13

Volver a Obregón no fue nada sencillo, anteriormente ya había manifestado mi egoísta necesidad de abandonar por completo aquellas tierras de los destellos de mi memoria, pero ahora, completamente sola de cualquier ayuda adulta que pudiesen brindarme, me sentía como la pequeña Clarita, una vez más, en la espera de que su madre apareciera, subiera su falda y la castigase con alguna varilla.

Me faltaba coraje, en mis venas no corría ni una minúscula gota de valentía, pero de nuevo estaba allí, sobre la diligencia mientras que el pobre Chumira no quitaba sus ojos del ancestral camino que recorríamos como si aquello fuera el preludio de un cadalso.

¿Qué tan desesperada debía estar en ese momento como para haberme refugiado en un mal desconocido? Solo les pido comprensión, porque sé que lo que hice después de ese día es totalmente reprochable, pero, por favor... Pónganse en mis zapatos un mísero momento. Ese día, ya con el sol susurrando en mi hombro las tiernas despedidas de un padre, tuve el coraje de comprarme una botella de vino.

Desde esa revelación que anteriormente leyeron yo decidí empezar a escribir mi testimonio. Espero que nunca nadie se cruce con esto, deseo con todas mis fuerzas a que esto quede sepultado en mi cajón de noche o en la valija de viaje solo teniéndolo como un recuerdo de las curiosidades de mi memoria, pero escribir, de alguna manera casi sobrenatural, me hace sentir que no estoy sola.

Cuando el lápiz comenzó a trazar la primera hoja de este relato escondido en mi bitácora me traspasó una conciliadora compañía que acalló con una imaginaria mano amiga el ruido de la noche, antes llamado música por mí misma, que en cada una de sus sinfonías de sapos e insectos, con cada tronar de un trueno o la luminiscencia de un rayo, me había comenzado a estremecer.

Retornando al camino a Obregón, solo una cosa repetía una y otra vez mi cabeza, "calma". "Cálmate, Clara". "Sé que nada de esto es creíble, pero debes encontrar algo lógico en este mar de locura".

Las ruedas avanzaban, la noche se apresuraba apabullante sobre nosotros y el buen Chumira cegado por sus obligaciones solo se mantenía aferrado a las riendas y a la fusta con las cuales controlaban al burro.

Me faltó el valor y quizás la seguridad de una mujer de temple como para invitarlo a pasar a Obregón y quedarse toda la noche, pero mi conciencia casi clasista me frenó envolviéndome en diversas suposiciones. ¿Cómo se suponía que yo, una criolla blanca, invitaría a un indígena a compartir techo? ¿Qué pensaría? ¿Lo tomaría como un ofrecimiento carnal?

Sabe la vida que prefería morirme en mi gracia virginiana antes que vivir con el honor manchado, así que solo guardé silencio mientras que una tenue luz en el horizonte me dejaba en claro que cada vez nos acercábamos más a Obregón.

Las ruinas me saludaron y el croar de los sapos cada vez se hacía más insoportable, tomando casi la tonalidad de una marcha fúnebre. Respiré hondo y en un pestañeo, que deseaba con todas mis fuerzas que fuese eterno, llegamos a Obregón.

Seguramente el ruido de la diligencia avecinándose anunció mi llegada, porque los niños llegaron rápidamente a mi encuentro casi sacando de su marco la desvencijada puerta de entrada.

Luz sostenía una candela, iluminando su rostro y mostrándome sus delicadas facciones, por otro lado, el buen Jonás con aquella expresión seria solo me dejó saber en el repentino gesto de dicha que realmente temía a que no volviera.

No quise bajar, pero Chumira ya había detenido la marcha y esperaba ansioso a mi partida, así que solo pude dar un resoplido al viento, perfumándolo con mi pena, mientras que descendía y los niños corrían a mi encuentro.

— ¿Cómo le fue? ¿Está sana?—Fue lo primero que preguntó Luz mientras que inspeccionaba casi con la sagacidad de un águila mis compras.

