuerte latido en mi pecho, uno que no había sentido jamás en toda mi existencia, atravesarme con su retumbe, volviéndome egoísta. Caminé al patio y me senté en uno de los grandes canteros que tapizaban Obregón, entregándome con fervor a una fuerte fantasía que comenzaba a adueñarse de mi cabeza.
¿Tendría la dicha de casarme? ¿Mi vida acabaría o, mejor dicho, comenzaría en San Ignacio? Malditas luciérnagas que ahora me iluminaban con su rosa candil mientras que yo suspiraba ante mis suposiciones.
Me vi a mi misma escribir las más almidonadas cartas relatando en detalle un romance blanco, diciéndole a mi madre que por fin había encontrado a un caballero digno e invitando a mi padre a conocerlo. Campanas de iglesia, vestidos con volados, niños y alcobas llenas de risa...
Debo haber permanecido risueña por casi una hora mientras que los infantes jugaban a mi alrededor entrando y saliendo de Obregón continuamente. Al pensar en mi propia descendencia me fue imposible no dejarme llevar por sus cantarinas carcajadas, brindándoles mi callada atención mientras que me regalaban una lumbre de su niñez.
Fue entonces cuando lo vi, aquella muñeca hurtada del mercachifle ahora también formaba parte del patio. Luz la elevaba continuamente del brazo y jugaba con ella como si fuera un miembro más de Obregón.
Si dicho juguete hubiera sido adquirido de manera honesta no me habría molestado en lo más mínimo su presencia, es más, hasta le habría confeccionado vestidos con mis faldas viejas, pero su origen solo me provocaba un gran repelús acompañado con zozobra.
Acercándome a Luz, simulé una ligera tos que ella ignoró de manera brillante. Al ser prácticamente invisible, me vi en la penosa situación de hablar. —Luz... ¿Qué haces con esa muñeca?
—Estoy jugando, ¿Por qué?
—Porque esa muñeca no es tuya y tendrás que devolverla cuando vayamos a San Ignacio. —Intentando sonar autoritaria, pero a la vez dulce, pedí. —Por favor, ve adentro y guárdala, no queremos que se ensucie y luego nos la cobren.
Rápidamente en su angelical porte un ceño fruncido se dibujó acompañado por una estridente voz de enfado. —Pero, ¿Por qué? ¡Si es mía!
—No, no es tuya, si la hubieras comprado sí te pertenecería, pero la robaste... Ahora entra y déjala sobre la mesa.
—¡NO LO HARÉ!—Elevando la voz y haciendo que rápidamente los dos miembros restantes de Obregón vinieran a nuestro encuentro, ella empezó una rabieta.
—Sí, sí lo harás...—Yo también estaba contagiandome de la cruenta rabia que destilaba mi alumna, pero intenté con todas mis fuerzas mantener la compostura. —Si no quieres que te castigue irás ahora mismo adentro y la dejarás sobre la mesa.
Rápidamente la señora Mirtha llegó a mi lado e intentó calmar la situación con mudos susurros a mi oído. —Clara, por favor... No hace falta, deje que se quede con la muñeca.
Bastante ofuscada me sorprendí ante la falta de criterio de mi compañera, obligándola a entrar en razón solo dije lo único que tenía en la mente grabado a fuego. —¿Sabe lo que pasa, señora Mirtha? Si este comportamiento continúa ella será una mala mujer, robará y se volverá un mal hábito. Me niego a aceptar que una alumna mía se vuelva una vulgar ladrona.— Agarrando la muñeca del brazo libre que Luz no sujetaba, la tironeé levemente.—DAME ESO.
¡NO!—Gritó Luz de manera desesperante mientras comenzaba a forcejear conmigo con todas sus fuerzas, sin darme cuenta logró que mi agarre se soltara, para luego salir corriendo entre los matorrales aun pegando alaridos a su paso. —La esconderé y nunca la encontrará, bruja.
Aquello me dejó la boca abierta, la pequeña niña a la cual yo le labraba trenzas en la cabeza me acababa de insultar y me había desobedecido en la muestra más horrible de rebeldía. Perdí los estribos, estaba envuelta en cólera, jamás pensé llegar a esas instancias, pero me vi obligada a corretearla por el campo lanzando mis propios gritos al aire. —¡VUELVE AQUÍ!
Nunca he sido amiga de los castigos físicos, pero juraría por Dios que en esos momentos, mientras que perseguía a mi alumna entre la maleza, mi mano ardía de la necesidad que tenía de abofetearla por su falta de conducta.
Sin darme cuenta el camino pronto empezó a conducirme a un páramo fácilmente reconocible, la condenada Luz se había adentrado en las ruinas de los Jesuitas y yo en ese momento tomé conciencia de lo que estaba haciendo, aquel sitio era realmente peligroso y mi rabia pronto mutó en una real preocupación. Siguiendo los ruidos de las hierbas siendo surcadas por pisadas, comencé a desesperarme. —¡LUZ, NO TE METAS ALLÍ!
