🎗29
El hospital que se alzaba ante mí, un coloso de ladrillos rojos y húmedos desgastados por el tiempo, parecía tener vida propia y ser alimentado por el mismo horror y sufrimiento de sus habitantes, al igual que la finca de mis pesadillas. En la recepción, un hombre alto con bata blanca y ojos cansados revisó mi identificación sin apenas mirarme. Su voz era monótona, acostumbrado a ser el guardián de la entrada a la locura.
—El doctor Collins ya autorizó su visita —dijo, y con un gesto mecánico me señaló un asiento.
No pasó mucho tiempo antes de que el colega de Anthony apareciera. Era un hombre en sus treintas, quizá de la misma edad que mi hermano. Su rostro era delgado y alargado, y su piel pálida, reflejaba los numerosos días que había pasado bajo la luz artificial de los pasillos del hospital. Usaba gafas gruesas y tenía un aire académico que lo envolvía como si fuera su segunda piel.
—Señorita Emilia, es un gusto al fin conocerla —dijo mientras extendía su mano—. En sus mejores días, Anthony habla mucho de usted.
No tardó en ponerme al tanto de la situación de mi hermano. Me mostró una gruesa carpeta con el nombre de Anthony impreso en letras negras por el frente. Cada página contenía historias que me pusieron la piel de gallina, relatos que los médicos interpretaban como severos episodios maníacos, propios de un paciente esquizofrénico. Anthony seguía en aislamiento, bajo estricta observación, pero según me explicó, en los últimos días había comenzado a comunicarse más con el equipo médico.
—Cuando recuerda su nombre, nos pide verla con mucha insistencia —añadió con tono parco, midiendo cada palabra para no generar demasiadas expectativas.
Me entregó una hoja con las normas de visita. Sus explicaciones fueron breves y sobrias, aunque dejaban entrever una inquietud que no podía disimular del todo.
—No debe llevar nada consigo, especialmente algo que él pueda utilizar para hacerse daño —advirtió.
Tras la breve reunión, caminé hacia el área de aislamiento. Los gritos y lamentos de los demás internos acompañaron mi trayecto haciéndolo aún mas tortuoso. Nerviosa, estrujaba mis manos en un intento inútil por calmarme. Afuera, en la entrada de la celda de mi hermano, había un enfermero corpulento, de pie como una estatua, el hombre me detuvo antes de abrir con una advertencia:
—No intente tocarlo. Si algo llega a suceder, pulse el botón rojo que está en la pared. Manténgase siempre a un metro de distancia.
Yo asentí, reflexionando qué tan mal estaría mi hermano para que se hubieran adoptado esas medidas tan drásticas. La pesada puerta del cuarto al fin se abrió emitiendo un zumbido electrónico, entonces me encontré de frente con lo que más temía.
Anthony estaba sentado en el suelo de la celda, de cuclillas y de espaldas hacia mí, su cabeza permanecía apoyada contra la pared. La fina tela de su bata apenas cubría su cuerpo, dejando entrever una delgadez extrema, casi inhumana. Su cabello, cortado al ras, dejaba al descubierto cicatrices que surcaban su cuero cabelludo; comprendí que en algún momento se había arrancado mechones de lo que antes fue su abundante y hermoso pelo negro. Respiré hondo y lo llamé.
—Anthony... soy yo, Emilia.
Giró la cabeza hacia mí, revelando un rostro que apenas reconocí. Los ojos que alguna vez brillaron con un azul lleno de vida eran ahora pozos vacíos y sombríos. Había envejecido más allá de sus años. El joven que conocí había desaparecido, reemplazado por un espectro que cargaba con siglos de tormento.
—¿Emilia? —susurró Anthony con voz rasposa, como si estuviera redescubriendo cómo hablar tras meses de silencio.
Me acerqué con cautela y me arrodillé frente a él, manteniendo la distancia prudente que me habían recomendado, obedeciendo las instrucciones de no tocarlo, aunque quería abrazarlo con todas mis fuerzas. Lo miré fijamente, buscando en sus ojos a mi hermano y no solo los despojos de él.
—Estoy aquí, Anthony. Ya vine.
—Tenías razón... —logró decir entre lágrimas—. Todo este tiempo la tuviste.
Su llanto se desbordó y la celda se llenó de lamentos desgarradores. Mi garganta se cerró y un nudo creciente y doloroso amenazó con asfixiarme. Sin embargo, me acerqué un poco más y finalmente, desafiando la única regla que me habían impuesto y siendo consciente de las consecuencias que en mí tendría establecer un contacto tan estrecho con mi hermano, lo abracé con todas mis fuerzas.