—Sí, por suerte estoy en perfectas condiciones, pero deberé llevar una vida tranquila si quiero permanecer así. —Mintiendo sin vergüenza, fue lo único que pude decir intentando que el subconsciente de aquella niña entendiese mi mensaje cifrado. Si ella amaba a su maestra tanto como decía, debería evitar a toda costa que algo me incordiase y con ello me refería al seudopadre que poseía. —Por cierto, traje más miel. —Extendiéndole el frasco a mi joven pupila, la invité a marcharse en una sutil oferta. — ¿Por qué no la pones en la mesa y preparas todo para merendar, Luz? Muero de hambre.

Con su rostro iluminado ahora no solamente por la candela, sino también por una amplia sonrisa, Luz casi se marchó al interior de Obregón corriendo, demostrándome que mi excusa para clamar algo de soledad fue perfectamente creíble. Por otro lado, Jonás caminaba a mi costado al mismo ritmo de paso lento que yo misma realizaba. Casi susurrando, le pregunté. — ¿Sucedió algo?

—No, por suerte no. Luz me pegó unos cuantos coscarrones...

Recordando el infortunado golpe de codo que yo misma había presenciado realizado por la damita de Obregón, solo pude tragar saliva teniendo casi un ruego al cielo en mis pensamientos mientras que una sola pregunta salió de mi boca. — ¿Le devolviste el golpe?

—No... Usted sabe muy bien que si lo hago esa cosa vendrá...

—Lo sé, por eso te preguntaba...—Deteniéndome unos momentos en el dosel de Obregón, tuve que decir parte de la verdad, sé que un niño no debería cargar con esta clase de información sobre sus hombros, pero realmente necesitaba decirlo. —Hablé con la señora Mirtha sobre lo que pasó...

Abriendo sus marrones ojos lo más que pudo dentro de sus parpados achinados, Jonás, con la fuerza de un susurro, preguntó. — ¿Y? ¿Qué le dijo?

—Bueno... —Sabiendo que no toda aquella pesada carga de penurias debía ser compartida, solo dejé que un poco de mi conocimiento sea vertido con la fuerza de un cuentagotas. —Dice que no nos preocupemos, que seguramente solo es un duende.

—Señorita, la cosa esa no es un duende...— Negando con su cabeza en una mueca demasiado madura para su edad, respondió.

—Lo mismo le dije... Y me llamó loca. —Dando un necesario respiro conciliador, inventé una sonrisa entre mis mejillas mientras que intentaba encontrar la calma que no poseía para hablar. —Pero dijo que si nos manteníamos tranquilos y sin pelear nada malo sucedería.

Con aquella falsa estampa de ternura sincera que comencé a hacer desde que ví mi destino cada vez más cerca, me adentré en Obregón dejando que su aire enviciado en una oscura ignorancia me envolviera.

Fingí escuchar a los niños, realmente no quería que nada me delatase, pero mi cabeza me encaminaba una y otra vez a Mirtha, tanto en su crueldad como también en su revelación.

Delante de mí una pequeña niña corría feliz trayendo flores frescas recién arrancadas del matorral y mostrándomelas con orgullo, yo solo asentía mostrando los dientes y cocía a media luz una de mis faldas.

Al poco tiempo, luego de improvisar una precaria cena que inventé en un instante, pero que a los niños no pareció molestar, quedé encerrada en mi cuarto. La botella se descorchó con una habilidad que hasta a mí misma me sorprendió. Era la primera vez en mi vida que bebía sola, hasta ese momento no había comprendido el gusto por el alcohol, pero allí me tenían, buscando el consuelo amnésico en una etílica bebida que prometía hacerme olvidar.

El primer trago estuvo repleto de amargura, pero el segundo se sintió placentero por su cualidad mareante. Cerré los ojos aún con el vaso en la mano, quería dejar mi cuerpo atrás y marcharme a un lugar muy alejado, pero, para mi desgracia, mi cerebro no funciona así.

