11

No hace falta que ustedes, pobres inocentes que por desventuras de la vida terminaron con mi cuaderno entre las manos, usen tan desgastantemente su imaginación para dibujar en su mente como fue mi expresión en ese momento. Su primera impresión fue correcta, mi cara estaba desencajada en una mueca estupefacta de pleno horror.

Aquello no era miedo, el miedo es una de aquellas emociones viscerales que llega a nosotros y se marcha casi con la velocidad de un cometa una vez pasado su primer sobresalto. Lo que yo sentía en esa instancia era un auténtico pánico. Todos mis recuerdos habían sido embotellados con el corcho de una supuesta fiebre que me atacó con ahínco, y etiquetado como delirio como si de una botella de vino se tratara. Pero ahora el buen Jonás con una tan sencilla pregunta había servido una gran copa de mis fobias, teniendo en sus irreales uvas la nota del estupor y yo por desgracia había quedado ebria en el primer trago.

Tapé mi boca con la palma de mi mano, no quería gritar, ahora me sentía observada desde cada marcada rendija escondida en las ventanas o en la grieta más visible de mi cuarto. Desprotegida y teniendo como único celador a un niño que sabía demasiado, tomé el coraje suficiente como para mantener la cordura en mi propia saliva y murmurar en una profunda voz baja. —Jonás... Yo pensaba que había inventado todo aquello... Por Dios. —Sin creerme lo que yo misma decía, en una actitud casi masoquista demandé por más información. — ¿Cuándo fue la primera vez que lo viste?

—Yo... —Como intentando buscar coraje en el brillo de la candela que sostenía, el solo contempló la lumbre de la llama y comenzó a hablar. —Hace un año apareció por primera vez, lo vi entre los matorrales. Al principio solo pensaba que era un enfermo que venía a mirar a la señorita Catalina, no le dije nada a nadie... Después una vez pude verlo por el pasillo de Obregón. Ahora, desde que usted llegó, se mete a mi cuarto y rompe cosas.

Trayendo a mi memoria una de las primeras experiencias que tuve en Obregón, recordé como una noche la jarra de agua de Jonás había terminado estampillada en el piso, partida en un millón de fragmentos, mientras que yo culpaba al adormecido niño por una falsa torpeza.

Temblante y sumida en mi propio estupor, pude ver como una lágrima cristalina descendía por su mejilla. Aquella gota tibia pareció sacarme de mi pose congelada de miedo genuino, haciéndome recordar que yo era la adulta responsable del bienestar de ese pobre infante. Apartando suavemente la vela de sus manos, por primera vez en mi vida lo abracé con fuerza. Jonás intentaba con todas sus fuerzas no llorar y caer en un sonoro sollozo, pero su naturaleza aniñada poco a poco se delataba con pureza en los continuos sorbos de su nariz. Acurrucando su cabeza en mi hombro, solo pude preguntar lo primero que llegó a mi mente. — ¿Qué haces cuando él aparece?

—Me quedo quieto, así piensa que estoy dormido... Le tengo mucho miedo.

Obregón, antes fuente de alegría, en un instante cambió de manera súbita a la más negra penumbra. Haciéndome dudar de cada claridad que asomase por mis ojos, temía que a la luz de las velas ese rostro monstruoso se revelase y estirara sus duras manos, tomándome entre ellas y arrastrándome al abismo negro del cual no había escapatoria. Mi pobre niño había cargado con ese secreto demasiado tiempo... Condenándolo al silencio de una pena solitaria. ¿Qué tan fuerte debía de ser su espíritu para ahora causarme una sana envidia? Yo, ya con una vida formada, quería huir de Obregón al primer rayo del alba, pero él, aquel hombrecito que aún no superaba el metro cincuenta, se mantenía allí quieto... Quizás cumpliendo un deber imaginario que el mismo se había impuesto.

Soltándolo y haciéndome a un costado de mi propio lecho, me senté en el margen de mi cama. Agarré mi frente como intentando que mis propios pensamientos no escapasen de mi cabeza y causaran estragos al anidar en el techo como si fueran nubes de tormenta y nos bañasen a ambos con mi miedo. Respiré hondo, conté hasta tres y golpee el delgado colchón a un costado mío, invitándolo así a sentarse a mi lado y empezar con la confesión más tétrica que jamás en mi vida había escuchado o volveré a escuchar. — ¿La señora Mirtha sabía algo de esto?