No veía nada más que las rojizas columnas de esa antigua construcción resplandecer a luz de la luna, atemorizándome con sus oscuridades y a la vez generándome un auténtico miedo que empezó a hacerme tiritar. Temía por mi vida y por la de Luz, sabía que el peligro de derrumbe era latente, también tenía bien grabado en mi memoria el funesto deceso de la señorita Catalina, mi respiración se volvió helada y mi sangre se escarchaba entre mis venas, debía encontrarla. Pronto el sonido débil de unas cuantas ramas siendo pisadas me reveló la presencia de mi alumna. —¡LUZ!
Sin percatarme de que alguien se acercaba a paso rápido hacia mi encuentro, solo cuando lo tuve a unos prudentes tres metros de mi espalda volteé a averiguar el origen del funesto tropel que se aproximaba. Jonás llegó bastante preocupado y al verme no tardó en ponerse a mi lado. —Señorita, no debes estar aquí, vámonos. —Agarrándome de la mano y jalándome para desandar mi camino, Jonás se mostraba bastante cohibido.
—No podemos irnos sin Luz, algo malo podría ocurrirle. —Luchando débilmente para soltarme, empecé a caminar hacia la dirección donde anteriormente había escuchado el eco de los pasos de mi alumna. Adentrándome en lo que alguna vez había sido la nave central de esa construcción, ahora repleta de una densa vegetación. —¡LUZ, SAL DE ALLÍ AHORA MISMO!
De repente, a mi espalda, a unos casi veinte metros de distancia, la chirriante voz de mi alumna me respondió llenándome de sorpresa. —JAMÁS LA ENCONTRARÁ.
Yo me quedé bastante sorprendida, juraría que estaba detrás de su huella, grande fue mi desconcierto cuando supe que mi orientación era pésima y que mi alumna jamás había pisado las ruinas. Me quedé quieta unos momentos, escuchando como Luz corría a la distancia y, seguramente, volvía a Obregón. Solo pude suspirar por su desacato y ante la idea de que me había puesto en peligro de manera ignorante y casi temeraria.
Jonás rápidamente volvió a mi lado y comenzó a jalarme. —Vámonos...
—Sí, tienes razón. Disculpa por lo que tuviste que ver, Jonás. —Lanzando un segundo suspiro al aire, Apreté mi frente entre mis dedos y solo sentí un leve escalofrío al ver las estructuras que me rodeaban. —A veces Luz me saca de quicio.
—No... No hable así.—Un débil tartamudeo se fundió en la boca de mi alumno mientras que notaba como el brillo de sus ojos apuntaba sin disimulo a diferentes lugares de manera histriónica. —Menos en este lugar... Vámonos...
—Tienes razón...—Dándome por vencida y sintiéndome derrotada por un infante, quise emprender nuestro camino de regreso, apenas hice unos cuatro pasos, pero algo me obligó a detenerme.
Desde el mismo lugar donde antes había pensado que se encontraba mi alumna el ligero chispear de unas ramas siendo partidas llamó mi atención. Por alguna extraña razón en mi cabeza se formó una teoría, quizás Luz le había entregado su muñeca al encargado del transporte, era sabido que los nativos a veces recorrían el campo de noche para cazar algo interesante. Volviendo sobre mi camino, comencé a dirigirme al origen del sonido.
—No, señorita Clara, hay que volver...—Jonás me agarró con bastante fuerza queriendo impedir mi andar, pero, regalándole una sonrisa, intenté calmarlo.
—Tranquilo, solo quiero encontrar la muñeca, no quiero darle el gusto a Luz de volver a jugar con ella.
Jonás continuó aferrado a mi mano mientras que poco a poco nos íbamos acercando al origen del sonido, grande fue mi sorpresa cuando me percaté que estábamos a escasos pasos de la orilla del lago.
Inspeccionando con mi mirada, pronto una silueta se mostró parado a un costado del embalse. Al principio me detuve, Jonás quiso esconderse detrás de mí y, no lo negaré, temí por un momento, pero el blancuzco brillo lunar ahora libre de nubes me permitió reconocer quien estaba tan cerca nuestro.
Con el traje que anteriormente lo había visto, el mismo hombre que me había saludado hacía pocos días y el supuesto autor del regalo del girasol se mostraba impoluto dándonos la espalda. Su cabello brillaba gracias a los fulgores de la noche y pronto de mi rostro se borró el desconcierto para luego mutar en una pequeña vergüenza picara. Lo inspeccioné unos momentos, de hombros altos y de porte recto, el extraño posaba contemplando el agua cobriza, ahora negra, perdido entre sus propios pensamientos. Rápidamente la idea de la caza deportiva de nuevo se adueñó de mi cabeza, pero, para mi sorpresa, había un detalle que en la primera inspección había obviado por completo. De su mano colgaba la dichosa muñeca de Luz.