Las imágenes me golpearon con fuerza. Era un torrente de episodios brutales y nítidos que comenzaron a invadir mi mente: noches interminables en esa celda, gritos ahogados convertidos en ecos de locura, pesadillas que no cedían ni en la vigilia y una sombra perpetua e implacable que lo seguía a cada rincón. Día tras día, noche tras noche, el mismo infierno se repetía. Su miedo y desesperación se volvieron míos, y aunque el dolor era insoportable, no lo solté. Al contrario, lo abracé con más fuerza, decidida a compartir algo de esa carga, aunque al final me consumiera.
Anthony sollozaba como un niño perdido, hundiendo su rostro en mi hombro.
—Emilia... no puedo más... Ya no puedo... —lloró, hundiendo más su rostro en mi hombro.
—Estoy aquí. No dejaré que sigas cargando con esto solo —respondí.
Entonces, levantó la cabeza ligeramente, su rostro pálido comenzó a llenarse de terror. Sus ojos, desorbitados se clavaron en algo detrás de mí.
—Él sigue aquí... nunca me deja. Va conmigo a todas partes... —murmuró, temblando.
Comprendí a quién se refería antes de que lo dijera, porque las imágenes de mi mente, que aún danzaban, claras y terribles, me lo habían revelado.
Anthony alzó una mano temblorosa y señaló.
—Está... justo ahí, Emilia. ¡Por Dios, míralo!
Un escalofrío recorrió mi espalda. Reuniendo el poco valor que me quedaba, solté a Anthony y me giré con lentitud. Y aunque estaba acostumbrada a ver a todo tipo de fantasmas, lo que vi me dejó sin aliento.
Ron estaba allí, junto a la puerta, tan real y tangible como cualquier ser vivo. Lo reconocí al instante, no por mis propios recuerdos, sino por las visiones de Anthony que aún resonaban en mi mente. Ya no era el chico arrogante y cruel que yo había conocido, el mismo que había golpeado a Nicolás con desprecio en el pasado. Ahora era una figura espectral y desgastada, un amasijo de sufrimiento y remordimientos. Su rostro, surcado de grietas como porcelana rota, emanaba un dolor profundo y sincero. Pero lo que más me perturbó fue la herida en su pecho: un tajo abierto, ennegrecido y sanguinolento, que dejaba al descubierto un corazón que latía, incapaz de detenerse, incapaz de descansar.
—Nunca lo dejaré —murmuró Ron, con una voz que parecía surgir de las profundidades del averno—. Él me pertenece.
Anthony lanzó un grito desgarrador y, gateando, fue a refugiarse en otra esquina de la celda, encogiéndose sobre sí mismo, con la cabeza hundida entre las manos, adoptando la misma posición en la que lo había encontrado.
Me levanté con una determinación que me sorprendió, plantándome entre Anthony y Ron como un escudo. Con la misma determinación con la que había enfrentado a los jueces y jurados más implacables en mi vida, decidida a defender a mi hermano y liberarlo de ese espectro.
—Basta —dije, mi voz firme resonaba con una autoridad que ni yo misma reconocí.
Ron ladeó la cabeza, y de su oreja goteó un hilo de sangre. Al principio pareció confundido, como si no esperara mi reacción, pero pronto su expresión cambió. Sus ojos vacíos destellaron su rabia contenida.
—Te recuerdo, Emilia. Y no seré el último. No puedes detenernos. Nadie puede —dijo, con un tono que enrareció el aire, haciéndolo tan denso que apenas podía respirar.
Di un paso hacia él, obligándome a mantener la compostura.
—Tienes que irte, Ron. Este ya no es tu lugar.
Él me miró con una sonrisa torcida.
—¿Irme? —repitió, burlón. Luego, con una voz que parecía surgir de mil bocas, continuó—: ¿Crees que soy el único? Somos legión, Emilia. Lo que viene devorará todo. Al final, no quedará nada.
Desde su rincón, Anthony gimió, sus sollozos desgarradores se convirtieron en ecos tortuosos. Sentí que mi pecho ardía, pero ya no sentía miedo, porque las palabras de mi madre volvieron a mí con la claridad y la fuerza de una revelación: "Tú eres el puente". Y entonces lo entendí. La fuerza de mi madre, Itandehuitl Obregón, no había desaparecido sino que fluía a través de mí y se engrandecía en cada paso que daba. Yo era el puente entre el mundo espiritual y el natural. La única portadora de ese don de sanidad que fue para mi madre tanto una bendición como la maldición que le quitó la vida. No estaba sola. Su poder, su amor y sabiduría estaban y estarían siempre conmigo.
Inspiré profundamente, dejando que esa energía creciera dentro de mí, y di otro paso más hacia el espectro. Mi voz salió clara y firme, convencida de que eran las palabras de mi madre saliendo de mi boca.
—No puedo con todos ustedes. Pero no me subestimes. Mi madre me dio lo necesario para enfrentarlos. Este ya no es tu lugar, Ron. Tu tiempo aquí terminó, y lo sabes. Déjalo ir, y libérate tú también.