—Creo que sí, porque sabe cómo evitarlo... Por eso creo que jamás lo vio completo, sino hubiera corrido lejos, como quiso hacerlo la señora Catalina.

¡Por Dios! Aquello había sido demasiado, me sentía ignorante y de por demás engañada. Mi compañera, aquella que se había mostrado tan confidente entre sus palabras prácticamente me dejó atrapada en la única compañía de esa monstruosidad. Ahora conteniéndome las lágrimas en una suplicante plegaria a los cielos por fortaleza, intenté que mis preguntas fueran concretas, así obtener una concisa respuesta. — ¿Cómo lo evitaba la señora Mirtha?

—Tratando bien a Luz... No retándola... Ese bicho comenzó a aparecer cuando la señorita Catalina la castigaba. Rompía cosas por la noche cada vez que le gritaba y más de una vez se asomó por la ventana—Señalando el marco que encima de mi cabeza reposaba, continuó hablando— para vigilarla, yo lo vi... Pero la señorita Catalina se dio cuenta tarde.

Sintiendo el cruento fuego que empezaba a quemar mi garganta por las palabras que en ella se encontraban atravesadas, en lugar de contar hasta tres, conté hasta diez... Necesitaba el valor que sin duda no poseía para realizar aquella pregunta que comenzaba a abrasar mis sienes. —Jonás...

— ¿Sí?

—Ese "bicho"... ¿Tuvo algo que ver con la muerte de la señorita Catalina?

Lo vi casi congelado en el tiempo, sus movimientos que quizás en la realidad duraron segundos, ante mis ojos fueron aletargados y lentos, quedando tatuados en mi retina como un recuerdo que me perseguiría seguramente por toda mi vida. Asintiendo con la cabeza y mostrando ante el candor de la vela decenas de lágrimas reflejadas en su mirada, el me miró con la expresión que solo un llanto reprimido puede causar en una cara. —Creo que sí.

Quise abrazarlo, consolarlo con un tierno latido de mi corazón, pero no pude... Yo misma estaba desencajada intentando no desfallecer en la oscuridad de sus ojos marrones. Una vez leí que la ignorancia era la fuente de la felicidad y, por Dios, que frase tan cierta resultó ser. Apenas hace veinte minutos yo disfrutaba de una paz abismal, tenía el pulso calmo y en mi cabeza la única preocupación era el almuerzo de mañana, pero ahora solamente pensaba en ir corriendo a la falda de mi madre para esconderme, perderme entre sus innumerables pliegues y nunca más volver a estar sola acobijada por su piel.

Ambos nos quedamos mudos, mirándonos en una expresión vacía que dejaba en claro que aquella información era verídica. Los dos confirmamos el horror como protagonista y en nuestras bocas no hacían falta largas descripciones o enunciados inconexos. Solo pude reflexionar en una velocidad sobrehumana sobre toda la nefasta información que me había sido suministrada.

Luego de ver como limpiaba sus lágrimas con el dorso de su mano, invité a Jonás a quedarse conmigo, a ocupar el lecho al costado de mi catre y así ambos hacernos compañía durante una de las noches más largas de mi vida. Para mi desgracia, porque, he de asumirlo, yo no quería que se vaya, el único hombre de Obregón negó con su cabeza. Despidiéndose como si no quisiera alejarse de mi lado, el solo se puso de pie demostrándome que su valentía era mucho más honda que la mía, alejándose con la candela solo dejando a su paso una sola frase. —Señorita Clara, por favor... No se marche. No quiero quedar solo...

Yo solo pude asentir mientras que la luz que cargaba se hacía cada vez más pequeña al compás de sus pasos distantes, hasta que se perdió en diagonal al pasillo, apagándose por completo.

Allí quedé yo, con el corazón en la boca, murmurando los misterios de un imaginario rosario que simulaba tener en mis manos. Era un hecho, no volvería a dormirme.

Intenté rezar toda la noche, pero, para mi desgracia, mi mente inquieta me encaminaba a senderos cada vez más oscuros, dónde el único rayo de cordura parecía ser la razón que ahora me alumbraba. Como quién asomaba la cabeza del agua para respirar en grandes bocanadas ahogadas, ahora yo era envuelta en muchas inquietudes que poseían respuestas.

