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Tomando lo que la señora Mirtha me había dicho como un sutil consejo para ganarme el afecto de los niños (que equivocada que estaba) los posteriores días los ocupé para adaptarme a mí misma a aquella humedad sutilmente más cálida que la de la ciudad y a su vez empezar a formar vínculos con los infantes.

Durante las dos primeras jornadas en cuales me integré a Obregón pude develar diversos matices de las personalidades de mis acompañantes; por un lado, la pequeña Luz no dejaba de sorprenderme con su amplio vocablo, muy estudiado para ser una simple huérfana.

Ella me relató con exquisitas palabras el tiempo de siembra de nuestra cosecha y como esta debía ser continuamente revisada en búsqueda de alguna alimaña que afectase nuestro cultivo. Me habló de sus sueños, aquellas acarameladas fantasías que siempre concluían con aporcelanadas muñecas y dulces de ciudad.

También en su boca encontré dudas, preguntas inocentes adornada por la brillosa curiosidad de sus ojos. A palabras apenas audibles ella me cuestionaba sobre mi vida, mi familia y mis planes a futuro. No quise profundizar en intimidades, mucho menos mencionar casamientos con algún caballero inexistente o delirios juveniles los cuales no eran acordes a los virginales oídos de mi diminuta compañía, pero aquello me fascinaba.

Sí me lo hubiesen preguntado en ese momento, yo seguramente hubiera adoptado a Luz y abría adornado mi vida con los destellos de su inocencia. El tenerla tan libre y a la vez tan cauta me llenó de una satisfacción indescriptible que apenas me cabía en el pecho, auguraba grandes cosas para ella.

Por otro lado, el pícaro Jonás se mostró bastante terco a la hora de hablar sobre el accidente del jarrón, simplemente tomándolo como un descuido. En una tarde de por demás cálida él se aventuró a ser mi guía a través de las ruinas jesuitas y en aquel lapso tramo de camino el muy bribón me contó varios chistes que casi me hacen reír, pero pude guardar mi compostura.

Era un niño vivaz, demasiado animado para haber sobrevivido toda su existencia lejos del seno de un hogar. Sin duda alguna no era el caballerito que yo pensaba, la verdad era mucho mejor, era un crío colmado en vida y energía, una muestra clara de su profunda necesidad de salir a delante, quizás de manera inconsciente. Animoso por el estudio que pronto emprenderíamos los tres, Jonás me relató débilmente y con pesar lo poco que había aprendido, también tuvo el valor necesario para contarme del fallecimiento de su madre y padre a causa de "una súbita enfermedad" que el no pudo nombrar.

Cuando mi recorrido entre las grandes piras de rocas pulida ya comidas por el tiempo concluyó, mi mente reviviendo por un momento mi propia infancia hizo que mis pies marchasen de manera autómata hacia el lago que se escondía detrás de una de las pocas torres que aún se mantenían erguidas. La mano de Jonás, casi tan masculina como la de alguien que lo doblase en edad, me obligó a desistir de mis planes. Luego de relatarme lo peligroso que podía ser aquel estanque a causa del desprendimiento de algunas de las ruinas solo pude agradecerle de sobremanera mientras que retornábamos a Obregón.

Como era de esperarse, Mirtha nos seguía atenta con su mirada fiera desde el umbral acompañada por Luz. Ambas nos vigilaban con sagacidad en búsqueda de algún movimiento infortunito que revelase mi comportamiento novato, Mirtha quizás por un cuidado maternal hacia los niños y Luz en una clara muestra de celos.

Con la señora Mirtha no hablábamos mucho, rara vez cruzábamos palabras diferentes que no tuvieran que ver con el noble recato o las directrices de Obregón. Intenté entablar diálogos más de una vez, pero ella se mostraba férrea a no abrir la boca. Le comenté del entusiasmo de los niños por iniciar su instrucción y como Luz se perfilaba como una pequeña dama en desarrollo, pero aun así permaneció callada, apenas afirmando con su cabeza mi palabrerío.

El tercer día ya era momento de empezar mis improvisadas clases, tomándome el atrevimiento de despertarme mucho más temprano que el resto me animé a entrar en la improvisada aula que habían dispuesto para mi profesión. Limpié la mesa y lustré la pizarra, el único armario disponible continuamente me llamaba en un silencioso grito de curiosidad que me fue imposible ignorar.