Mis palabras lo aturdieron, como si yo hubiera convocado un hechizo ancestral. Su figura titubeó, y un calor extraño brotó de mi pecho, como una luz que comenzó a envolverlo, sanando las grietas de su ser al tiempo que lo hacía retroceder. La mirada de Ron cambió y en ella pude ver una expresión que nunca había visto: era tristeza y arrepentimiento.
—Anthony... —murmuró, y su voz ya no era un eco maligno, mas bien se asemejaba a la de la persona que una vez fue, pero sin ese dejo de arrogancia que siempre lo caracterizó. Era tan solo la voz de un humano, rota y arrepentida—. Perdóname.
Anthony levantó la cabeza, mirándolo fijamente a través de sus ojos empañados de lágrimas.
—Ron... —susurró, con la voz quebrada—. Yo nunca quise...
El espectro asintió, como si esas palabras fueran suficientes para aliviar algo de su propio peso. Su figura comenzó a deshacerse, las grietas se hicieron más profundas, y poco a poco se transformó en jirones de luz y sombra.
—Lo siento... —susurró Ron una última vez, antes de desaparecer por completo.
El aire en la celda cambió de inmediato. La opresión que había sentido hasta entonces desapareció, dejando un vacío que, aunque extraño, era infinitamente más ligero. Me volví hacia Anthony, caminé hasta él y puse mi mano en su hombro, tratando de transmitirle algo de esa paz recién obtenida.
—Se fue, Anthony.
Anthony levantó la mirada hacia mí, y en sus ojos, todavía llenos de lágrimas, vi un destello de alivio.
—¿De verdad, Emi? ¿En serio se fue? —preguntó con un hilo de voz.
Asentí, aunque una parte de mí no estaba del todo segura de que Ron se hubiera marchado por completo. Quizás volvería, con más odio y tristeza que antes, pero tenía que creer que esta vez había encontrado el descanso.
—Sí. No volverá —afirmé, pensando que tal vez mentía.
Anthony tomó mi mano y la besó con un gesto lleno de gratitud, dejando escapar un suspiro largo y profundo mientras mantenía la cabeza gacha.
—Eres como mamá —murmuró con una calma inesperada—. Tienes magia.
Respiré hondo y, en ese momento supe lo que tenía que hacer, lo que debía decirle a Anthony para sacarlo de ese infierno.
Con suavidad levanté su rostro hacia el mío y contrario a lo que años antes le había dicho, le rogué:
—Anthony, escucha. Tienes que fingir.
—¿Qué...? —preguntó con incredulidad.
—Tienes que dejar de hablar de los fantasmas. Niega su existencia. Di que todo ha sido producto de tu imaginación.
Ante su aturdimiento, le expliqué que si quería salir de aquel lugar, tendría que mostrarse ante los médicos y jueces como alguien rehabilitado, alguien que había recuperado el control de su mente. Le dije que serían diez años de paciencia, un sacrificio que nos daría el tiempo suficiente para prepararnos, para enfrentarnos a la maldición cuando él estuviera fuera. En mi mente ya planeaba los argumentos que usaría para defenderlo en los tribunales cuando llegara el día, pero necesitaba que Anthony hiciera su parte. Y es que nadie está preparado para aceptar que el mundo de los vivos y el de los muertos están separados solo por un hilo, frágil y delgado, que puede romperse con el más leve tirón.
Anthony lo comprendió y asintió con lentitud, y aunque seguía temblando habló con una voz cargada con rastros de la determinación que alguna vez le conocí.
—Fingiré, Emilia. Lo haré. Y si Ron regresa, estaré preparado esta vez .
—Te necesito, Anthony. A ti y a Blanca. El tiempo nos pondrá a todos en nuestro lugar, ahora lo sé. Al final, seremos de nuevo nosotros tres.
Me despedí de él con la promesa de no abandonarlo y mantenerlo siempre presente en mis oraciones. Me comprometí a buscar a Ron en el plano espiritual, con la esperanza de ayudarlo a perdonar y, tal vez, trascender. Anthony, aliviado por mi compromiso, me agradeció, y en sus ojos azules y lánguidos aún pude percibir la bondad que sobrevivía en él, a pesar de todo lo vivido.
—Ven a visitarme o escríbeme, Emilia —suplicó—. No me abandones. No me dejes morir aquí.
Asentí, segura de que cumpliría esa promesa. No lo dejaría. Lo último que recuerdo de ese episodio fue a Anthony, sumido en aquella celda fría, regalándome una frágil sonrisa mientras me alejaba. Ahora nos unía un pacto silencioso, y yo jamás lo rompería. Haría lo imposible por sacarlo de ese lugar maldito. En diez años lucharía con uñas y dientes para revocar su condena y luego,
junto con Blanca, cuando llegara el momento, enfrentaríamos nuestro destino. La maldición que había esperado por generaciones encontraría su fin en nuestras manos.
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