El reticente argumento de la señora Mirtha, el cual ahora parecía una súplica, de que no les gritase a los niños. Aunque con "niños" solamente se refería a Luz... También comprendo su apatía y como la pequeña dama de Obregón parecía ser una consentida por más que fuera una huérfana plagada en las más austeras miserias del campo.

Pero algo me consolaba... El hecho de que hubiera un esquema de comportamientos que evitase la entrada de ese ser de pesadillas a nuestra morada y a mi alma. Si yo evitaba a toda costa levantarle el tono de voz a Luz, el no volvería o eso esperaba. Solo debía mantenerme en la misma pose dulce que hasta el momento venía teniendo, pero ahora simulando, porque, por más que me doliese, ya no podría ver a mi dulce alumna de la misma manera.

Pensar en Luz se había vuelto una herramienta de espanto, sumado a la teoría de Jonás de que la pobre señorita Catalina había fallecido a causa de esa criatura, creo que es un hecho que no pude dormir ni un solo instante.

No me sentía segura, mucho menos calmada. No quería terminar como la buena señora Catalina, tampoco quería permanecer en Obregón, pero había hecho una promesa al pequeño Jonás y debía cumplirla. Lloré toda la noche, sollocé en gritos mudos porque algún extraño salvador apareciera y me librase de esa condena o la compartiésemos así me sacaba de encima algo de aquella pesada carga.

Era demasiado joven, muy inexperta, no quería morir a causa del susto, pero tampoco quería vivir con las secuelas del espanto esperándome en mi mente. Asechando en la oscuridad de mis pensamientos hasta que estuviese sola, listo para devorarme al primer quiebre de mi moral.

Esperé durante toda el alba escondida bajo mi sabana hasta que poco a poco el sol asomase su claridad traslucida por la ventana. Cuando por fin amaneció me vestí sin prisa, más no tuve la valentía suficiente de cruzar el umbral de mi puerta hasta que algún sonido me anoticiase que no estaba sumergida en la completa soledad de Obregón.

Como si fuera un celestial coro de ángeles que solo cantasen para mí, el sonido de unos pequeños pasos acercándose hizo que se dibujase una sonrisa entre mis mejillas. Suspirando, quizás lista para darle un fuerte abrazo a Jonás que sanase nuestra rota alma, espere quieta a un costado. Grande fue mi sorpresa cuando vi a la linda y ahora sombría Luz caminando a mi encuentro.

Al principio solo pude quedarme petrificada, ella me daba los buenos días con su diminuta mano y espero impávida a que yo reaccionase, pero no podía moverme a causa de la impresión.

Ella me miró extrañada, quizás de manera astuta como sabiendo que su secreto ya no era un misterio ante mi mente. Fue allí que reaccioné, debía tratar a Luz igual que siempre, si las suposiciones de Jonás eran ciertas, entonces ella era el catalizador necesario para evitar las apariciones de su catastrófico padre. Sacudiendo levemente la cabeza, intentando despabilarme con un certero respiro de claridad, le sonreí en la expresión más falsa que he hecho en toda mi vida. —Disculpa, mi niña... Me he quedado dormida y me cuesta despertar.

Ella parecía haber creído mi farsa, nuevamente me sonrió como si en ella no existiese un dejo de malicia y se puso de puntillas, para luego cerrar los ojos. Sabía muy bien que quería, así que se lo di. Estirando los labios, besé su frente, la cual hoy parecía más fría que nunca causando escalofríos en cada pliegue de mi boca. Se sintió casi como besar un cadáver encerado a causa del rigor mortuorio.

El frío se contagió, trepo de mi boca a mi espina y se encaminó directo al cerebro. La falta de sueño en compañía del estupor solo hizo que mi cabeza retumbase en un certero dolor que me acompañaría por toda la jornada.

— ¿Haremos el pan hoy, señorita Clara?

Insegura, sabiendo que no debía contradecirla, rápidamente respondí con mi voz temblante. —Sí, claro. Iré a despertar a Jonás para que busque leña.

—Ya lo hice yo, ese vago parecía querer estar todo el día en la cama. —Con una débil risita, ella dejo en claro algo, quería ser tomada como el ejemplo a seguir en Obregón. Yo solo pude carcajearme simulando ser cómplice, pero mis adentros me gritaban en señal de alarma cada vez que la tierna damita de Obregón abría la boca. —Iré a buscar nuestros delantales, ¿La espero en el patio?