Lo abrí en una completa falta de vergüenza. Maravillada revisé los trabajos anteriores de al menos diez niños y sonreí agraciada ante los dibujos de carboncillo que allí se presentaban. Revolví en silencio cuanto pude, me llené de polvo las manos deduciendo los años que tenían algunos documentos y tuve que acercar la candela a la hoja para descifrar algunas inscripciones.

Pronto un nombre familiar apareció delante de mí, Jonás se me presentaba nuevamente en forma de papel. Primero con torpes trazos y luego con algunas oraciones, me fue inaudito aguantar el suspiro de felicidad que salió de mí cuando supe que no debería alfabetizarlo desde cero, la anterior docente ya había construido una base firme para continuar con su tutoría.

Pronto un anotador se enredó en mis manos, encontré el libro de aula de la mujer que ahora ya dejaba el anonimato. La señorita Catalina, anterior dueña de la cátedra, aparecía ante mí con su caligrafía amplia y casi dibujada rezando en su libro de aula todos los temas que había brindado.

Siguiendo sus registros y anoticiándome de sus enseñanzas, descubrí que el querido Jonás había cursado cuatro años de instrucción a diferencia de Luz que recién tendría su segundo ciclo lectivo conmigo. En el tiempo que me restaba antes de comenzar el año escolar prometí nivelarlos para que su interacción en el curso integrador resultase mucho más sencilla.

Leí con gran interés los apuntes de la señorita Catalina, aquella mujer que dibujaba en sus hojas y que relataba con palabras exactas cada método utilizado poco a poco comenzaba a regalarme un poco de su experiencia sin siquiera conocerla, fue entonces, en la fecha exacta de las vacaciones invernales, que su registro concluyó. Ella no había completado su planificación y aquello me pareció extraño de una forma alarmante.

Prácticamente había desaparecido por completo, no había más registro de alguna clase impartida por su mano y su ultimo asiento en su propia asistencia se fechaba como el veintitrés de Julio. Traté de no levantar alguna bulla, pero aquello era desconsiderado. Ella había dejado sin docente a un cuerpo estudiantil durante la mitad del año y a simple vista parecía que nadie más había impartido clases.

Buscando algún indicio al final del armario hallé unas once hojas atadas delicadamente con un cordón. Comencé a leerlas, pronto supe que eran breves descripciones de cada alumno que había pisado Obregón y había caído en las manos de la señorita Catalina.

Tuve que buscarlo, mis dos pequeños pupilos seguramente estaban allí y la tentación de no leer sus reportes era algo que no podía aguantar. Después de todo, cada imagen vaga que alguien pudiera darme de su comportamiento era de suma ayuda ante mis planes a futuro.

Jonás apareció primero, apenas en un simple párrafo que rezaba en oraciones concisas lo que ya podía imaginarme. Animoso, parlanchín y un poco reticente a levantarse por las mañanas, mi alumno era desglosado como cualquier otro niño normal de su edad. Su adaptación ante Obregón parecía no haber sido traumática.

Ya había trabajado anteriormente con huérfanos, más nunca habían estado completamente bajo mi tutela, pero mis experiencias anteriores me decían que siempre sus visiones de un pasado mejor o la falta de ilusiones en cuanto a su futuro afectaban su comportamiento de manera negativa sí su energía no era bien encausada. Para mi suerte, Jonás no era el caso.

Mi sonrisa perdió algo de su resplandor cuando la hoja de luz apareció bajo mi candela. La queridísima niña sí había pasado un periodo de duelo que afectó su conducta. La señorita Catalina la describía como revoltosa y hasta fácil de montar en cólera a causa de un capricho. Aquello me parecía inaudito teniendo en cuenta el presente de la dulce damita que fantaseaba con caramelos.

Manteniendo aquella hoja en mis manos y soportando el silencio que evitaba casi como una mano cerrada contra mi boca que se me escapase un suspiro, supe que debería reforzar la autoestima de mi querida alumna sí quería que su buen comportamiento se mantuviera vigente.