Mis pensamientos se encaminaban a una corta distancia, eran tan reales y vívidos que hasta podía sentir la fresca brisa moviéndome el cabello y mi respiración acelerada. Estaba de nuevo en las ruinas, bastante asustada, contemplando inmóvil a ese ser que desconocía por completo y no encontraba algún supuesto para su origen.

Aquello no era un fantasma, un espectro, un espanto, no era nada de lo que yo pensaba, pero algo era seguro, por su porte de mortaja esa cosa no estaba viva, aquello solo me metía en otra encrucijada de la cual no podía escapar.

Creo que fue allí donde decidí por primera vez en mi vida a acallar mi cabeza, solté el vaso y comencé a tomar directamente de la botella. Si mis pensamientos solo retornaban a la negra calamidad de un susto, le daría el gusto por completo de entregarme al verdadero pánico del miedo.

Lloraba y por fracciones reía, nada era creíble, pero a la vez era todo real. Recordé todo en calidad fetichista, trastornándome y fascinándome al mismo tiempo. Los detalles sobraban y eran gritados en mi oído en cada respiración agitada y alaridos callados. Allí fue cuando decidí escribir, en mi mente por primera vez emborrachada se formaba la estúpida teoría de que quizás atrapando a ese monstruo entre grafitos y hojas jamás saldría nuevamente. Fui una idiota, una idiota esperanzada y solo sabe el destino lo mucho que extrañaba ese sentimiento.

"Esperanza" El opio del creyente y el consuelo del desdichado. En mi caso yo era ambas.

Relaté, escribí, taché y lloré sobre las hojas de mi bitácora, ahora entenderán las cruentas manchas de lo que alguna vez estuvo mojado en mi manuscrito, me disculpo por ello... Pero ustedes, usted, joven dama o distinguido caballero, en el momento de escribir aquella primera hoja que relataba mi llegada a Obregón fueron mí única compañía y una gran fuente de consuelo.

A quien fuera que lea esto, quiero agradecerle. Su anónima presencia me ha salvado bastante tiempo de caer en los infortunios de una mente atormentada y me brindó aquella bella y cálida esperanza que tanto necesitaba.

Esto no es un epitafio o por lo menos espero que no lo sea, pero sí es un testimonio. Nunca leí a nadie que relatase lo que yo próximamente le contaré, así que espero que su mano tome la mía, no importa el tiempo, no importa sí yo ya estoy muerta descansando en el frío suelo, pero yo lo guiaré por sí alguna vez se encuentra con esa "cosa". No está solo... Yo no estoy sola... Entre mis letras nos haremos la compañía que tanto necesitamos y juntos derrotaremos a lo que sea que fuera eso.

Luego de aquella caterva de sentimientos revueltas con las añejas uvas, quedé dormida, prácticamente vencida sobre este cuaderno, pero la costumbre de madrugar ya estaba presente, así que debí despertar y conocer por primera vez en mi vida la resaca.

En una acción casi autómata repliqué la rutina que hasta el momento venía haciendo. Desperté a Luz con un beso helado en su frente clamando por su nula ayuda para amasar el pan y luego me derrumbé sobre la cama de Jonás para acariciar su cabello.

Ambos niños se percataron de mi estado enfermo, pero para mi suerte los dos creyeron mi mentira de una sutil jaqueca que me atacaba de manera esporádica. Ví a Jonás traer la leña y encender el horno, mientras que Luz creaba un volcán de harina sobre la mesada.

Todos en Obregón teníamos un deber y lo cumplíamos de manera excelsa, pero ya nada era igual. Una ligera apatía comenzó a cubrirme, escondida de sentimientos sintéticos, quizás habría sido por el alcohol antes consumido o por la funesta situación con la señora Mirtha, pero en aquel momento solo deseaba descansar.

Bebí tres grandes pocillos de té y con la misma velocidad que los consumí empecé a darles cátedra. Tema tras tema iba introduciendo a su cabeza lo primero que se me ocurriese, de manera mecánica, sin pausas, más aun así los niños no se quejaron.

Era la hora de descanso y prácticamente me derrumbé encima de la mesa, apoyando la cabeza contra la madera comencé a contar de manera constante el tiempo que faltaría para acabar el ciclo vacacional y tener más alumnado.