Me resultaba inaudito pensar que aquella dulce niña, a la cual yo misma le había tejido más de una vez trenzas en su cabello, fuera la misma que poseía un custodio sobrenatural que apañaba sus caprichos y hasta amparaba los malos hábitos que poseía.

En un instante recordé la bitácora de la señorita Catalina y como esta despotricaba en contra de las actitudes groseras de Luz, seguramente teniendo cada una de sus palabras como los escalones de un cadalso que poco a poco la conducían a su muerte prematura. No queriendo correr el mismo destino, solo asentí con la misma expresión falsa acalambrada que hasta el momento había tenido. Ella se marchó, sacándome durante su huida un suspiro.

Debía actuar y dar la mejor puesta en escena que haría en toda mi vida.

Sin darme cuenta, una nueva cualidad de mi personalidad se me revelaba como un salvavidas. Tenía, quizás por el gran pavor que me azoraba, un excelente dominio en cuanto a engaños y mentiras. No es algo de lo cual presumiría de manera abierta, pero, en ese momento en Obregón, sentía que dichas tretas me ayudarían a mantenerme con vida sin levantar sospecha.

Caminé de manera rígida por los pasillos embebiendo mi lengua en mi propia saliva. Cuando el patio trasero se reveló ante mis ojos me encontré a Luz con su clásica pose de muñeca esperándome a un costado de la ancestral mesa de pino ya con la harina dispuesta y su delantal puesto. —Vamos, venga, así desayunamos rápido.

Sabiendo que no debía contradecirla, me acerqué a nuestra mesa ya dispuesta a amasar con una expresión dulce que ya comenzaba a tener una cualidad urticante. En el camino busqué con la mirada a Jonás quién ya había encendido el horno. Mientras que las entrañas de barro se calentaban, el pobre niño me brindó de refilón un movimiento de cabeza cómplice, ambos fingíamos perfectamente que nada había pasado.

Me esforcé, por favor... Me contuve de romper en llanto en cualquier momento a causa de la impresión que aún me tenía presa, pero seguí fingiendo. Me descubrí a mí misma como una mentirosa de primera cuando empecé a sacarle charla a Luz, mientras que Jonás a veces se integraba viendo desde un costado como la harina y el agua se mezclaban, pegándose a mis dedos.

Esperamos el tiempo de levado en completo silencio dándome así un respiro necesario a mí misma mientras que veía a Luz a la distancia cortar unas cuantas flores silvestres en los matorrales y acarrearlas una por una al interior de la casa. Ella realmente intentaba destacar en cuanto a su buen comportamiento y supuse que si nos manteníamos así, en un neutral trato falso, podría reinar la paz en Obregón. Que equivocada estaba...

Jonás, mostrándose a sí mismo como un excelente actor, llegó a mi lado machete en mano cortando las inexistentes malas hierbas que se suponía debían rodearme. Pronto descubrí que su verdadera intención era la de hablarme. —No le dijo nada, ¿Verdad?

—No, claro que no...— Murmuré con la misma intensidad, para luego ser asaltada por una duda. — ¿Qué piensas que sucedería si ella se enterase que sabemos de su padre?

—No lo sé, señorita... Tampoco quiero averiguarlo.

Al poco tiempo el desayuno estuvo listo, los tres nos dirigimos al interior de Obregón cargando nuestras correspondientes tazas y tomando los mismos lugares que habíamos ocupado la mañana anterior.

Luz me mostró orgullosa las flores que había cortado, las cuales adornaban nuestra mesa en un improvisado florero que en realidad era una taza vieja. Mirando a Jonás un instante, ambos halagamos el arreglo y agradecí de sobremanera a la pequeña dama de Obregón que se tomase el tiempo de realizar aquel detalle.

Empezamos a desayunar, entre las sorbidas de manzanilla el tema se repetía en mi cabeza una y otra vez como el canto incesante de un pájaro.

— ¿En qué piensa, señorita Clara?