Así permanecí unos minutos, pero, para mi desgracia (luego entenderán porqué digo esto) la buena señora Mirtha se presentó delante de mí a un costado del dosel de la inexistente puerta. Aclarando su garganta reveló su identidad y rápidamente sus ojos juzgadores se posaron en mis manos, las cuales aún seguían sosteniendo las anotaciones de Catalina.

Me vi a mí misma nerviosa, como si hubiera hecho algo malo. La necesidad de cortar con aquel molesto silencio casi hacía que las palabras salieran apresuradas de mi boca. —Parece que la última maestra hizo un excelente trabajo.

—Sí, así es... La señora Catalina cumplió estupendamente su labor.

Como sí aquello fuera una sutil pizca de veneno de parte de la que por ahora era mi anfitriona, respondí con franqueza. —Espero estar a su altura.

—Lo estará, Clara. De aquello no debe preocuparse. —Torciendo la boca y casi con la misma necesidad imperiosa que yo de cortar con esa charla, noté como la señora Mirtha parecía querer marcharse.

Por más que añorara la soledad con fuerza, mi deber me llamaba. Había determinados interrogantes en mi cabeza que me obligaban a alargar aquel dialogo, no iniciar mis labores sí mi conocimiento de la historia de Obregón era nulo. Deteniendo su huida, me animé a cuestionar aquello que realmente me tenía curiosa. —¿Qué sucedió con la señorita Catalina?

Arrugando su delantal, pude percibir un leve baile en su globo ocular en una clara muestra de esquive. —Créame, señorita... Todo lo que usted necesita saber está allí, en sus anotaciones.

—Sí, en parte tiene razón, —dejando de lado los apuntes que antes con tanto entusiasmo había revisado, me vi en la necesidad de impedir el escape de la señora Mirtha parándome, interponiéndome en su camino —pero los alumnos han pasado casi medio año sin tener tutoría. Creo que es conveniente que deje su hermetismo y me relate lo que realmente sucedió si desea que mi trabajo sea óptimo.

Mostrándome su ceño arrugado como un indicio de lo que pronto hablaría, el tono de voz de Mirtha disminuyó de manera considerable. Era una obviedad el carácter privado que tenía nuestra charla. —La señorita Catalina falleció a finales de Julio del año pasado...

Al escucharla me sobresalté de manera alarmante, pero su mano en mi hombro y el chisteo de su boca rápidamente me obligaron a mantener un silencio de claustro. —¿Falleció aquí?

—¡No, por Dios! ¡Eso sería espantoso!

Dejando que mi alma descansase un momento al saber que el recinto no había sido infectado con quizás una purulenta muerte, debí nuevamente cuestionar. —¿Entonces qué le pasó?

—Preste atención, no volveré a hablar sobre esto... Ni tampoco se le ocurra mencionárselo a los niños, porque para ellos todavía es algo sumamente doloroso.—Dando con aquella frase el preludio necesario para lo que me relataría, prosiguió. —La señorita Catalina fue encontrada en el lago, fue un accidente aparatosamente horrible. Suponemos que quiso recoger un poco de agua para el sembradío y un desprendimiento de las ruinas la arrastró hasta el fondo del remanso...

Tapé mi boca con horror conteniendo el grito ahogado que moría por salir de mi garganta, aquella era sin duda alguna la muerte más fatídica que había escuchado. Dicha información, casi suministrada con el caudal de un cuentagotas, me había revelado el porqué de la preocupación de Jonás en cuanto a la peligrosidad de la cercanía de las ruinas. Serenándome a mí misma con una lenta respiración, me recompuse a fuerza de mi propia voluntad.

Tal y como había aparecido la señora Mirtha, sin emitir algún sonido o sí quiera saludar, volvió a marcharse. Quizás ahora comprendía el origen de sus pocas palabras y su trato distante, aunque aquello no le quitase lo gentil, ella seguramente había visto en primera persona el horror que acababa de describirme.

Traté de ignorar la cruenta imagen mental que ante mi recurrentemente volvía, elevé una oración al cielo en nombre de la señorita Catalina y así fue que inicié con mi primera tutoría.

Los niños estaban animados, eso hizo que olvidara mi consternación y pronto algunos conocimientos niveladores fueron suministrados por mi voz cauta. No vimos mucho, pero pude conocer de primera línea la buena predisposición de Luz en cuanto a su instrucción y el leve adormecimiento de Jonás cuando iniciaba una lectura.

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