La idea de que pronto, en el cabo de dos meses, tendría la casa infestada en niños y, más importante, sus padres, me hacía sentir mucho mejor. Caía en mis almidonadas fantasías de compañía y hasta quizás de librarme del cargo, pero la manga de mi camisa siendo tironeada me devolvió a la realidad.

La pequeña Luz estaba parada al lado mío, su rostro dulce y su sonrisa amplia eran perfectos para los de una niña de su edad. Sí ustedes pudieran verla tal y como yo lo hago jamás pensarían que detrás de esa porte inocente se escondería algo maligno, pero el repelús que me causaba por momentos se volvía inimaginable, hasta limitándome a tocarla.

—Señorita, ¿Me enseñaría a dibujar algo?

Cansada y bastante somnolienta me vi a mí misma en la obligación de cumplir sus caprichos. No quería saber que sucedería si me negaba. — ¿Qué quieres aprender, Luz?

—Bueno, me gustaría hacer unas flores, unos pajaritos, corazones y mariposas.

Desganada tomé una hoja y comencé a trazar con extrema calma cada uno de sus pedidos, surqué el papel con mis siluetas y luego se los entregué para que los replicase una y otra vez.

Al cabo de una hora ella me entregó sus dibujos torpemente realizados, los miré un momento y luego sonreí intentando seguir simulando alegría para luego meterlos en mi cuaderno. Luz se sintió orgullosa al verse a sí misma atrapada entre las memorias de mis hojas y salió apresurada rumbo al patio interno, el pobre Jonás suspiró cuando la vio llegar mientras que yo la seguía con la mirada desde mi lugar, aquel niño parecía igual de cansado que yo, pero juntos jugaron hasta que el almuerzo estuviera preparado.

Cocinar ya no me molestaba, cada día lo hacía con un poco más de habilidad, pero había algo en la forma en que picaba las verduras que hacía que mi mente se ausente un momento, haciéndome perder en un reconfortante blanco que me brindaba algo de calma.

Ausente en mis pensamientos, solo escuchaba el hervor del agua y el sonido del cuchillo repiqueteando contra la madera, pero un ligero aclare de garganta me hizo una vez más volver a la tierra.

—Señorita...

Despejé mi cabeza y vi a Jonás parado a mi lado. —¿Qué sucede?

Sin decir nada, el niño solo apuntó con su cabeza en un movimiento hacia la entrada, obligándome a mí misma a mirar donde sus ojos me guiaban. Limpié mis manos con el delantal y pronto me encaminé hacia el dosel de la ventana principal.

Más allá del campo de cultivo, justo donde Obregón dejaba de ser nuestro para convertirse en camino, el vestido de Luz siendo levemente sacudido por el viento me llamó la atención. Pronto noté que no estaba sola, a un costado suyo el mismo hombre que antes había confundido con uno de los descendientes de la familia Larguía hablaba animadamente con la niña.

No sé porque lo hice, pero una gran dosis de adrenalina descendió desde mi cabeza hasta mis piernas, reaccioné rápido y sin pensarlo, pero cuando entré en razón de lo que estaba haciendo ya había salido de Obregón y caminaba a su encuentro.

A poco menos de un metro suyo, solo una palabra salió de mi boca. Aquella palabra fue mi último acto de preservación de aquella niña, porque a partir de ese momento nunca más pude cuidarla. —Luz... —Llamándola con mi mano para que viniese, quise velar por su seguridad, pero mis ojos no se despegaban de aquel hombre.

No lo negaré, era tan apuesto como yo lo recordaba, su ropa seguía en perfectas condiciones y su presencia denotaba un gran cuidado personal digno de alguien de porte sofisticada. De mejillas bronceadas y amplios hombros, aquel extraño solo me sonrió mientras que se reverenciaba ante mí. Quise no hacerlo, por Dios, no era el momento, pero podría jurar que me sonrojé ante sus modales.

—Señorita Clara, venga, justo el señor me estaba preguntando por usted.