—En nada, Luz... —Respondí de manera pronta, para luego ser increpada por una de sus pequeñas cejas elevada. Rápidamente volví sobre mis palabras. —Bueno, te diré la verdad. Estaba pensando en que quizás mañana deberé ir al pueblo... Necesito hablar con la señora Mirtha sobre algunas cosas que no entiendo de Obregón y, de paso, visitar a la matrona... Me he vuelto a sentir un poco mal.

Jonás me miró en una expresión de auténtico pánico que no pudo disimular, entendiendo lo que corría en su frágil mente, volví a hablar. —Yo sé que son niños excelentes, sobretodo tú, Luz... Así que te pediré, como eres la más responsable, que cuides a Jonás. —Volteando a mirar al único varón de Obregón, concluí intentando que mis ojos dijesen aquello que mi boca no podía pronunciar. —Por otro lado, tú, nuestro caballerito, cuidarás a Obregón, por favor, no dejes que se metan las lagartijas y juega con Luz... Volveré muy rápido, lo prometo, no los dejaré solos.

Aquello, a pesar de todos los matices de falsedad que poseía, era verdad. Necesitaba hablar con la señora Mirtha. Ella tenía muchas explicaciones que darme y seguramente varias disculpas, prácticamente me había dejado sola dentro de la boca ávida de sangre de un lobo. Debía escuchar su versión.

—No se preocupe, señorita... Yo cuidaré a Obregón y jugaré con Luz.

Mostrando una sonrisa un tanto triste, Luz no tardó en también unirse a la charla. —Aunque yo quiero ir al pueblo...

—Lo sé, lo sé, muñequita... Pronto iremos todos juntos... —Respondí de manera veloz mientras que inventaba una excusa lo más creíble para su infantil mente. De repente, mi vaso vacío se vislumbró como una excelente farsa. —Jonás, ¿Podrías traerme más agua?

—Claro, señorita. —Apurado, Jonás se levantó rumbo a la cocina, mientras que su compañera me miraba con insistencia.

Tomando el tiempo en privado que teníamos las dos solas, comencé a desarrollar mi mentira con exactitud. —Luz, quería hablar contigo sin Jonás, ¿Puedes guardarme un secreto?

Como si sus ojos se hubieran iluminado por un halo imaginario, Luz asintió efusivamente dándome el punto de partida para volver a hablar. —Bueno... Me muero por llevarlos, pero, como les dije, tengo que ir con la matrona por ciertos... Asuntos de salud que me daría vergüenza que Jonás los supiera. Además, necesito a alguien responsable que quede a cargo de Obregón, esa eres tú. ¿Podrás hacerme ese favor, Luz? ¿Puedes cuidar nuestra casa?

El instante en que esperaba su respuesta me pareció eterno, la niña parecía reticente a mi mentira, pero, para mi suerte, su contestación llegó de la mano de una gran sonrisa. —Sí, señorita. Cuente conmigo.

Respiré aliviada, había caído en mi mentira. —Esa es mi niña.

— ¿Le puedo preguntar algo, señorita?

—Sí, Luz, por supuesto. —Perpleja por lo que pronto saldría de su boca, me preparé para lo peor.

— ¿Está esperando un bebé?

Aquella pregunta me tomó muy desprevenida, por un momento olvidé lo acontecido para reír con sinceridad sumergida en mi propia vergüenza. Aquella niña, por más que cargase un horror sobrenatural colgando de su espalda y velando por sus pasos, no dejaba de ser simplemente eso, una niña. —No, mi niña... Para eso necesito un marido.

Riendo ante seguramente mi expresión sonrojada, ambas vimos volver a Jonás cargando la tinaja con agua y disponiendo de la misma en nuestros vasos. De nuevo estamos allí los tres.

Mirándome a detalle, intentando saber lo que había acontecido en su ausencia, Jonás notó algo en mí que hasta el momento yo misma no me había percatado. — ¿No se va a soltar el cabello hoy, señorita?

Aquella pregunta, de por demás inocente, me reveló una verdad que me enfrentaba de manera brusca, casi golpeándome a la cara. Mintiendo, respondí. —No, Jonás. Pierdo mucho el pelo y después anda mi cabello por toda la casa.

El solo asintió y terminó su desayuno mientras que Luz parecía perdida en su propia cabeza contemplando su taza. Ya no me sentía cómoda en Obregón, mucho menos libre o plena de mis acciones... Nunca más volví a soltarme el cabello.

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