—Hay que irnos...—Susurró Jonás detrás de mí con un comprensible miedo al encontrarse delante de un extraño casi en la penumbra.
—Tranquilo, lo conozco.— Carraspeando mi garganta haciendo que mi presencia se revelase, fingí soltura al momento de hablar. —Disculpe, ¿Señor? Creo que mi alumna lo ha estado molestando...—Espere su respuesta con calma, mientras observaba como el extraño poco a poco rompía su pose dura.
—¡NO LE HABLE!— Casi desesperado, Jonás gritó con todas sus fuerzas mientras que el extraño volteaba, en ese momento no entendía que pasaba, hasta que me percaté de lo que delante de mí comenzó a desplegarse.
Aquel hombre, el mismo de piel bronceada y mirada cálidamente marrón, ya no era el mismo. El brillo lunar me reveló algo que no pude aguantar, me mostró su rostro. Similar a un cuero curtido y reseco su piel se tensaba sobre sus rasgos cadavéricos, pegándose encima de sus huesos y mostrándome amalgamas oscuras que solo acentuaban sus afilados pómulos y su prominente mandíbula. Mi mirada subió con espanto hasta su boca, una hilera de afilados dientes puntiagudos se rebelaba entre sus labios abiertos haciendo un mudo sonido de ahogo que me hizo paralizar por completo. No quería seguir mirando, pero estaba petrificada, Jonás seguía gritando y logró con su fuerte empujón moverme apenas unos pasos, pero mis ojos seguían fijos en el extraño. No tenía nariz, solo un pútrido hueco en su lugar, pero, lo que aquella noche casi me mata, fue un detalle que jamás olvidaré y aún me provoca pánico con solo escribirlo. No tenía ojos, no tenía cuencas oculares... Solo era una extensión de su violácea frente... Parecía que cargaba una venda de su propia piel que lo cegaba en una lisa expresión de horror mientras que aún continuaba haciendo ese chillido con sus labios resecos. Sin duda alguna es y será lo más espantoso que vi en toda mi vida.
El monstruo, como lo llamaré desde ahora, extendió su mano levantando su brazo con anormal dificultad. Se contorsionaba en cada una de sus articulaciones provocando que su piel crujiera, haciéndome entender que el sonido que había escuchado no eran simples ramas rotas, sino el partir de su piel llamándome. Similar a un rigor mortis, tieso y luchando por romper sus muertos músculos, elevó la muñeca a la altura de sus inexistentes ojos como invitándome a tomarla.
No tendré recato al decir esto, pero me oriné encima ante tal estampa, aún contorsionándose comenzó a acercase, haciendo que ese horrible sonido de su piel tensada y sus articulaciones siendo tronadas se escuchara por todo el campo. La muñeca seguía suspendida delante de su rostro y sus pasos comenzaron a adquirir más velocidad, venía a nuestro encuentro cada vez más rápido y yo no podía reaccionar.
Bendito niño, cuidado y protegido siempre sea por los ángeles, en su desespero Jonás comenzó a arrastrarme mientras que corría presa de un pavor que yo también compartía. Nos alejamos tan velozmente como nuestros pies nos lo permitieron, el aire me faltaba y mi vestido estaba húmedo... Cuando por fin Obregón apareció delante nuestro apuramos aún más la marcha y nos metimos despavoridos en sus fauces.
Inclinándose para apoyar sus manos en sus cansadas rodillas, Jonás tomaba aire con fuerza como si fuera un recién nacido. Yo aún seguía sin poder retornar a mi normalidad, estaba sumamente pasmada y no podía articular palabra, más sí podía observar todo a mi alrededor. Temía que esa cosa nos hubiera seguido. Intentando devolverle vida a mi cuerpo, cerré la puerta y con desespero busqué a través del marco de la ventana algún vestigio de ese horrible ser.
Un fuerte sollozo se escuchó detrás de mí, volteé a verlo, Jonás lloraba a lágrima viva haciendo brillar sus grandes ojos, realmente estaba consternado. —Nu... Nunca le hable, es el padre de Luz.
Abriendo la boca ante el espanto, solo pude acercarme a él y mostrarme tan perturbada como realmente lo estaba. —¿El padre de Luz? ¿Ya lo habías visto?
—Sí... Suele meterse a Obregón.
Fue entonces cuando mi mirada se perdió en uno de los extremos del viejo techo de paja... El aire dejó de ser una necesidad y mi cuerpo se relajó, sumergiéndome en un calmado negro que pronto me hizo olvidar todo lo vivido. Me había desmayado.
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