Luz llegó hasta mi lado y casi arrastrándome como antes lo había hecho Jonás, me hizo confrontar a aquel hombre que me aguardaba con su amplia sonrisa.

Tartamudee, me sentía una tonta adolescente increpada, les sonará poco sensato, pero por aquel momento todos los pesares desaparecieron. —Yo... Yo...

El extraño solo se llevó un dedo a la boca y me extendió su mano, pidiendo en palabras mudas a que le entregase mi propia extremidad. De manera inocente lo hice mientras que me sonrojaba aún más ante tanta caballerosidad.

Aquel hombre apretó ligeramente mis dedos, su piel era suave y su trato gentil, para luego, inclinando su cabeza, dejar un beso cálido entre mis nudillos y posteriormente elevarse con una sonrisa.

Sabe Dios que me emocioné, nunca nadie antes había tenido tal gesto conmigo y aquella emoción, casi en la calidad de un rayo, me traspasó reviviendo mi corazón en una sola sacudida. Las palpitaciones empezaron y sin darme cuenta estaba sudando, realmente aquello me había ocasionado un bochorno.

Me había quedado sin habla, él pareció notarlo, porque acto seguido del bolsillo de su pantalón sacó un papel doblado y extendiéndolo a mis manos, me lo entregó.

Lo agarré con fuerza y guardé en la manga de mi camisa, para luego recordar mi decoro y abrir la boca en un último gesto de honradez. —Luz, no me gusta que andes sola, vamos a dentro, querida...

Bastante sonriente, Luz tomó mi mano y juntas comenzamos el camino de vuelta a Obregón mientras que ese hombre se despedía de nosotras sacudiendo su mano, me di vuelta por última vez para mirarlo. Él se alejaba y yo, bastante atolondrada, le sonreí...

Ni bien traspasamos el portal comencé a escuchar la voz de Luz dándome un repertorio de como ese hombre había venido a preguntar por mi salud, pero, sinceramente, en ese preciso instante no tenía ganas de escucharla. Recordando lo anteriormente vivido con las sobrenaturales revelaciones, solo pude esconder mis verdaderas intenciones para buscar algo de soledad. —Luz, mi vida, iré al aula a preparar todo para nuestra próxima hora. Ya vuelvo.

Sin esperar respuesta casi corrí a nuestro salón y cerré la puerta detrás de mí clamando por privacidad. Apresurada saqué el papel de la manga de mi camisa y me dispuse a revisar su contenido con una expresión de felicidad en mi insulso rostro, pero pronto esta se borró.

Allí esperaba encontrar una carta de presentación, quizás una declaración de amor o hasta un pedido de matrimonio, pero allí no había palabras, solo un corazón torpemente dibujado.

No era lo que esperaba, aquel hombre no tenía la imagen de alguien analfabeto, pero era un detalle casi lindo que en ese momento me hizo suspirar. No quise darle más vueltas al asunto, así que solo me dispuse a guardar aquel pedazo de papel entre mis apuntes.

Al abrir el cuaderno y correr sus hojas, pude percatarme de algo. Teniendo la hoja que anteriormente Luz me había entregado a modo de comparación, aquel corazón era exactamente igual que a los trazados por mi alumna.

Podrán engañarme de muchas formas, mentirme en la cara y dejarme crédula de sus patrañas, pero en cuanto a grafemas e ilustraciones, no. Yo soy maestra, ¡Por el amor de Dios! En eso no pueden mentirme y aquellos dos dibujos era dos copias fidedignas una de la otra.

Sus torpes movimientos, su pulso temblante y hasta la inclinación del trazo a la derecha, todo era igual.

En ese momento no lo entendí, tuve que quedarme unos momentos quieta para intentar comprender porque esa revelación aparecía ante mí de manera tan abrumadora, hasta que una teoría se formó en mi cabeza.

En ese momento, en aquel sencillo instante, lo entendí. Tomé una decisión, por favor, no me juzguen por lo que les contaré, pero en los pocos minutos que dudé en mi cabeza había planeado empezar a enfermar a Luz para que perdiera fuerzas.

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